Bibliotecas y mi colección de libros

Lema

Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

viernes, 28 de abril de 2017

440.-Biblioteca de los tesoros ocultos (Biblioteca de la universidad Barcelona).-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; 



Escudo de universidad

Alguien deslizó un misterioso escrito hace seiscientos años en un libro encuadernado en pergamino: 
 Piensa Penitente a lo que bienes aquí Ciérrate dentro de ti Por espacio de un momento” (cita textual).
 ¿Quién y con qué propósito dejaría esta advertencia entre las páginas de un manuscrito del medievo? ¿Sería un monje? ¿Un abad? ¿Se dirigía a un lector señalado o tenía el ánimo de invocar la meditación a almas anónimas? ¿Se encontraba el volumen en una biblioteca monástica o en una iglesia?

Nada sabemos de su autor (ni de sus deseos) más que el rastro que ha dejado de su letra en el papel que ha permanecido en la oscuridad durante siglos y que ha salido a la luz hace muy poco, en que un técnico de catalogación de la Universidad de Barcelona (UB) abrió la obra y vio el mensaje.

Este es un ejemplo de las curiosidades que hemos catalogado como si fueran pequeños tesoros”, explica Neus Verger, la guardiana de la sala de los manuscritos, el fondo de reserva de la Biblioteca de la Universidad de Barcelona, que es como una joya potteriana por su tenue luz, su olor a polvo y madera antigua, por los millares de obras con cobertura de pergamino que permanecen en las estanterías que cubren las paredes hasta el techo, intocadas durante siglos, esperando que un lector les retorne del olvido.

Este es un ejemplo de las curiosidades que hemos catalogado como si fueran pequeños tesoros”

Guardiana de la sala de los manuscritos

Ahora mismo este fondo está en proceso de restauración y catalogación digital lo que implica una minuciosa tarea para los profesionales. 
“Sé que yo no podré ver en vida todo el fondo catalogado”, lamenta Verger, por la falta de recursos en la conservación. 
Se trata de dos mil manuscritos, cerca de mil incunables (los primeros libros impresos antes del año 1500) y casi 120.000 obras impresas entre los siglos XVI y XVIII, que suponen un valioso testimonio de la historia de Catalunya. El primer libro es un manuscrito del siglo X.

Sólo cinco bibliotecarios entran en la sala para sacar de la oscuridad este material. En ocasiones, se emocionan al descubrir alguna sorpresa, un objeto ajeno al libro como el escrito dirigido al penitente, pero vinculada al mismo.
 “Cuando sucede, nos llamamos unos a otros para agruparnos y observarlo, atraídos por la magia del pasado”.
El primer objeto encontrado fue una hoja de árbol conservada entre las páginas de un volumen del siglo XVIII. Aparentemente no tenía más valor que el de un fósil vegetal, pero colocado a contraluz se descubrió la imagen de un pastor con su rebaño pastando cerca de un árbol y la muralla de un castillo o una ciudad.
Ahora mismo este fondo está en proceso de restauración y catalogación digital lo que implica una minuciosa tarea para los profesionales
En los últimos diez años han topado con flores secas, dibujos, grabados, puntos de libros, pan de oro, naipes, notas manuscritas, borradores de sermones, operaciones aritméticas, poesías... En las hojas de guarda de una encuadernación puede leerse un poema de amor. 


¿Quizás para que lo leyera en secreto algún amante?

“Pedimos a una visitante habitual de nuestra biblioteca, especialista en literatura medieval que nos diera alguna indicación. Y, efectivamente, nos dijo que se trataba de una poesía popular del año 1700”, cuenta Verger. 
Otros textos escritos parecen tener propósitos menos terrenales pues parecen certificar el perdón de los pecados obtenido en una iglesia para obtener alguna indulgencia: “Yo he confesado en la Iglesia de...”.

Entre libros del XVIII y XIX se conservaban intactas unas hojas de papel caladas con motivos geométricos, delicadas y preciosas. Una es negra y otra blanca. Dibujos de filigranas que parecen vidrieras góticas o, conjetura la bibliotecaria, “ neules mallorquinas”, la ornamentación que elaboraban los conventos y casas de la isla para celebrar la Navidad.

En los últimos diez años han topado con flores secas, dibujos, grabados, puntos de libros, pan de oro, naipes, notas manuscritas, borradores de sermones, operaciones aritméticas, poesías...
Y más curiosidades, como la hoja adherida a un grabado dieciochesco que reproduce fielmente el palacio Real de Madrid durante la marcha de Felipe V en la campaña de Portugal (4 marzo de 1704). La hoja, cuya finalidad era reforzar la parte posterior del gradado, es un registro de enfermos del siglo XIX que se hacía servir en los hospitales de Francia durante las guerras napoleónicas.

Con todo, uno de los hallazgos más interesantes que se produjeron en la sala de manuscritos surgió gracias al propio deterioro de la obra, un proceso natural que la biblioteca trata de frenar adecuando el lugar en las mejores condiciones de luz y temperatura. Al sostener un volumen facticio titulado Dialogi de Inmortali con diversos tratados de Pere Alfons de Burgos impresos en Barcelona en el siglo XVI, se desencuadernó. El pergamino que realiza la función de tapa de cobertura para una recopilación de obras quedó desprendido del cuerpo del libro dejando ver el refuerzo del lomo (como se ve en la fotografía ­situada en la página ­anterior). 
“En una época en que nada se tiraba si podía ser utilizado para un determinado propósito –describe Verger–, es habitual encontrar trozos de pergamino y de papel, manuscritos e impresos, en las encuadernaciones de los libros antiguos con el fin de reforzarlas”.
 Así, el impresor barcelonés que se llamaba Claudio Bornat utilizó en 1562 –como data el libro– un pergamino ya escrito que debía tener por ahí para ser utilizado como refuerzo en el recosido de los volúmenes. El fondo de reserva de la UB llamó a un reputado investigador en historia medieval de la Universidad de Saint John, Daniel Gullo, para que analizara y datara el texto que aparecía en el lomo. ¿De qué se trataba?
 “Gullo descubrió que era un fragmento desconocido de unos Comentarios de Sant Bonaventura en las Sentències de Pere Llombard del...¡siglo XIV!”, exclama la responsable de la custodia de la obra.

Un texto de dos siglos anteriores a la obra impresa, y que ha servido de base para un estudio posterior sobre la difusión de la obra franciscana, hubiera quedado oculto por siempre si no se hubiera desprendido. El volumen en cuestión cuenta no sólo con la marca identificativa del impresor, una imagen de un niño Jesús cabalgando un águila, sino el exlibris de Josep Jeroni Besora, su primer propietario, que donó toda su colección al convento de Sant Josep, situado donde ahora se encuentra el mercado de la Boqueria, explica Verger. Besora fue un clérigo de Lleida, humanista, que presidió brevemente la Generalitat en 1656, y que reunió una biblioteca de unos cinco millares de libros, de grandes dimensiones para la época. En su testamento, realizado a favor de los carmelitas descalzos de Barcelona, especificó la condición de que la colección fuera de uso público.

El volumen de las “curiosidades descubiertas” ha obligado a crear un nuevo archivo específico para estas pequeñas piezas que están en los libros pero no forman parte de los mismos
En 1835, con la desamortización de Mendizábal que expropió a la Iglesia de sus bienes, los libros cobijados en Sant Josep, junto con los preservados en conventos como Santa Caterina, Sant Francesc d’Assís o del Carme, fueron a parar al monasterio de Sant Joan de Jerusalem, situado en la Via Laietana. Las monjas fueron expulsadas y cientos de libros, amontonados en las salas. En 1840 se inauguró una biblioteca.
“Sin embargo, se nota en las obras el deterioro propio de los pocos cuidados que recibieron en medio siglo. Humedades, agujeros por bichos, encuadernación en mal estado...”. 
En 1880, coincidiendo con la restauración de la biblioteca de la Universidad de Barcelona, todo el fondo fue trasladado al edificio central y se acondicionó la sala de los manuscritos. El convento fue derribado.

El volumen de las “curiosidades descubiertas” ha obligado a crear un nuevo archivo específico para estas pequeñas piezas que están en los libros pero no forman parte de los mismos.
“Primero se redacta una descripción de cada pieza y se incorpora al registro del ejemplar (material anexo), para que se pueda consultar en el catálogo en línea de la biblioteca”, indica Verger.
 Y, después, se archiva en un dossier individual, donde se hace constar la firma topográfica del libro. Así se mantiene el vínculo del material con el libro donde ha sido ­encontrado.
Verger reivindica la importancia de la tarea de catalogación de los ejemplares.
 “La catalogación, sobre todo en una biblioteca como la nuestra, es un trabajo primordial, además de la conservación, porque nos permite saber lo que tenemos”.
 Calcula que aún quedan por catalogar entre un tercio y un cuarto del fondo antiguo, lo que supone, en total, más de 37.000 libros. de manera que aún queda margen para conocer otros detalles de la historia de nuestros antepasados.


Itsukushima Shrine.


Historia de libro.

En la encuademación alemana el estilo de Grolier sólo tuvo importancia en casos aislados, pero con in­comparable entusiasmo fue adoptado y continuado en Francia. Con el regreso de Grolier a su patria en 1525 comienza el influjo de la encuadernación italiana del Re­ nacimiento a hacerse patente en los talleres franceses, tanto en encuadernaciones realizadas en Lyon, que junto con París era el centro editorial de Francia, como en encuademaciones hechas para el rey Francisco I, cuya bibliofilia de orientación medicea hemos mencionado anteriormente, y que fue el primero en imponer el depósito legal, ya que en 1537 dispuso que los impresores fran­ceses entregasen un ejemplar de cuanto imprimiesen a la biblioteca real. 
Varias de las encuadernaciones, que por lo general eran de vitela negra, ostentan la ornamentación de bandas tan típicas del estilo de Grolier, que se ha tenido la tendencia a considerarlas como obra de los mismos encuadernadores parisienses que trabaja­ron para Grolier; en los centros figuran las armas de Francia y el emblema del rey: una salamandra en llamas. Otras de las encuadernaciones de Francisco I están deco­radas con series de flores de lis alternadas con su ini­cial F; la encuadernación sembrada de lises se mantuvo durante largo tiempo como un estilo favorito de la en­cuadernación francesa. Contemporáneo de Francisco I y de Grolier es el gran artista del libro, Geoffroy Tory, que fue el primero en ostentar el cargo de «impresor real» de París, otorgado en 1530.
 En Francia predominaban aún en aquel tiempo los caracteres góticos en la tipografía, pero había ya co­menzado a sentirse, sin embargo, el influjo italiano y el tipo romano se comenzó a emplear en diversos libros franceses, entre otros, en el taller del ya mencionado Jodocus Badius Ascensius, que publicó numerosas obras de Erasmo y otros grandes humanistas de la época. Sin embargo, hasta que el docto Tory en los años posteriores a 1520 decidió pasar de la ciencia al arte y cultivar sus extraordinarias condiciones de dibujante y grabador de metales, el tipo romano y la concepción renacentista del libro en general no alcanzaron en Francia un florecimiento, relativamente tardío, pero espléndido. 

Son sobresa­lientes una serie de libros de horas que Tory adornó con láminas y orlas de línea seguida, en las cuales consigue una exquisita armonía con el tipo romano del texto. La obra más célebre entre las suyas es, sin embargo, la publicada en 1529 con el título de Champfleury, libro cuy y contenido se refiere tanto a cuestiones de ortografía como a la estética tipográfica. Los caracteres de Tory estaban inscritos en cuadrados, y su libro proporcionó a la letra romana un notable impulso en las imprentas francesas. 
Así ocurrió, especialmente, en el taller de Si­món de Colines, que publicó pequeñas ediciones de clá­sicos según el modelo de Aldus, impresas en tres de los tipos cursivos tallados por él mismo, o en la imprenta de Robert Grandjon, activo en Lyon desde 1557, no sólo como impresor, sino también como tallador de pun­zones; proveyó de multitud de tipos a célebres impren­tas europeas, creó su tipo civilité según una cursiva de cancillería gótica, que obtuvo gran difusión, y fue el pri­mero en producir los ornamentos tipográficos que podían ser intercalados en la página y que, poco a poco, se con­virtieron en elementos del material de toda imprenta. 
La más célebre de estas imprentas del Renacimiento que rompieron con la vieja tradición gótica fue, sin embar­go, la casa Estienne de París, fundada por Robert Estienne (o, en forma latinizada, Robertus Stephanus). Como Aldus, Froben, Tory y muchos otros grandes impresores, fue un hombre de gran cultura, editor, entre otras obras, en 1532, de un gran diccionario latino com­puesto por él mismo (Thesaurus linguae latinae) y, como Tory, fue designado por Francisco I «impresor del rey», pero tuvo que mantener una lucha constante con los teó­ logos de la Universidad de París, que le persiguieron con motivo de la simpatía por el movimiento protestante que mostró en sus ediciones de la Biblia, y a pesar de la protección real tuvo al fin que abandonar el país y es­tablecerse en Ginebra.

 Imprimió también con caracteres hebraicos y griegos; estos últimos fueron grabados por un discípulo de Tory, el grabador Claude Garamond, que además talló una letra romana en varios tipos llamada typi regii, emparentada con la de Nicolás Jenson, pero que tiene una línea más ligera y más agradable y que se ha mantenido a través de los tiempos como una de las más proporcionadas que se hayan diseñado nunca. El moderno tipo Garamond, inspirado en él, se ha impuesto — transplantado a la composición mecánica (monoti­pia)— durante los últimos años en las imprentas de mu­chos países. 
El hijo de Robert Estienne, Henri, prosiguió la imprenta y mantuvo estrechas relaciones, entre otras, con la gran familia de comerciantes de Augsburgo, los Fugger (Fúcar), de la que varios miembros fueron bi­bliófilos en un estilo nada común en aquella época entre la burguesía alemana; uno de ellos, Johann Jakob Fug­ger, encargaba sus encuadernaciones parte en París, parte al antes mencionado Antoni Ludwig, de Augsburgo.
 En las encuadernaciones de lujo realizadas para Es­tienne se vuelve a encontrar la ornamentación del tipo Grolier y lo mismo ocurre con muchas de las encuader­naciones hechas para Enrique II. Si Francisco I había sido amigo y defensor del libro, lo mismo se aplica en mayor grado a su sucesor y en general a la mayoría de los reyes franceses posteriores. 

El reinado de Enrique II (1547-1559) coincide con la época en que Italia se en­cuentra ya, desde el punto de vista del arte del libro, a punto de retirarse de escena, perdiéndose en una evidente tosquedad, seguro indicio de la decadencia que, por lo demás, también comenzaba a dejar señales en el arte de la ilustración francesa contemporánea, especialmente en algunas de las ediciones de lujo de los pequeños libros de horas. Pero exactamente entonces la encuadernación de lujo francesa alcanza su forma más espléndida. Las encuader­naciones encargadas por Enrique II para sí, para la rei­na Catalina de Médicis y para su favorita, Diana de Poitiers, y que otros bibliófilos de la corte y del círculo aristocrático imitaron, pertenecen — por lo menos, desde el punto de vista técnico— a lo más perfecto que, en conjunto, se ha hecho en Francia, aun teniendo en cuenta que se trata del primer país en Europa, hasta la actua­lidad, en lo que se refiere a la encuadernación de lujo. 
Estas encuadernaciones, con sus característicos monogra­mas — una H entrelazada con una C o una D— , a los que con frecuencia se unen medias lunas o los atributos de Diana cazadora (el arco y las flechas), indican que el arte de la encuadernación francesa de entonces había asi­milado completamente el espíritu del estilo de Grolier y era capaz de desarrollarlo en forma autónoma y, ade­más, de dominar absolutamente la difícil técnica del do­rado a mano.
 También bajo Carlos IX y Enrique III prosperó la encuadernación artística. En especial Enrique III fue un amante apasionado de las encuadernaciones y tenía como encuadernador de la corte (relieur du Roy) a Nicolás Éve, que además trabajaba como librero y editor en París. Se conocen encuadernaciones procedentes de su mano cuyas tapas se encuentran sembradas con las lises fran­cesas, que, como antes dijimos, fueron ya utilizadas en algunas encuadernaciones de Francisco I. Pero se le atribuye especialmente el llamado estilo a la fanfare, cuya particularidad consiste en que la mayor parte de la tapa está cubierta con una decoración de flores en espirales, palmas y ramas de laurel. Semejante decoración sólo po­día originarse en un país donde se dominase completa­ mente la técnica del dorado a mano, porque la áurea te­laraña que con gallardía francesa se entreteje sobre las tapas y el lomo de la encuadernación se compone de in­ numerables hierros diminutos y debe de haber exigido una extraordinaria pericia técnica. 
La expresión «estilo á la fanfare» no fue aplicada hasta el siglo xix por el bibliófilo Nodier, que hizo encuadernar uno de sus li­ bros titulado «Les fanfares», con una decoración se­mejante. Tras la muerte de Enrique III y de Nicolás Éve se si­ guió cultivando el estilo y se encuentran muchos ejem­ plos de él entre libros de los grandes bibliófilos de la nobleza, como los que pertenecieron al famoso estadista e historiador Jacques Auguste de Thou, cuyo padre ha­ bía sido amigo de Grolier y dueño de una biblioteca de cerca de 8.000 volúmenes y unos 1.000 manuscritos.
 Las encuadernaciones de De Thou son fáciles de identificar, pues exhiben sus armas con los tres tábanos y el mono­grama IADT. Cuando sus libros fueron vendidos por uno de sus sucesores en 1788 se dispersaron y parte de ellos se encuentra actualmente en diversas bibliotecas públicas. La encuadernación comercial francesa corriente del si­glo xvi no ofrece nada parecido con las encuadernaciones de coleccionista antes señaladas. Es en vitela o piel de cerdo o pergamino y en ella predomina aún el estampa­do de plancha en frío o con oro, o bien la parte prin­cipal de la decoración la compone un estampado en frío, con motivos realizados con rueda.

La encuadernación inglesa estampada con rueda y bor­dada 

La rueda se había impuesto, por lo tanto, en Francia y en mayor medida aún en Inglaterra. Especialmente los maestros encuadernadores de Cambridge, que hemos ci­tado anteriormente por su destreza en la producción de encuadernaciones con plancha, fueron utilizando poco a poco los hierros de rueda con mayor frecuencia que las planchas, hasta tal punto que muchas de sus encuadema­ciones están realizadas enteramente con ellos, ya que también el centro está cubierto por marcos estampados con ruedas, que corren perpendicularmente a los restan­tes. 
Los ornamentos de ruedas inglesas difieren notable­mente de los alemanes; representan personajes danzando, animales fantásticos, ramos de flores y folláje en forma de S. Pero hacia mediados de siglo se propagan en In­glaterra las formas estilísticas de la encuadernación ita­liana del Renacimiento y con ello también el dorado. 
Como en Francia, fueron la corte y la nobleza quienes se interesaron en la bibliofilia, aunque no con la exten­ sión ni con la suntuosidad que tuvo en las esferas reales francesas. Los dos Enriques, VII y VIII, Eduardo VI y no menos la reina Isabel, coleccionaron libros y los hicie­ ron encuadernar lujosamente en estilo italiano y francés. El encuadernador de Enrique VIII y Eduardo VI era un francés que se distinguió en imitar el estilo de Aldus y el de Grolier; y uno de los muchos coleccionistas de la nobleza, Thomas Wotton, ha merecido simplemente el sobrenombre de «el Grolier inglés», porque, a semejan­ za del gran coleccionista francés, también puso en sus en­ cuadernaciones la leyenda «Thomae Wottoni et amicorum». 
La reina Isabel prefirió particularmente las encua­dernaciones en terciopelo o seda, cuya decoración estaba bordada con hilo de oro, plata o seda de color, a veces también con perlas, forma de encuadernación que du­rante los siglos xvi y xvii gozó el favor de la casa real  inglesa. Pero al igual que las encuadernaciones de orfe­brería estas encuadernaciones textiles pertenecen a las regiones limítrofes del arte de la encuadernación. Plantino. 

La última floración del arte alemán del grababado en madera.

Hemos mencionado que Nicolás Éve, el encuaderna­dor real francés, era también librero. No era nada excep­cional en aquellos tiempos el que una misma persona regentase a la vez una librería y un taller de encuader­nación, con frecuencia también una imprenta. Tan pron­to era una como otra de estas actividades la esencial. 
Ejemplo de esta situación es el negocio del gran editor de Bélgica, Cristóbal Plantino. Era francés de origen y encuadernador de oficio, pero fue como impresor y edi­tor como ganó sus espuelas y se hizo un nombre entre los más grandes en la historia de la tipografía. 
En su taller de la floreciente ciudad industrial de Amberes, donde se encontraban la mayor parte de las imprentas de los Países Bajos durante la primera parte del siglo xvi, publicó en los 40 años que aproximadamente duró su actividad (murió en 1589), más de 1.600 obras, algunas de gran formato. Podía imprimir libros en todas las len­guas conocidas en la Europa de entonces, tan amplio era su material tipográfico, y fue por lo tanto capaz de pro­ducir una Biblia en 8 volúmenes, con texto compuesto en cuatro idiomas diferentes (Biblia políglota). 

 Al cuidado del teólogo y hebraísta español Benito Arias Montano. Ya existía el precedente de la Biblia complutense de 1514, la cual, como obra del arte de im­primir, no tiene nada que envidiar a esta plantiniana.] Pocos impresores-editores han tenido un mercado tan ex­ tenso como Plantino; en Alemania y Escandinavia, en Francia, España e Inglaterra se vendían sus ediciones y tenía sucursales en Ley den y París. Imprimió obras cien­ tíficas, de lingüística, jurídicas, matemáticas, etc., pero también muchas ediciones de clásicos, de literatura francesa, obras teológicas; una serie de importantes libros litúrgicos exhiben su marca editorial: una mano con un compás y su lema «labore et constantia» (con trabajo y y constancia). Su letra romana, vigorosa y ancha, diseñada sobre los citados caracteres de Grandjon y otros tipógrafos fran­ceses, admite la comparación con la de Estienne y su cursiva casi supera la de Aldus. 
Al igual que éstos, sus ilustres antecesores, Plantino tuvo a su servicio hombres de ciencia y uno de sus yernos, Frangois Raphelengius, que heredó la imprenta de Amberes, fue un hombre doc­ to. Otros dos yernos se hicieron cargo de las sucursales; el hijo de uno de ellos, Baltasar Moretus, llegó más tarde a hacerse famoso por su colaboración con Rubens. 

En torno a la gran empresa Plantino se congregaba toda una colonia de impresores, fundidores de tipos, abridores de punzones, ilustradores y encuadernadores, y tanta vitali­dad poseyó la empresa que continuó en existencia hasta 1876, en que el Estado belga adquirió la hermosa casa patricia de Amberes, que había sido su sede central y la convirtió en museo (Museo Plantin-Moretus). 
En él los viejos talleres se conservan aún como una de las mayores curiosidades de la ciudad, y ofrece una impresión suma­ mente instructiva de los métodos y la situación de la tipografía de edades desaparecidas. Por desgracia, no re­sultó indemne de los bombardeos de la segunda Guerra Mundial. Plantino ilustraba con gran riqueza sus libros con gra­bados en madera, pero en aquel tiempo este arte — como se ha observado antes— se encontraba en franca deca­dencia, y Plantino utilizó también en no pequeña medida el nuevo método de ilustrar, el grabado en cobre, del cual volveremos a ocuparnos más adelante. Hacia media­ dos del siglo xvi, sin embargo, el grabado en madera experimentó aún un nuevo período de auge en Alema­nia. 
En torno al gran editor de Francfort, Sigismund Feyerabend, se reunió un círculo de artistas, de entre los cuales los más conocidos son Hans Sebald Beham, Jost Ammán, Virgil Solis y Tobías Stimmer, y de allí salie­ron muchas e importantes ediciones ilustradas de Biblias y clásicos, de las que alcanzó especial popularidad el álbüm de grabados en madera, publicado por Jost Ammán, en 1568, Beschreybung aller Stande auff Erder («Des­ cripción de todos los oficios de la tierra»), cuyos graba­dos han sido después reproducidos innumerables veces como las imágenes más antiguas y más realistas de los talleres de los viejos tiempos; de este libro proceden al­gunas de las más antiguas representaciones que poseemos de una fundición de tipos, una imprenta, un taller de encuademación y una fábrica de papel. Tobías Stimmer ha colaborado, entre otros, en muchas de las colecciones de retratos (Icones o Effigies), de tanta aceptación en­tonces. 

Así como los conocidos motivos clásicos — el acanto, las hojas de vid, las columnas, los «putti» jugando, etc.— habían sido casi únicos en la ornamentación del libro del alto Renacimiento, a partir de la mitad del siglo xvi los arabescos comienzan a estar cada vez más presentes en las viñetas y cabeceras de los libros franceses y de allí se difundieron a todos los países. Al mismo tiempo, la car­ tela, utilizada con creciente frecuencia como encuadre de rótulos o ilustraciones, se convierte en el motivo favo­rito y conserva, bien avanzado el siglo xvii, su lugar preminente en la decoración del libro. Lorenz Benedicht. Tycho Brahe. Introducción del gra­ bado en cobre 
En Dinamarca, el estilo renacentista, introducido en el país por Christiern Pedersen, comenzó a mediados del siglo xvi a mostrar su huella en las imprentas. Coincidió con un notable florecimiento de la ciencia y la literatura, como indica el hecho de que mientras la cifra de libros daneses que se conservan del período 1482-1550 es sólo de 226, del período 1550-1600 se conservan unos 1.400. 
Afortunadamente se contaba con un hombre notable para hacer progresar el arte de la imprenta: el impresor Lorenz (Lauritz) Benedicht, seguramente de origen alemán, que trabajó en Copenhague desde hacia 1560 hasta 1601. Fue el primero en utilizar en Dinamarca los caracteres Fraktur como tipos básicos, pero lo que concede a su obra su carácter distintivo y la sitúa en tan alto grado es la notable proporción entre el texto y la ornamen­tación. Benedicht era él mismo xilógrafo, y sus graba­dos — orlas de títulos, iniciales e ilustraciones— se en­cuentran a la altura del mejor grabado alemán de la época. 
Célebres entre sus obras son el Libro de Salmos de Hans Thomeson (1569) y el Gradual de Nils Jesperson (1573), en los que introdujo en Dinamarca la im­presión de notas musicales, así como el libro que im­primió en 1578 en ejemplar único destinado a su agusto protector, el rey Federico II, sobre táctica militar, con numerosos y grandes grabados en madera coloreados a mano. La Biblia de Federico II, publicada en 1589 y asimismo ilustrada, no fue, sin embargo, impresa por Benedicht, sino por otro de los expertos impresores de la capital, Mads Vingaard. 
El total de títulos que se sabe fueron impresos por Benedicht asciende a cerca de 350, pero más de un centenar de ellos han desapa­recido completamente y es verosímil que su producción fuese aún mayor, y que se extendiese desde simple lite­ratura popular hasta grandes obras científicas; entre es­ tas últimas figura el libro de Tycho Brahe de 1573 sobre las estrellas recién descubiertas. Más adelante, el gran astrónomo dispuso de imprenta y taller de encuader­nación propios, en su residencia de Hven, así como, según se dijo, de un molino de papel, y la mayor parte de sus obras llevan como pie de imprenta, el de Uraniburgum; también tenía su imprenta consigo cuando vi­vió desterrado en Wandsbeck, Holsten, en casa del docto humanista el gobernador Henrik Rantzau — celoso bibliófilo también— . 
La mayor parte de sus producciones se encuentran impresas con grandes tipos de romana y cursiva, que les otorga un carácter imponente. Armoni­zan con ello las encuadernaciones conservadas de Tycho Brahe, que son en pergamino o seda y portan su retrato estampado en oro en la tapa anterior y sus armas en la posterior. Uno de los libros impresos por Tycho Brahe en Holsten, la suntuosa y hoy rara obra Astronomiae instauratae mechanica se encuentra ilustrada no sólo con grabados en madera, sino también en cobre, el nuevo sistema de ilus­tración que Plantino en Amberes había asimismo utili­zado ampliamente.
 A finales del siglo xvi la estrella del grabado en madera declina cada vez más; su empleo con­ tinuado se convierte en una producción en serie, la ma­yor parte de los motivos ornamentales están reducidos a tópicos, vaciados en metal sobre las molduras talladas, y la predilección del Renacimiento tardío por la exube­rancia conduce a una suntuosidad jactanciosa, que va de­bilitando su calidad artística.
 Pero no sólo en la decoración y la ilustración puede observarse la decadencia o la inseguridad. También su­ cede lo mismo en el terreno de la tipografía. La literatura científica, de tanto vigor en el siglo xvi, imponía cre­cientes exigencias a las imprentas, en forma de compo­siciones con frecuencia muy complicadas, prolijas dedicatorias, detallado aparato de notas e índices; faltaban precedentes y se andaba a ciegas ante una tipografía que llevaba a sus practicantes a caer en la tentación del ex­ceso estilístico.
 También contribuyó sin duda la mala fortuna de que los fundidores tipográficos ya hacia 1530, a consecuencia de una serie de huelgas, se constituyeron en gremio independiente, con lo que se fue perdiendo paulatinamente la íntima relación entre la impresión y la producción de tipos. En 1531 fundó Christian Egenolff su célebre fundición tipográfica en Francfort del Main


EL SIGLO XVII

Triunfo del grabado en cobre.

El primer libro ilustrado con grabados en cobre fue publicado en Florencia en 1477. Pero durante el siglo siguiente el procedimiento se utilizó sólo en ocasiones como ilustración, y existen varios ejemplos de cómo una obra, que originalmente había sido publicada con grabados en cobre, se ilustraba en ediciones posteriores con otros en madera. Era como si en los comienzos el gra­bado en cobre hubiera encontrado cierta oposición en el mundo de los libros, y esto tiene su lógica explicación en la circunstancia de que, al contrario que el grabado en madera, no se presta a ser impreso a la vez que la composición. En el grabado en madera el dibujo se encuentra inciso en el bloque, con lo que se destaca en relieve, y es, como la composición tipográfica, la parte en relieve la que queda impresa; en el grabado en co­ bre, por el contrario, el dibujo, después de haber sido calcado sobre la plancha de cobre, queda grabado en hueco y son estas incisiones las que se barnizan con tinta de impresión. 

En otras palabras: la plancha de cobre es en hueco y no puede realizarse a la vez que lo hecho en relieve; deja sobre el papel una huella de los bordes de la plancha y por ella puede distinguirse la impresión de un grabado en cobre de la de uno en madera. Si un libro tiene que ser ilustrado con grabados en cobre, debe ser impreso en dos etapas: primero los grabados y des­pués el texto, o al contrario. Por lo tanto, el grabado en cobre se presta, por esencia, a ser accesorio en la imprenta y la verdad es que resulta incomprensible el que, a pesar de ello, llegase casi a dominar durante un par de siglos la ornamentación de los libros. Mientras se trata de planchas que se imprimen por separado y se intercalan en el libro, posee el grabado una justificación natural, y fue precisamente de esta forma como se le utilizó al comienzo. 
Se intercalaban los lla­mados frontispicios grabados antes de la portada tipo­gráfica, y en ellos se situaba el título sobre un fondo de figuras alegóricas o representaciones simbólicas del tema del libro, o bien ostentaban el retrato del autor. Más adelante se introdujeron las planchas de cobre en las grandes obras ilustradas, cada vez más en boga, y en aquellas obras científicas en que las ilustraciones desem­peñaban un papel importante: las de ciencias geográficas y naturales, las arqueológicas y las históricas. Extensas obras con reproducciones de pinturas, arquitectura y es­cultura o con representaciones de hallazgos arqueológi­cos, vieron la luz en gran número a finales del siglo xvi y a lo largo de todo el xvii, y no menos copiosa fue la producción de narraciones de viajes y de obras topo­gráficas con mapas y vistas de ciudades y de edificios.
 Ejemplos famosos son la voluminosa obra de Theodor de Bry sobre la India (1590-1625), el Theatrum urbium (descripción de ciudades) de Georg Braun, de 1572, la gigantesca obra geográfica de Martin Zeiller, con más de 2.000 mapas y vistas y, finalmente, una gran obra ilustrada de publicación periódica, que con el título de Theatrum Europaeum narraba los acontecimientos his­tóricos de la época.
 Célebres son también muchos de los libros de arquitectura, cuyas láminas servían como modelo para los artistas; entre las obras arqueológicas de lujo pueden citarse los libros sobre las antigüeda­des de Roma del archivero papal Pietro Santo Bartoli, y entre las de historia del arte, las reproducciones de pinturas famosas contemporáneas, de Pietro Aquila.
 El grabado en cobre, con su posibilidad de imitar los sutiles matices y los efectos pictóricos, era especial­mente apto para la reproducción de la pintura y no es pura casualidad que su auge coincida con la época en que la pintura había alcanzado extraordinario desarro­llo. Pero la aportación artística en sí del grabador en cobre es menos personal que la del grabador en madera; en las grandes obras con grabados en cobre lo que im­porta es la reproducción más fiel posible del original, ya se trate de trasponer los colores del cuadro a su equivalencia en blanco y negro o se tenga que reprodu­cir un edificio, una escultura, un animal o una planta. Para la arqueología, la historia del arte y la natural, el grabado en cobre significó un inapreciable recurso para la reproducción fidedigna, igual que los métodos de reproducción fotográfica en el siglo xix ofrecieron la posibilidad de una mayor exactitud.
 Ello no significa que los grabadores en cobre más importantes careciesen, junto a un gran virtuosismo, de talento artístico; el suizo Mathieu Merian, que con sus hijos y su hija María Sibylla, entre otros, colaboraron en algunas de las obras antes mencionadas, alcanzaron con justicia una alta fama. Entre los grabadores más famosos en Francia en la primera mitad del siglo hay que señalar a Léonard Gaultier y Thomas de Leu y, sobre todo, a Jacques Callot; entre sus obras más importantes figuran las ilustracio­nes dibujadas y grabadas para el libro Lux claustri, de 1646. El genio de Callot tuvo gran influencia en varios de sus contemporáneos o de sus sucesores: por ejemplo, el florentino Stefano della Bella y Abraham Bosse.

En la segunda mitad del siglo, los grabadores fran­ceses más fecundos fueron Nicolás Poussin, Robert Nanteuil y su discípulo Gérard Edelinck. El estilo barroco en el arte del libro El estilo barroco domina en esta época la ornamen­tación de los libros. Su insaciable afición por los efec­tos pomposos se manifiesta en largos formatos de folio y en los caracteres de grandes dimensiones, pero espe­cialmente se muestra en toda su abrumadora abundancia en los frontispicios, de los que incluso los libros co­rrientes y sin ilustración se encontraban provistos. Si se trata de una narración de viajes, el grabado de la cu­bierta suele exhibir un paisaje con toda clase de perso­najes y animales exóticos en abigarrada mezcolanza; en las portadas de las obras arqueológicas aparecen figuras clásicas de rostro pensativo situadas entre pintorescas ruinas, etc., y por todas partes se encuentran alegorías, figuras que simbolizan la sabiduría, el amor, la justicia, el estado, la religión, etc. 
Muchas, por no decir la mayor parte, de estas portadas, en las que apenas si queda espacio libre para el título, no pueden comparar­se, como arte decorativo, con las mejores realizaciones del arte del libro del siglo xvi, pero algunas se encuen­tran muy por encima del nivel corriente. Esto se refiere en especial a las portadas que el gran pintor Pedro Pablo Rubens diseñó durante el año en que trabajó con la familia Galle en la imprenta del citado Baltasar Moretus, de la casa Plantino. 
También en el grabado de Rubens y de sus discípulos se encuentra la predilección de la época por las figuras alegóricas, pero en ello se reconoce su genio; a pesar de toda la pompa y artificio, se encuentra en estas portadas un sentido artístico nada frecuente en la ornamentación de los libros de aquella época. Con frecuencia Rubens se ha limitado a dar sólo un esbozo cohio idea (lo que se indica con una frase latina: Rubens invenit, es decir, ha inventado), un se­gundo artista ha trazado el dibujo (delineavit) y un tercero lo ha trasladado a la plancha de cobre (seulpsit).
 La oficina plantinianá en Amberes tuvo, incluso después de la muerte del fundador, gran importancia en el desarrollo del grabado en cobre como ilustración del libro, y en general en el siglo xvii fueron Bélgica y en especial Holanda, los principales países en Europa en el mundo del libro. Ello fue debido, parte a la importante situación política que alcanzaron los Países Bajos a la sazón, parte a su criterio liberal, que los libró de la severa censura de los Estados absolutos. Añádase el importante puesto de los Países Bajos en el mundo científico; jóve­ nes estudiantes de todos los países acudían a la famosa Universidad de Leyden. Los Elzevir. 

La familia Blaeu 

En esta Universidad se encontraba empleado a finales del siglo xvi un encuadernador y bedel, de nombre Lo­ dewijk Elzevir (Elsevier), que, después de haber obteni­do privilegio para vender libros a los estudiantes, esta­bleció poco a poco un comercio de inusitadas proporciones. Sus actividades se extendieron más allá de los límites de la ciudad y del país; mantuvo almacenes per­manentes en Francfort y proveía de literatura extranjera a toda la Alemania meridional. De Lodewijk Elzevir procede una gran familia de im­presores y editores que a lo largo del siglo xvii operó en muchas ciudades holandesas y consiguió para este apellido fama europea. 
El renombre mayor lo obtuvieron el hijo de Lodewijk, Buenaventura, y sus nietos Isaac, Lodewijk el Joven y Abraham, y el período en que ellos desarrollaron su actividad, 1625-64, marca el apo­ geo de los Elzevir. Isaac había adquirido una imprenta y. al igual que Aldus en su tiempo había lanzado desde Venecia sus pequeñas ediciones de clásicos en cursiva por toda Europa, se desparramaron ahora de igual modo de la imprenta de los Elzevir una multitud de análogas ediciones en dozavo; en aquella época de los grandes infolios significaban algo nuevo, como los aldinos, algo más democrático, y obtuvieron también rápidamente gran popularidad por su práctico formato y precio módico; especialmente famosas fueron las ediciones de César, Plinio, Terencio y Virgilio.
 La corrección filológica de las versiones no podía compararse con la de los aldinos, pero con su letra romana, sobria y clara, ofrecían una impre­sión elegante, aunque algo monótona. Los tipos habían sido diseñados por Christoffel Van Dyck, según el mo­delo de Garamond y fueron a desempeñar más tarde un papel importante en Inglaterra, donde hacia 1670 fueron incorporados a la imprenta de la Universidad de Oxford por el obispo John Fell, quien donó una fundición de tipos ricamente equipada. 

Además de las ediciones de los clásicos, publicaron los Elzevir muchas otras obras; así, en 1626, obtuvieron privilegio para editar una serie de pequeñas obras esta­ dístico-topográficas de diferentes países, las llamadas Repúblicas, que también alcanzaron gran popularidad. Muchas de las grandes personalidades de la época pertenecieron al círculo de los Elzevir: Descartes, Moliere, Bacon, Hobbes, Galileo y muy especialmente el maes­tro de Derecho internacional Hugo Grocio, cuyo fa­ moso tratado sobre la libertad de los mares fue publi­cado ya en 1609 por el viejo Lodewijk.
 Otros libros célebres de los Elzevir son una edición de San Agustín de 1675, la edición de 1652 de la Imitación de Cristo, de Tomás de Kempis, traducida por Corneille, una edi­ción en folio del Derecho romano de 1663, además de ediciones de Moliere, Corneille, Pascal y otros grandes escritores franceses. En total, la cifra de las ediciones de elzeviros auténticos — porque muchas falsificaciones pa­san por tales— alcanza unos 2.200, además de unos 3.000 trabajos universitarios. 
En el siglo xviii y en especial el xix, las ediciones de los Elzevir fueron objeto de tal predilección por los coleccionistas que en la historia de la bibliofilia se habla de una manía de Elzevir, culto que en ciertas ocasiones bordeó el ridículo y que se ha mantenido hasta nuestros días, en que causa víctimas especialmente entre los ricos coleccionistas norteameri­canos. Se concedía gran importancia a poseer ejemplares que habían sido guillotinados lo menos posible y se construyó una regla especial para medir las dimensiones de los márgenes. Ejemplares en buen estado, del período de esplendor de la familia, han llegado a alcanzar pre­cios fantásticos, aunque no fuesen de una gran rareza. 
Un ejemplo célebre de la alza de precios de los elzevires es lo ocurrido con el pequeño libro de cocina Le pastissier franqois; los Elzevir lo reimprimieron del original fran­cés en 1655 y en uno de sus catálogos editoriales se le cita a un precio algo superior a medio florín. A lo largo del tiempo se fue haciendo raro y en la segunda mitad del siglo xix los buenos ejemplares se llegaron a pagar a 10.000 francos. Una de las colecciones de elzeviros mayores y más bellas es el fondo Berghman, en la Bi­blioteca Real de Estocolmo. Parte del material tipográfico de los Elzevir pasó en el siglo xviii a otra célebre dinastía de impresores, la familia Enschedé, de Haarlem, casa fundada en 1703 por Isaac Enschedé; se encuentra aún en existencia y cuenta con mayor número de diferentes caracteres tipo­ gráficos antiguos y modernos que ninguna otra imprenta europea; entre otros, posee el material del conocido im­presor de Berlín, J. Fr. Unger, al que más adelante nos referiremos con mayor detalle. 
Como libreros, los Elzevir superaron a todos sus con­temporáneos; ninguno de éstos mantuvo relaciones co­merciales tan extensas como ellos —Lodewijk el Joven llegó incluso a Copenhague en uno de sus viajes de nego­cios y fundó una sucursal en la Bolsa, más tarde utilizada también por otro impresor holandés, Johannes Janssonius, el más activo de los impresores fraudulentos del si­glo xvii. Gracias a las reimpresiones suyas y de los El­ zevir de obras francesas, la literatura francesa de la época obtuvo una difusión como nunca había podido alcanzar. 
En Inglaterra mantuvieron los libreros holan­deses un activo negocio; el tráfico de libros de Inglaterra con el Continente pasaba en aquel tiempo a través de Holanda y los Elzevir predominaban también en él.
Al igual que otros grandes editores, publicaron mu­chas de sus obras encuadernadas, y una conocida familia de encuadernadores, los Magnus, trabajaron a su servi­cio, imitando las encuadernaciones francesas de la época, pero también trabajaron para otros muchos impresores holandeses, como la casa Blaeu, que estuvo en activo durante los años 1618-72 y cobró fama por sus grandes atlas geográficos. En Holanda, país de marinos, la car­tografía había alcanzado un gran desarrollo, y el fun­dador de la casa, Willen Janszoon Blaeu, durante un viaje a Dinamarca, había tenido ocasión de conocer a Tycho Brahe y llegó a alcanzar una sólida formación en astronomía y cartografía. 
Establecido como «cartó­grafo y fabricante de globos» en Amsterdan, produjo muchas y grandes cartas de navegar, que superaron a todas las otras de la época en exactitud y en belleza de decoración. Su obra maestra es el Novus Atlas, pero mayor celebridad obtuvo el Atlas major, publicado por su hijo Johann en once tomos tamaño folio en 1662. En él alcanzó el grabado en cobre auténticos triunfos, no sólo en las láminas de mapas coloreadas a mano, sino también en la portada y en la ornamentación. 
El Atlas major, a pesar de su extensión y de su alto precio, estu­vo en gran demanda; la Gran Duquesa de Toscana pagó 30.000 florines por un ejemplar decorado con especial riqueza e incluso hoy se valora extraordinariamente alto. Ante ésta como ante tantas otras colosales empresas literarias del pasado nos preguntamos con asombro cómo les fue posible realizarlas económicamente.
 La explica­ción está, en parte, en la mano de obra barata de que se disponía, pero una importancia económica fundamen­tal tuvieron también, en muchas ocasiones, la ayuda otor­gada por mecenas reales y nobles, a cambio de adula­ doras dedicatorias, panegíricos y versos laudatorios al comienzo de la obra. Sin un apoyo semejante, las gran­ des obras científicas hubiesen tenido tan pocas probabi­lidades de haber visto la luz pública entonces como las tienen en nuestros días sin la asistencia del Estado o de los fondos particulares.

Comienzo de las subastas de libros.

Durante los primeros años del siglo xvii aparece una nueva forma de comercio de libros, en la que se comien­ za a ofrecer libros en subasta y a venderlos al mejor postor. También fue Holanda el país iniciador y Leyden la ciudad donde tuvo lugar la primera subasta de libros. Probablemente fue el viejo Lodewijk Elzevir quien tomó la iniciativa. Pronto pudo verse que se había dado con un sistema que satisfacía el interés tanto del compra­dor como del vendedor. 
Este obtenía mayor beneficio económico y el comprador tenía acceso a colecciones que no estaban formadas al azar, como suelen estarlo las existencias de un librero. Muy pronto, sin embargo, sur­gió la queja de que los libreros que disponían la subasta aprovechaban la ocasión para deshacerse de la parte me­nos valiosa de sus existencias introduciéndola entre los libros que debían figurar en ella. Como en la actualidad, se distribuía, con anterioridad a la subasta, un catálogo impreso de los libros, por lo general clasificados en oc­tavo, cuarto y folios. 
Las subastas de libros en Holanda atrajeron pronto la atención de otros países y fueron obteniendo creciente­mente importancia internacional. Un eclesiástico inglés, Joseph Hill, que había residido en Holanda, introdujo ia costumbre en Londres en 1676, cuando, por su iniciativa, a la muerte de un clérigo se vendieron en subasta sus libros, y también allí obtuvo el sistema una rápida aceptación; se cree que fue introducido en Norteaméri­ca en 1713. 
El ambiente de expectación que se produce en toda subasta no falta en la de libros, y la presencia en la sala de una auténtica rareza, es presagio con fre­cuencia de episodios de carácter altamente dramático. Sin embargo, la gran época de las subastas de libros no comienza hasta el siglo xxii. El sistema de la subasta se propagó también a Francia y a Alemania en la segunda mitad del siglo xvii — los libreros alemanes intentaron en vano luchar contra él.

los coleccionistas franceses de libros.
En el mundo del libro europeo del siglo xvii 

Holanda ocupa, por lo tanto, un puesto predominante e incluso Francia, a pesar de su espléndido desarrollo literario, se mantuvo en eclipse. Como se dijo antes, la literatura francesa se difundió en gran parte gracias a las ediciones fraudulentas holandesas. Pero los franceses se destacaron, por el contrario, como bibliófilos. La bibliofilia francesa no abandonó las tradiciones de la época de Grolier, sino que conservó aquel sello de lujo que desde el comienzo la caracterizó entre las naciones europeas. 
A medida que fue en aumento el poder real, mayor fue la ostentación de lujo en el círculo cortesano; en torno a los reyes y a los restantes coleccionistas reales, damas y caballeros de la nobleza rivalizaban en el torneo de la bibliofilia, que ya se había iniciado bajo Luis XIV , pero que tomó impulso bajo sus dos sucesores, Luis XV y XVI. Sería, sin embargo, sumamente exagerado el atribuir a estos reyes y a sus cortes un profundo interés literario; se podría hablar más bien de un paralelo con los coleccio­nistas de libros de lujo del tiempo del Imperio romano, y las palabras de censura de Séneca contra éstos pudie­ran con razón ser aplicadas a muchos de los coleccionistas franceses de los siglos xvii y xvii.
 Ello sin perjuicio de que en sus filas puedan señalarse muchas figuras eruditas y de formación literaria, para quienes el reunir una biblioteca era algo diferente y superior a un mero inten­to de satisfacer la vanidad personal. Esto puede aplicarse al docto Nicolás Claude de Peiresc, que se interesó especialmente por manuscritos coptos y por libros impre­sos con notas marginales de sus antiguos poseedores, y un auténtico interés por los libros puede también atri­buirse a los grandes hombres de Estado Richelieu, Mazarino y Colbert. El interés de Richelieu por los libros tuvo como resultado, entre otros, el establecimiento de una imprenta real en el Louvre, institución que más tarde ejerció una gran influencia sobre la tipografía fran­cesa.
Colbert contribuyó en gran medida a la biblioteca de Luis XIV , que llegó a tener 40.000 volúmenes y 10.000 manuscritos. Pero especialmente para Mazarino fueron los libros una pasión, que remontaba a su más temprana juventud. Richelieu y Mazarino obtuvieron un colaborador in­ apreciable en su bibliotecario Gabriel Naudé. Su nombre es famoso en la historia del libro debido a un escrito que publicó en 1627 con el título de Advis pour dres­ ser une bibliothéque, el primer intento (puede llamarse así) de escribir un tratado de biblioteconomía. Con celo incansable y gran sentido económico recorrió Naudé los establecimientos de librería de Europa entera y se calculan en unos 45.000 los volúmenes que paulatina­ mente añadió a la biblioteca de Mazarino. 
En su obra, Naudé había resaltado con insistencia la importancia de hacer accesibles las bibliotecas a todos, y como fue la ambición del Cardenal convertirse en el Asinio Polión de Francia, en otras palabras, en facilitar el acceso del público a su biblioteca, fue ésta abierta al público en 1643, seis horas al día, para los estudio­sos de las artes y de las ciencias. Pero la gloria fue corta; pocos años después Mazarino fue desterrado, y durante las guerras de la Fronda su espléndida biblio­teca fue vendida y desperdigada a los cuatro vientos. 
Hondamente afligido por esta calamidad, Naudé aceptó el ofrecimiento de trasladarse a Suecia como bibliote­cario de la reina Cristina. Cuando Mazarino regresó al poder y volvió a coleccionar libros, mandó llamar a su viejo bibliotecario, pero éste murió durante el viaje y no llegó a ver, por lo tanto, la constitución de la se­gunda biblioteca, la Bibliothéque Mazarine, que en 1691 fue abierta al público, y que aún hoy es una de las más importantes bibliotecas públicas de la ciudad del Sena. También la biblioteca de los agustinos de St. Víctor había sido accesible a los estudiosos desde mediados del siglo xvii , mientras que el rico y venerado monas­terio benedictino de Saint-Germain-des-Prés sólo abría sus puertas a regañadientes, y la biblioteca de la abadía  de Sainte-Geneviéve se convirtió en pública en el si­glo x vii ; en cambio, fue la única biblioteca eclesiástica que superó las tormentas de la Revolución, y hasta la fecha ostenta un preeminente lugar entre las bibliotecas públicas de Francia. 


La arquitectura de la biblioteca

En lo externo, las bibliotecas habían ido cambiando poco a poco su carácter. Mientras durante la mayor parte del siglo xvi se siguió aún la costumbre medieval de colocar los libros sobre pupitres, se fue generalizando cada vez más el dar al local de la biblioteca la forma de una sala con estanterías a lo largo de las paredes, donde los libros se situaban en tablas; con frecuencia las estan­terías se levantaban hasta el techo, por lo que fue ne­cesario dividirlas por medio de una galería. 
Este sistema de construcción de bibliotecas en forma de sala, aparece por vez primera en el espléndido local construido en la segunda mitad del siglo xvi para la biblioteca de El Es­corial, en las proximidades de Madrid; pronto se con­virtió en el modelo exclusivo, que no fue reemplazado hasta mediados del siglo xix por sistemas más prácticos. [Los armarios de la biblioteca de El Escorial están he­chos sobre dibujos de Juan de Herrera. (Y es un notable ejemplo español de este tipo de sala también la Biblio­teca de la Universidad de Salamanca debida a un sucesor del célebre Churriguera.) 
Los libros de El Escorial los mandó reunir el rey Felipe II en 1575 dando los de su propia librería; y comisionó a secretarios, eruditos y embajadores para que comprasen más en el extranjero y dentro de España. Varias bibliotecas particulares fue­ron a dar así en El Escorial a la muerte de sus propie­tarios. A pesar de haber sufrido un incendio en 1671, es de las más importantes de España en cuanto a fondos de manuscritos árabes, griegos, hebreos y latinos, mu­chos de singular riqueza.] Las grandes salas ofrecían oportunidades sin límite a la fantasía artística del arquitecto y muchas de ellas ofrecen grandes bellezas en sus cúpulas, columnas, techos pintados y frisos. 
No puede negarse, sin embargo, que con toda su magnificencia arquitectónica llegan a eclipsar a los propios libros, de modo que de un simple marco se convierten en asunto principal; pero en la época del barroco, con su afición por la pompa, esto no era un defecto: las salas de las bibliotecas debían tener exactamente este aspecto de museo, que era acen­tuado adicionalmente por medio de esferas terráqueas y celestes exhibidas en medio de la sala o vitrinas con toda clase de objetos de arte y curiosidades. 
Hasta cier­to punto ello está relacionado con el hecho de que muchos de los grandes bibliófilos fueron también coleccionistas de arte; así, el ministro francés Pierre Séguier, que llegó a reunir más de 20.000 volúmenes, había instalado en su palacio salas de lectura en las que las colecciones de porcelanas ofrecían mayor atractivo que los mismos libros. Uno de los ejemplos más suntuosos de este tipo de bibliotecas es el famoso salón de cúpula que a comienzos del siglo xvii se construyó para la Biblioteca Real de Viena.

Otro ejemplo de salón de biblioteca, pero menos importante, es la Biblioteca Nacional de Weimar, que consta de tres galerías ovaladas superpuestas, adornada con el oro de los pilares de mármol y de los capiteles. Los tipos corrientes de encuadernación. El estilo Le Gascón A la suntuosidad arquitectónica correspondían las en­cuadernaciones de lujo. El mayor número, sin embargo, de las encuadernaciones hechas durante el siglo xvii como en los tiempos anteriores, pertenece no a éstas, sino a los tipos corrientes de encuadernación. 

En las bibliotecas de hoy día se encuentran multitud de volú­menes de aquel tiempo, encuadernados en piel francesa de ternera u oveja, jaspeados imitando la concha de tor­tuga o coloreados con carburo de hierro y que no pre­sentan más decoración que la del lomo. Aún más sobria se muestra la encuadernación inglesa en badana castaño y cuyo carácter modesto se hace doblemente patente porque el interior de las tapas no lleva guardas, por lo que queda al descubierto el cartón gris. La encuaderna­ción holandesa corriente era realizada en pergamino blan­co, rígido y pulimentado, muy sobriamente decorado y con el título escrito con tinta china en la parte superior del lomo liso; en la encuadernación en pergamino italiana y española, por el contrario, el título aparecía impreso a lo largo del lomo y las tapas carecían de refuerzo de cartón, por lo que eran suaves y flexibles como las de los pequeños libros en piel de gamuza de nuestros días. Pero los grandes coleccionistas reales y de la nobleza no se contentaban, como antes se dijo, con estas formas tan modestas y, especialmente en Francia, se practicó la encuadernación artística en igual escala que en los días de Francisco I y Enrique II.

 A comienzos del siglo xvii imperaba aún el estilo «á la fanfare», con sus ramas de laurel estilizadas, pero en los últimos años de Luis XIII se inicia un estilo de decoración completamente nuevo al comenzarse a utilizar hierros con líneas punteadas (en francés: fers pointillés), de forma que los sutiles y vi­gorosos sarmientos retorcidos en espiral dan paso a pun­ tos diminutos y muy próximos, que se extienden sobre toda la tapa o se agrupan en el centro en torno a las armas del propietario. En este estilo decorativo se en­cuentra, por curioso que parezca, sólo una débil huella de la ornamentación barroca; no se puede hablar propia­ mente, por lo tanto, de un período barroco en la historia de la encuademación como puede hacerse en la del arte. Los hierros punteados se extendieron también al lomo e incluso al interior de las tapas, que en las encuader­naciones de lujo se encontraban con frecuencia recubier­tas con badana o seda; estas guardas, que anteriormente se componían de papel corriente y sin colorear, eran ahora con frecuencia jaspeadas y lo mismo ocurrió con los cantos.

Se considera como autor del estilo punteado al encua­dernador Le Gascón, acerca del cual no se conoce por lo demás gran cosa, hasta el punto de ignorarse si Le Gas­cón fue su auténtico nombre o un sobrenombre debido a su lugar de origen. Se ha querido identificarle, aunque sin motivo, con otro encuadernador, Florimond Badier, que realizó encuadernaciones en el mismo estilo y las proveía con su firma. Es tan seguro que Le Gascón o discípulos suyos trabajaron para los grandes coleccio­nistas de la época, Mazarino, Colbert, Séguier y el erudito Nicolás de Peiresc, como que pronto su estilo encontró imitadores en Francia y países vecinos. Era más fácil trabajar con las líneas punteadas que con las continuas y en este sentido la introducción del estilo Le Gascón significó cierta simplificación en relación con el estilo «á la fanfare».
 Una simplificación ulterior ocurrió cuando el encuadernador Macé Ruette ideó el reemplazar los numerosos hierros pequeños por otros grandes, en los que los ornamentos punteados se reunían en un conjunto y se los disponía dentro y alrededor de la línea de un marco. Muchos de estos grandes hierros adoptaron en la segunda mitad del siglo la forma de media luna, con las puntas enrolladas, variantes del estilo Le Gascón que obtuvieron una gran popularidad, especialmente en Inglaterra.

En Holanda imitaron el estilo Le Gascón, entre otros, la ya mencionada familia de encuadernadores, los Magnus, que emplearon los hierros punteados en las encua­demaciones comerciales de los Elzevir. Estas fueron he­chas en tafilete verde, mientras que en Francia y otros países era rojo el color favorito para la piel. También en Inglaterra, donde la aristocracia y el alto clero con­taban con muchos bibliófilos en sus filas, se adoptó el estilo Le Gascón. Una variación especial adoptó en ma­nos del encuadernador de la corte de Carlos II, Samuel Meame, que combinó los hierros punteados con orna­mentos de línea continua, como medias lunas, tulipanes, claveles y otras flores estilizadas. 
En algunas de sus en­cuadernaciones, las llamadas all-over, dominaban los hierros de «media luna», pero también realizó el llama­ do cottage-bind, cuyo cuartel central, por arriba y por abajo, estaba limitado por líneas, que prestan a la deco­ración cierta semejanza con una casa de campo inglesa (cottage). Otro tipo totalmente diferente de encuadernación fue realizado para Luis X IV y su corte por el encuaderna­dor real Antoine Ruette, encuadernación que casi carece de decoración, de modo que el cuero de color oscuro predomina con todo su efecto.
 A esta decoración ascé­tica, que muestra tan notable oposición a la debilidad universal por la pompa, sentida en la época, se le adscri­be, a comienzos del siglo xvii , la denominación de en­cuadernación jansenista, con alusión a la estricta tenden­cia religiosa de los de esta doctrina. También otros libros de bibliófilos franceses muestran una sobria decoración: un marco a lo largo de los bordes, algunos ornamentos en las puntas, unas armas o monograma en el centro y sólo los lomos ofrecen decoración más rica. En compen­sación, la cabritilla es de calidad selecta y es evidente que una nueva sensibilidad por la calidad de la super­ficie de la piel provocó esta reacción contra el dorado excesivo. 
Los marcos originales de Le Gascón fueron siendo am­pliados poco a poco con nuevas variantes (entre otros, los llamados hierros de Duseuil), puestos en venta por los grabadores junto a los ejecutados por los artistas para el uso de los encuadernadores. Los hierros en forma de rosetas o de abanico (fers a Véventail) obtuvieron espe­cial favor en Italia, donde se utilizaban además los gran­des escudos familiares, y hallaron también aceptación en Alemania, pero sólo los encuadernadores de Heidelberg, que habían conservado las tradiciones desde los tiempos de Otón Enrique, fueron capaces de alcanzar los mode­ los franceses.

La Guerra de los Treinta Años.
Las rapiñas de libros por los  suecos.

 Para Alemania la época posterior a 1620 fue en general un período de estancamiento o, más bien, de retroceso. La Guerra de los Treinta Años arruinó las fuerzas políticas y económicas del país y al empobrecimiento sucedió una extenuación cultural, de la que tardó en recuperarse.
 Fue esto exactamente lo que dio a los holandeses la oportunidad para erigirse en una posición preeminente como productores y distribuidores de libros. Cuanto se hizo en el arte de la ilustración en la Alemania del siglo xv fue en su mayoría eco del arte del grabado en cobre holandés o francés. 
La tipografía del siglo xv no puede, en términos generales, compa­rarse con la de los siglos precedentes, sino que pertenece a lo más pobre de la imprenta alemana. Vieron la luz en Alemania multitud de publicaciones, en especial las de tipo de edificación espiritual, pero su presentación tipográfica alcanza, por lo general, un ínfimo nivel y cada progreso en el arte de la imprenta estaba frenado por rígidas normas gremiales que hasta comienzos del siglo xix estuvieron vigentes con todo rigor. 
El comercio alemán de libros se mantuvo esencialmente de impresiones fraudulentas, que convertían en ilusorios los derechos del autor y contra las que se intentó luchar por medio de privilegios, que ofrecían el inconveniente de que no podían imponerse en un país tan fragmentado como el alemán. 
También los impresores daneses sufrieron esta plaga; no sólo dentro de las fronteras del país se hacían reimpresiones de la literatura danesa, sino que los impresores del norte de Alemania, de Lübeck en especial, los imitaban, y multitud de libros daneses de entonces, que llevan Copenhague en el pie de imprenta, fueron en realidad impresos en Alemania. En el campo de la encuadernación, los alemanes siguieron viviendo de las tradiciones del siglo xvi, pero la maestría artesana que había dado carácter a las viejas encuadernaciones se fue haciendo cada vez más rara, y la familiaridad de los en­cuadernadores de Heidelberg con las nuevas formas esti­lísticas francesas es una de las pocas excepciones, que confirman la regla. Si el desorden de las guerras de religión, junto con las restantes circunstancias mencionadas, tuvo un efecto paralizador sobre la producción del libro alemán, las consecuencias de la guerra fueron aún más funestas para las bibliotecas del país. 
La más antigua de las bibliotecas universitarias alemanas, la célebre Biblioteca Palatina de Heidelberg, una de las más notables de la época, fue en 1623, a raíz de la conquista de la ciudad por las tropas de Tilly y sufrir el saqueo de las huestes católicas, regalada por su jefe, el emperador Maximiliano de Raviera, al Papa, quien la incorporó a las colecciones del Vaticano. Pero por el lado protestante se produjo más tarde una cumplida represalia. Cuando Gustavo Adolfo de Suecia reunió la resistencia protestante ante el victorioso avance de los católicos, practicó por dondequiera que fue la incautación de las bibliotecas, especialmente de los colegios de los jesuitas, y aquellos países que fueron teatro de su lucha vieron emigrar sus bibliotecas, una tras otra, como botín de guerra a Suecia. 
En 1620 había fundado Gustavo Adolfo la Universidad de Uppsala y a ella hizo donación de gran parte de las bibliotecas incautadas de Riga y Prusia; a éstas se unieron más tarde una serie de bibliotecas del sur de Alemania. La época de esplendor en la historia de las bibliotecas suecas, así iniciada, se continuó tras la muerte de Gus­tavo Adolfo, porque los nobles suecos que servían como oficiales en el ejército o en el Estado Mayor supieron aprovechar cumplidamente la fortuna de la guerra en beneficio del Estado o en el suyo propio. Desde la antigüedad hasta los tiempos más recientes, el pillaje de bibliotecas por los ejércitos victoriosos ha sido uno de los fenómenos de todas las grandes guerras, pero sólo durante la segunda Guerra Mundial se practicó de formatean sistemática como durante la época de la hege­monía sueca.
 Con la diferencia de que, así como los suecos consiguieron aplicar la prescripción adquisitiva a lo de que un día se apoderaron, los tesoros bibliográficos arrebatados durante las guerras posteriores han tenido que ser devueltos por regla general al declararse la paz. Durante la última etapa de la guerra de los Treinta Años las víctimas fueron en especial las bibliotecas de los conventos de Bohemia y de Moravia. Cuando el asalto de los suecos a Praga en 1648, lograron un rico botín de libros, en especial la espléndida colección de los reyes de Bohemia en Hradschin, que contenía, entre otros, el manuscrito en pergamino probablemente más extenso (gigas librorutn) que nunca haya existido, la Biblia de los Diablos. Junto con el resto de la biblioteca real de Bohemia fue llevado a Estocolmo e incorporado a la biblioteca de la reina Cristina. 
Cuando ésta marchó de Suecia, llevó consigo gran parte de su biblioteca — la mayoría de los manuscritos, por ejemplo, se encuentran en el Vaticano— , pero la parte que quedó dio base para la biblioteca real de Estocolmo y fue incrementada en forma considerable con el botín hecho durante las guerras de Carlos Gustavo en Polonia y Dinamarca.
 De estas conquistas bélicas se abastecieron también considerablemente muchas de las bibliotecas de la nobleza sueca. Varios de los grandes estadistas, Axel y Erik Oxenstierna, Schering Rosenhane, Claes Rálamb, sin olvidar al hermano político de Carlos Gustavo, el canciller real Magnus Gabriel de la Gardie, fueron, como Richelieu o Mazarino, hombres muy instruidos e interesados en literatura. De la Gardie realizó importantes adquisiciones en Dinamarca; compró la colección del cronista real, el profesor Stephan Hansen Stephanius, que contenía importantes fuentes para la historia de Dina­marca y un célebre manuscrito de la Edda más moderna, y como botín de guerra obtuvo, entre otras, la biblioteca de Gunde Rosenkrantz, que comprendía parte de la colección de Anders Sørensen Vedel. Bajo Carlos XI las posesiones de De la Gardie, como las de otros nobles, pa­saron a la Corona, y después de su muerte fueron dona­das al archivo de antigüedades y a la biblioteca de la Universidad de Uppsala, que de este modo pasó a poseer la antes mencionada Biblia gótica del obispo Ulfila (el Codex argenteus), que había sido objeto de botín en Praga y más tarde adquirida por De la Gardie.

 Los coleccionistas daneses.

Así como las colecciones de De la Gárdie y, con ello, también su parte danesa, se conservan aún, no aconteció lo mismo con otra gran biblioteca privada danesa que pasó a ser de propiedad sueca. El magistrado de Ringsted, Jørgen Seefeld poseía más de 25.000 volúmenes, en especial manuscritos en noruego-islandés y muchos impresos raros. La totalidad de esta extraordinaria colección pasó a Corfitz Ulfeld, que en pago por su colaboración con los suecos obtuvo de ellos permiso para apoderarse de ella y conducirla a Malmo. 
Pero más tarde, tanto esta colección como los libros del propio Ulfeld fueron incautados por el gobierno sueco e incorporados a la Biblioteca real de Estocolmo y cuando ésta, en su mayor parte, fue pasto de las llamas en el incendio del palacio de 1697, en ellas desapareció también la legendaria colección de Seefeldt; sólo un resto insignificante, como algunas de las muchas ediciones de la Biblia, pasó, tras varias vicisitudes, a ser propiedad del representante sueco Peter Julius Coyet y cuando sus propiedades fueron saqueadas en 1710 por las tropas danesas, regresaron estos libros de nuevo a la patria de Seefeldt, Dinamarca. 
Aunque J0rgen Seefeldt puede ser, con mucho, con­siderado como el primer coleccionista danés del siglo xvii, hubo sin embargo muchos otros que merecen ser recordados. El célebre autor de la gran obra tipográfica el Atlas Danés de Resen, el profesor Peder Hansen Resen, reunió a lo largo de una generación una biblioteca especializada en literatura nórdica y ciencias jurídicas y, en 1675, la donó a la biblioteca de la Universidad de Copenhague. Esta fue incrementada a lo largo del tiempo con muchos donativos; por un lado, Cristian IV regaló en 1605 la mayor parte de la biblioteca de Palacio; por otro, recibía las herencias de los cronistas rea­les, que comprendían multitud de manuscritos medieva­les y otras fuentes para la historia danesa y noruega. 
Pero su incremento había sido sumamente desigual y la colección de Resen llenó importantes huecos en las existencias, ya que, como se ha dicho, había dado mucha importancia a la literatura escandinava. La época de los polígrafos Un paralelo al interés mostrado por Resen hacia la literatura nacional era raro entonces en los países nórdicos. 
En ellos, como en el resto de Europa, tienen las colecciones de libros en general un sentido cosmopolita; la literatura científica se encontraba aún en su mayor parte envuelta en su túnica latina, y dentro de la literatura piadosa y de entretenimiento los coleccionistas cultivaron los autores franceses, italianos y españoles contemporáneos, y en parte también los holandeses, alemanes e ingleses. Y así como las colecciones tenían, en cuanto al idioma, un carácter internacional, en relación al contenido tenían también una gran variedad. Nos encontramos en la época de los polígrafos, en que la ciencia tenía una base internacional y la especialización era todavía una noción desconocida. 

Los eruditos podían abarcar casi todas las materias — repetidamente se ve a un profesor tanto dar lecciones de una disciplina como de otra y aparentemente dominarles con igual presteza— . Toda la tendencia enciclopédica de esta época, que también es característica de gran parte del si­glo xv , imprime su sello en las bibliotecas y sus hombres. El polígrafo típico lo encontramos en el excén­trico italiano Antonio Maggliabecchi, sobre cuya fantás­tica memoria corrieron tantas extrañas historias como sobre el increíble desorden con que vivía entre sus in­mensos montones de libros.

Fundación de las Bibliotecas Nacionales.

 La Biblioteca Real de Copenhague

 Maggliabecchi fue bibliotecario del Gran Duque Cos­me III en Florencia, de cuya colección se deriva la actual Biblioteca Nacional italiana. Varias otras de las bibliotecas nacionales de hoy día tienen su origen en las bibliotecas reales del siglo xvii o fueron notablemente aumentadas en aquella época. Incluso en la Alemania devastada por la guerra pueden encontrarse ejemplos en este sentido. 
En 1659 el gran elector Federico Guiller­mo firmó un documento en su campamento de Viborg (Jutlandia) según el cual la biblioteca real de Berlín que­ daba abierta al público, aunque este término tenía un sentido más limitado que en la actualidad, y con ello se puso el fundamento para la Biblioteca Nacional del más tarde Estado de Prusia. 
Ya en los primeros años del siglo el duque Augusto de Braunschweig-Lüneburg había comenzado a reunir una biblioteca, que a su muerte era considerada la mayor de Europa, y de la cual él mismo había redactado un catálogo de cerca de 4.000 páginas. Fue esta misma biblioteca la que más tarde tuvo como celoso director al célebre polígrafo y filósofo G. W. Leibnitz, y actualmente es la biblioteca Wolfenbüttel, una de las joyas en la impresionante cadena de bibliotecas de la Alemania anterior a la última guerra mundial.
 Ya se ha mencionado la influencia de la reina Cristina sobre la Biblioteca Real de Estocolmo. De la misma ma­nera, un edificio en Slotholmen, en Copenhague, al­bergaba la biblioteca de Federico III, base de la Biblioteca real actual. En 1661 obtuvo Federico III, por legado testamentario, la gran colección del senescal Joachim Gersdorff, compuesta por cerca de 8.000 vo­lúmenes, y en el siguiente año adquirió dos bibliotecas más de aristócratas. 

Con anterioridad había comprado al hijo del astrónomo Kepler las anotaciones dejadas a su muerte por Tycho Brahe, y obtuvo del obispo islandés Brynjólfur Sveinsson quince manuscritos islandeses antiguos, entre ellos los Eddas antiguo y nuevo, el magno manuscrito de sagas,  con narraciones de la arribada de los escandinavos a América (Vinland), así como otros valiosos manuscritos en pergamino que continúan figurando entre los tesoros de la Biblioteca real de Copenhague *. 
En Peder Griffenfeld encontró el rey un eficaz bibliotecario y cuando pronto los locales en el palacio resultaron insuficientes, ordenó la construcción del edificio antes citado, que continuó siendo sede de la biblioteca hasta 1906. Federico III adquirió en el extranjero gran cantidad de literatura reciente y de las subastas de libros, recién iniciadas en Copenhague, tomó sin retribución alguna cuanto se le antojaba; a su muerte las colecciones contaban con cerca de 20.000 volúmenes.
 Bajo Cristián V el crecimiento no fue tan importante, pero en sus últimos años introdujo, según el ejemplo francés, el depósito legal, según el cual todo aquel que imprimiese una obra debía entregar cinco ejemplares a la biblioteca del rey.


EL SIGLO XVIII

El arte de la viñeta en la época rococó.

El pesado estilo barroco, que durante los primeros años de Luis XV dominaba aún las artes, entre ellas la del libro, no congeniaba ni con las formas ni con el concepto de la vida que caracterizaban a las clases superiores del siglo xviii . 
La corriente de fuerza social que lentamente fermentaba en amplios estratos hasta, al fi­nal, en los últimos años del siglo, encontrar su expansión en la Revolución francesa, era todavía sumamente débil y no visible en la superficie; todo era en ella paz y son­risas, por lo menos mientras la Corte y la nobleza daban la nota, mientras el pueblo se mantenía aparte y miraba deslumbrado por el brillo.
 Y para las clases altas la vida sólo merecía ser vivida si formaba una incesante suce­sión de deleites y de fiestas. Nunca el erotismo ligero y frívolo ha caracterizado de igual modo la fisonomía total de una época como entonces: el diosecillo alado porta­dor de la flecha es el símbolo del período; en literatura, la poesía pastoril es una de las formas favoritas; en arte, las escenas eróticas son un tema sin cesar recurren­te, e incluso en la vida política aparece la huella erótica a través de las intrigas de las favoritas reales en favor o en contra de los ministros en boga.
 Esta forma de vida encuentra su expresión artística en el estilo rococó; el heredero brillante y ligero, alegre y elegante, de lo pesado y pomposo. En el mundo del libro, los pequeños formatos van desplazando cada vez más los grandes infolios, y el grabado en cobre adquiere una plaza aún más destacada y un papel más decorativo en la presentación del libro que anteriormente. No se provee a los libros sólo con ilustraciones propiamente dichas, sino que a manos llenas se cubren las páginas de viñetas: como cabeceras (fleurons) ante el comienzo de cada capítulo o como culs de lampe a su final. 
Amorci­llos volanderos, ceñidos por guirnaldas de rosas, son frecuentes motivos de las viñetas (llamadas así por haber sido la vid uno de los primeros motivos empleados en ellas), y los ornamentos rococó, con sus líneas en forma de C y de S, predominan en las orlas.

 Tal ornamentación se ha liberado con ello de la estricta simetría hasta en­tonces dominante; sus motivos principales se disponen de modo más o menos asimétrico: conchas, palmas, ramos de flores y festones de flores y frutas. Una serie de dibujantes y pintores franceses eminentes llevaron pronto a la perfección el arte rococó del libro e incluso artistas flamencos, suizos, alemanes e ingleses, que en gran número trabajaban en París, asimilaron por completo el estilo francés. Con sus primorosas líneas, que de tan soberbio modo se acomodan al carácter del grabado en cobre y a los temas de las ilustraciones, estos artistas crearon libros que responden exactamente a la alegría de vivir y al gusto refinado de la época, que pre­cisamente ha encontrado en los libros con viñetas una de sus expresiones más características.
 Pero, al igual que en muchos libros del Renacimiento, existe con frecuencia una desproporción entre el contenido de la ilustración y el del texto; el primero domina a costa del segundo, y casi todo el cuidado y el interés se emplean en las ilustraciones y en la decoración. 

Como en la época barroca, también la rococó puede mostrar muchos libros pura­mente de láminas: series de diseños arquitectónicos, de mobiliario o de ornamentación, obras de arqueología, bo­tánica o zoología, ilustraciones de viajes por países ex­traños, etc., y en ellos predomina aún el gran formato. Pero la mayor parte de los libros de la época rococó típicos son, como se dijo antes, en octavo o dozavo.
 Uno de los primeros ejemplos de este nuevo tipo de libro lo presenta la edición publicada en París en 1718 de la novela pastoril del escritor erótico griego Longo, Dafnis y Cloe, ilustrada con grabados tomados de pinturas por nadie menos que el duque Felipe de Orleans, regente de Francia durante la minoría de Luis XV. 
El auténtico florecimiento del arte de la viñeta no se inicia sin embargo hasta 1734, con una edición de Moliére ilustrada, entre otros, por el célebre pintor Boucher, con más de 200 viñetas. Se ha conseguido en ellas, por medio de la disposición de luces y de sombras, y de la pers­pectiva, el dar a la ilustración un efecto espacial más efectivo de lo que pudiera creerse posible dados sus modestos medios.

 Este talento se repite más o menos en otros artistas que se dedicaron al servicio del arte del libro: Cochin el Toven, Choffard, Eisen, Marillier y, sobre todo, Gravelot y Moreau el Joven. Charles Nico­ lás Cochin el Joven inició la portada grabada en cobre en la que el título se destaca en caracteres recortados y grisáceos. Era un espléndido dibujante y empleó su gran talento decorativo en sus innumerables viñetas. Pierre Philippe Choffard diseñó con maestría una multitud de viñetas para cabeceras y remates (en-tétes y culs \de lam­ pe), entre otros libros, para la edición de los Contes et nouvelles de La Fontaine publicada en 1762 por los arrendatarios de la recaudación de impuestos («les fermiers généraux»). 

Las ilustraciones de este libro son debidas a Charles Eisen, artista flamenco que alcanzó gran fama por la composición de sus láminas. Tuvo un éxito extraordinario al ilustrar libros con temas eróticos como Le temple de Gntde de Montesquieu, en 1772, o la co­lección de versos frívolos del mediocre poeta Dorat, Les baisers, de 1770, a lo que su estilo coquetón y lige­ramente afectado venía como anillo al dedo. 

Pierre Clément Marillier alcanzó fama por sus ingeniosas viñetas, en número superior a 200, para las fábulas de Dorat (1775), entre otras obras, y Hubert Frangois Gravelot ilustró en un estilo un poco más severo, pero también más lleno de carácter, obras como los cuentos morales de Marmontel (1765) y la edición de Corneille por Voltaire (1764). Como extraordinario dibujante y grabador que era, supo con gran delicadeza reflejar el ambiente y la vida de la aristocracia.
 El más dotado de todos fue, sin embargo, Jean Michel Moreau (llamado Moreau el Joven). En contraste con los demás, puso mucho empeño en realizar sus dibujos del natural, por lo que los suyos poseen una mayor fres­cura que los restantes libros ilustrados de la época rococó, pues no puede negarse que en torno a varios de éstos flota un ambiente de picardía, por grande que sea el arte en ellos desplegado — autores como Boccaccio o Aretino podían indudablemente invitar a los artistas a caer en el exceso de la alusión erótica, pero incluso las ediciones de Horacio y Ovidio no se libraban siempre de ella— .

 Las ilustraciones de Moreau carecen por com­pleto de este aroma de gabinete íntimo; en él se encuentra la gracia natural que tiende un velo sobre lo esca­broso y lo convierte en atractivo. Es un apasionado de la naturaleza y nadie mejor que él supo dar expresión gráfica al espíritu de Rousseau, como lo hizo en la edi­ción de 1774-1783.
Su obra maestra son las 24 grandes láminas que realizó para la obra Monument du costume (1775-83), álbum que describe la vida cotidiana de las clases superiores y cuyas láminas se han hecho famosas por su composición casi impresionista y el audaz parti­ do sacado al juego de luz y sombra. Otra de las obras maestras de Moreau son las ilustraciones a la edición Kehl de las obras de Voltaire (1784-89). Peculiar de todos los artistas citados es su falta de interés por la psicología de los personajes — los rostros por lo general carecen de expresión— . 

Por el contrario, la atención se concentra en el ambiente, las figuras y los trajes. Todo esto les era familiar por su convivencia con la aristocracia, ya que su posición social no era la de un artesano, como en los tiempos anteriores; se consideraban como pertenecientes a la clase superior y tra­bajaban en estrecho contacto con los bibliófilos y con los autores y editores célebres de su tiempo. Algunos de los libros ilustrados con viñetas se graba­ban enteramente en cobre, de forma que incluso él texto se dibujaba y grababa, pero en la mayor parte el texto era de composición. Los tipos utilizados eran derivaciones de la letra romana, de Garamond, pero modernizada. 

En la ya mencionada Imprenta Real del Louvre, de donde salieron muchos de los mejores libros ilustrados con vi­ ñetas, se utilizaba especialmente un tipo diseñado por Philippe Grandjean y llamado romain du roi, tipo roma­ no del rey; se le reconoce en que las tiene una pequeña prolongación en el lado izquierdo. Son unos tipos ele­gantes, pero no pueden compararse con los caracteres de Garamond. Algo más próxima a éstos, pero sin alcanzar su altura, se encuentra la romana diseñada por Pierre Simón Fournier. Fue el tipógrafo más famoso en la Euro­pa de la mitad del siglo y el conjunto de su ornamenta­ción se hizo extraordinariamente popular.

 A los caracteres de la época rococó pertenece también un tipo de letra de trazos muy finos; se llama poétique, porque se presta especialmente a la composición del verso. La bibliofilia francesa En conexión con el gran desarrollo del arte del libro en la Francia del rococó, se encuentra el florecimiento de la bibliofilia. El coleccionar libros, que había estado ya de moda en tiempos anteriores entre las clases superiores, se impuso en forma aún más refinada en tiempos de Luis XV y Luis XVI. 

Este interés por la bibliofilia se manifestó en la considerable demanda de libros ilustrados con viñetas; de no haber sido así, no hubieran podido obtener estas costosas obras una salida tan fácil, y sin él no hubieran tenido empleo lucrativo los dibujantes y grabadores, tanto que, con frecuencia, se encontraban abrumados bajo los innumerables encargos que les llovían. 

Pero no fueron sólo los libros de la época los que proporcionaban dinero; los ricos coleccionistas franceses se interesaron también por la literatura de los siglos pre­cedentes: las obras de «les grands écrivains», los sun­tuosos tratados de historia del arte o de ciencias natura­ les, narraciones de viajes y ediciones de mapas, las mag­nas ediciones de clásicos griegos y latinos — muy solici­tada fue, así, la edición (1674-1730), mandada impri­mir por Luis XIV , de una serie de escritores clásicos «ad usum Delphini» (para el uso del Delfín, o heredero del trono), y en la cual todos los pasajes escabrosos ha­bían sido omitidos— . 

El gran número de coleccionistas proporcionó un campo favorable para las muchas subas­ tas de libros que entonces se celebraban en París, y en las cuales los precios de las ediciones más buscadas fue­ ron creciendo progresivamente. Fueron buenos tiempos para los libreros al aire libre que se habían instalado en el Pont Neuf y en los muelles del Sena y en cuyos ca­ jones, entre toda clase de morralla, podían encontrarse libros a la vez raros y bellamente decorados. 

El Gobier­no miraba de reojo a estos vendedores irregulares, por­ que se sospechaba — a veces con razón— que vendían textos prohibidos por la censura política y la eclesiástica, y los libreros regulares, que en Francia se encontraban perfectamente organizados desde tiempos antiguos, inten­taron también hacerlos desaparecer. A pesar de todas las persecuciones, los bouquinistes, llamados así del holan­dés boektn (libro pequeño, en francés botiquín), consi­guieron mantenerse en su sitio. 

El más importante — por lo menos, en cuanto a cantidad— de los numerosos coleccionistas franceses del si­glo xxiii fue el duque Louis de la Valliére, que comenzó sus actividades coleccionistas en 1738 en la gran subasta de los libros del embajador de Sajonia en París, el conde Karl Heinrich von Hoym, compuesta de buscados ejem­plares en encuadernaciones de lujo. El duque aumentó su colección a través de una larga serie de subastas y él mismo organizó tres importantes con el objeto de des hacerse de ejemplares duplicados.
 Entre las piezas más características de la colección se encontraba el único ejemplar existente del álbum Tableaux des moeurs du temps, cuyas livianas representaciones de la vida galante estuvieron casi a punto de acarrear su destrucción.

 La colección de La Valliére tuvo fama europea y cuando fue puesta a la venta en 1784, tras la muerte del duque, constituyó una ocasión en que coleccionistas de todos los puntos de Europa se dieron cita en París. La subasta duró 181 días y produjo un total de unos 465.000 fran­cos. El álbum Tableaux des moeurs ha sido subastado varias veces después: en 1894 fue vendido por 25.000 francos. Parte de la colección de La Valliére no fue vendida en pública subasta, sino traspasada privadamente al marqués de Paulmy, cuyos libros más tarde fueron ven­didos a Carlos X y constituyeron la base de una de las bibliotecas públicas de París, la del Arsenal. 

Entre las instituciones que se aprovecharon de la subasta de La Valliére figuraba la biblioteca del rey (bibliotéque du roi), que en suma se benefició de la actividad de los grandes coleccionistas privados, ya que se fue incrementando repetidamente por medio de donativos o compra de bibliotecas particulares o parte de ellas. De Oriente fueron llevados a París muchos tesoros bibliográficos y de los embajadores franceses en el extranjero, entre otros el embajador en Copenhague, el conde de Plélo, se recibían asimismo valiosas remesas. La biblioteca compren día también una colección de grabados y de monedas y gozaba justa fama de ser el mayor y más rico tesoro bi­bliográfico del mundo civilizado, así como París fue la ciudad de Europa que en el siglo xviii contaba con más y más valiosas bibliotecas. 

Y cuando muchas de ellas, a lo largo del siglo, fueron abriendo sus colecciones al público, es fácil comprender que los estudiosos de todos los países buscasen ir a París para tener ocasión de uti­ lizarlas. El modelo «á la dentelle» en la encuadernación. El arte del ex-libris La Corte y muchos de los aristócratas bibliófilos del tiempo de Luis XV emplearon como encuadernador a Antoine Michel Padeloup, que ha alcanzado considerable fama en la historia de la encuadernación. Algunas de las encuadernaciones realizadas para la esposa de Luis XV, la reina María Leszcinska, y para la favorita, madame de Pompadour, están firmadas con el rótulo de Padeloup, así como otras para la colección del conde Von Hoym; para el rey encuadernó en tafilete rojo una selección de obras salidas de la imprenta real que describen y enaltecen las festividades de Palacio. 
Trabajó, como otro céle­bre encuadernador de la época, Le Monnier, en una técnica que más tarde se hizo muy popular, el mosaico de piel, por el que se agrupaban en las tapas trozos de cuero de color diferente, al estilo de una alfombra o un tapiz. Pero principalmente fue iniciador del modelo de encaje (fers a la dentelle) o, en todo caso, lo desarrolló de modo extraordinario. Los encajes desempeñaban un gran papel en los trajes de la época y esto llevó a trasladar sus ca­prichosas combinaciones a los hierros del encuadernador. En la producción del libro rococó de los coleccionistas franceses, las encuadernaciones «á la dentelle» adquirie­ron pronto un lugar preeminente. 
Por lo general, se encuentran decoradas con un amplio borde de encaje que se amplía hacia la parte media de la tapa, para dejar lugar a la marca del propietario, su super-libris. En multitud de encuadernaciones este modelo ha sido repetido y variado; también se decoraba el lomo, con frecuencia con una flor estilizada en cada uno de los tramos y pequeños ornamentos en los ángulos de éstos. Los cortes están dorados, pero raramente cincelados como en las encuadernaciones del siglo xvii . 

El encuadernador Jacques Antoine Derome y su hijo, Nicolás Denis Derome, emplearon el diseño de encaje en sus encuadernaciones con especial agilidad y maestría; parte de ellas se caracterizan por figurar en los ángulos de la decoración un pajarillo con las alas abiertas. Otros dos nombres famosos de la misma época son el encuadernador del duque de Orleans, Du Seuil y Pierre Paul Dubuisson. 
Hay una cierta elegancia festiva en estas encuadernaciones francesas de la época rococó, que queda acentuada por el rojo de la piel, pero de la ornamentación típica mente rococó ofrecen sólo escasas muestras. Las típicas líneas rococó en forma de C y S se encuentran sólo ex­cepcionalmente en las encuadernaciones del siglo xvii y la mayor parte de las que ostentan decoración rococó corresponden a una edad posterior, el neo-rococó. 

En cambio, el rococó típico se encuentra frecuentemente en los ex-libris con los que los bibliófilos equipaban sus libros para de este modo señalarlos como de su propiedad. 
Ya existe esta costumbre en los siglos xv y xvi, en que estas marcas de propiedad se grababan en madera, pero durante los siglos xvii y xviii se generaliza cada vez más el uso del ex-libris, a medida que la bibliofilia va tomando creciente carácter de moda y entonces se grababan en cobre. 

En el interior de la tapa se pegaba una hoja, de tamaño más o menos grande, con información obre quién era el propietario del libro, bien exhibiendo sus iniciales o su nombre íntegro que con una representación de su escudo, enmarcado en un rótulo. Los elementos heráldicos son, por lo general, de uso corriente, incluso los que adoptan la forma de una pequeña representación alegó­rica.

 Estos ex-libris pueden tener un carácter simbólico o reproducir el interior de la biblioteca del propietario o mostrar una pequeña viñeta con un paisaje. Un bello ejemplo de la última clase es el ex-libris debido a uno de los mejores artistas daneses en este género, O. H. de Lode, y en el cual un joven tendido al pie de un árbol lee un libro; no contiene nombre alguno, pero las iniciales de su lema: Fallitur hora legendo (con la lectura se mata el tiempo), se supone que significan Frederici Hornii líber y se refieren al jurista Fr. Horn. Como éste, muchos ex-libris contienen lemas de sus propietarios. La mayor parte de los grandes ilustradores franceses de la época rococó diseñaron ex-libris, muchos de los cuales son pequeñas obras maestras. 

 La bibliofilia en Inglaterra.
 Fundación del British Museum

 La bibliofilia francesa fue, como tantas otras modas francesas del siglo xviii , copiada en los medios reales y aristocráticos de Europa entera. Aunque en ningún otro lugar alcanzasen tanto esplendor como en Francia, las costumbres de la corte del Rey Sol y sus sucesores fueron imitadas más o menos conscientemente. [Dentro de esta corriente cultural de influencia francesa se sitúa la fundación por Felipe V, en 1711, de la Biblioteca Real, luego llamada Nacional, de Madrid, justo orgullo de los españoles, y extraordinariamente rica en manuscritos y en ediciones de los siglos xvi y xvii .

La Biblioteca Nacional goza del privilegio de recibir gratuitamente ejemplar de todos los libros producidos en España. Derivado del derecho que confería a la Real Biblioteca el decreto de Felipe V en 26 de julio de 1716 (y con antecedentes en los beneficios de que había disfrutado la Biblioteca de El Escorial acaso desde el siglo xvi), han tenido siempre escasos efectos prácticos como recurso para acrecentar los fondos de la Biblioteca, hasta que una reglamentación bien orientada a partir del decreto de 23 de diciembre de 1957 ha logrado una aportación fundamental. 
Aparte del valor material de los libros (también revistas, folletos, hojas sueltas, discos fonográficos, películas, etc.), con el buen funcionamiento del servicio de Depósito Legal se ha logrado mejorar el conocimiento de la bibliografía española y el de la estadística de la acti­vidad editorial.] Incluso la nobleza inglesa, que se agrupaba en la corte de Jorge I, se encontraba fuertemente influida por las modas francesas; entre sus miembros se contaban muchos bibliófilos y, como en Francia, la actividad de los coleccionistas particulares tuvo gran importancia para el establecimiento de las bibliotecas públicas. 

En Inglaterra, sin embargo, se producía la especial circunstancia de que la biblioteca particular del rey no llegó a convertirse, como en otros países, en la biblioteca nacional del país; esta fue creada cuando el Parlamento acordó en 1753 la adquisición de la colección de manuscritos y de libros que el médico John Sloane había dejado a su muerte. A ésta se unieron dos importantes colecciones de manuscritos, la de Robert Bruce Cotton y la de Edward Harley, y con ello se puso la base del mundialmente célebre British Museum; pocos años más tarde cedió Jorge II la biblioteca de Palacio, a la que correspondía el privilegio de recibir ejemplares de todos los libros ingleses. 
En 1759 fue abierta la nueva institución al público, con una Junta de Gobierno de 48 miembros, la mitad designados por el Estado. El citado Harley, conde de Oxford, había heredado de su padre, Robert Harley, una extraordinaria colección de libros y manuscritos, aumentada por él en tal medida que a su muerte constaba de 7.600 manuscritos, 40.000 cartas y documentos, 50.000 libros impresos, además de 400.000 folletos y varios — un digno paralelo de la co­lección de La Valliére en París— . 
En la colección Harley se encontraba un importante número de impresiones del tipógrafo inglés más antiguo, Caxton, y de sus inmediatos sucesores, lo que demuestra un interés por los incu­nables que no era todavía corriente.

 Cierto que un co­leccionista como el obispo de Ely, John Moore, cuyos libros compró Jorge I en 1715 para regalarlos a la biblioteca de la Universidad de Cambridge, había dedicado especial atención a ciertos de estos impresos ingleses pri­mitivos — los llamados black letters («letras negras»)— , pero el número de los coleccionistas de incunables no comienza a aumentar progresivamente hasta las últimas décadas del siglo xvii y los ingleses han ostentado en este terreno una posición de primacía hasta nuestros días.
 En la historia de la encuadernación inglesa se hace mención a un Harleian style, debido al tipo de encuadernación hecho para Harley. Su ornamentación se caracteriza por un centro encuadrado con una amplia orla en torno y una característica combinación de ornamentos «de encaje» con flores dibujadas naturalísticamente. Estas encuadernaciones se impusieron como el estilo de la época en Inglaterra, pero el gusto actual las encuentra pesadas y rígidas, y no pueden compararse corlas encuadernaciones que se hacían por entonces en Escocia, de­coradas con un tallo del que largas hojas dentadas se despliegan a ambos lados. La situación del libro en Alemania. 

Las bibliotecas uni­versitarias.

La bibliofilia francesa sirvió, por lo tanto, como modelo en Inglaterra, pero de ningún modo dio lugar a una imitación servil. Lo mismo ocurrió en Alemania, donde la influencia francesa fue por lo general más difusa., consecuencia natural de la composición fragmentaria del país alemán. La cultura y el espíritu franceses tuvieron, como es sabido, un celoso admirador en Federico el Grande, el amigo de Voltaire, quien además de ser un experto general fue también un lector fanático y él mismo autor extremadamente notable; la edición de sus obras en 25 volúmenes, de 1787-89, constituye, en cuanto a dimen­siones, una de las producciones tipográficas más considerables de la Alemania del siglo xviii . 
En sus residencias de Sans-Souci y de Potsdam poseía grandes colecciones e incluso cuando se encontraba en campaña llevaba consigo una biblioteca completa. Los autores racionalistas franceses en general constituían su lectura favorita, mientras que sus formatos preferidos eran los octavos y dozavos, hasta tal punto que evitaba en lo posible los cuartos y los folios. Siguiendo la moda francesa, mostraba su predilección por la encuadernación en tafilete rojo con estampados en oro.

 Al contrario de lo que pudiera esperarse, donde la bibliografía francesa tuvo importante influencia fue especialmente en la Alemania del Norte, en las provincias del Báltico y las ciudades hanseáticas, debido en gran parte a estrechas relaciones comerciales con Inglaterra, y en Sajonia, donde desde los días del Príncipe Elector Augusto las tradiciones francesas no se habían abandonado del todo. 
Dresde fue en el siglo xviii la patria de muchas grandes bibliotecas particulares; como en París, también allí se consideraba elegante el ser coleccionista y el que dio la pauta fue el conde Heinrich von Brühl, cuyos 62.000 volúmenes fueron a formar parte de la Biblioteca real (la actual Biblioteca nacional). A finales de siglo esta Biblioteca real fue abierta al público, pero en lo relativo a la organización interior la situación era más bien deficiente tanto en las bibliotecas de los príncipes como en las de las Universidades. 

En las últimas el cargo de bibliotecario solía ser una ocupación secundaria para uno de los profesores y sólo en casos excepcionales estos profesores-bibliotecarios se sentían obligados a hacer más que lo puramente imprescin­dible. Muchas bibliotecas universitarias se encontraban en una situación que recordaba la de las bibliotecas monásticas a fines de la Edad Media.
 El auxiliar de bibliotecario solía ser un estudiante, mediante una exigua retribución, y era sin duda éste quien realizaba la mayor parte del trabajo, pero teniendo en cuenta que los estudiantes carecieron hasta 1788 del permiso de usar las bibliotecas y que no se realizó ninguna catalogación esen­cial, el trabajo no pudo haber sido mucho.

Grandes bibliófilos.


(Reval, 15 de octubre de 1622-Sigtuna, 26 de abril de 1686) fue un noble, político y militar sueco, que llegó a ser el gobernante de facto de Suecia entre 1670 y 1682.

Desempeñó tres de los cinco cargos considerados Altos funcionarios del Reino (De högre riksämbetsmännen): Alto Tesorero, Alto canciller y Alto Intendente.

Era hijo del destacado militar Jacob De la Gardie y de Ebba Brahe. Su familia, de ascendencia francesa, era una de las más poderosas y ricas de la Suecia de ese tiempo. Después de haber recibido una excelente educación, Magnus Gabriel aprendió las artes guerreras bajo la enseñanza de Gustav Horn.
Durante el reinado de Cristina de Suecia, fue enviado en una misión diplomática a Francia, y al regreso contrajo matrimonio con María Eufrosina del Palatinado-Zweibrücken, la prima de la reina Cristina. Tras su matrimonio, Magnus Gabriel escaló en la política: fue Consejero del Reino y Gobernador de Sajonia durante la última etapa de la guerra de los Treinta Años, y en 1652 alcanzó también el cargo de Tesorero del Reino. 
En 1653 abandonó la corte, pero regresaría cuando Carlos X Gustavo asumió el poder. Por orden del rey, fue enviado como funcionario público a las provincias bálticas, donde también cumplió una función militar. Carlos Gustavo designó a Magnus como drost (una especie de supremo ministro de justicia) y como parte de la regencia durante la minoría de edad del nuevo monarca, Carlos XI, de 1660 a 1672.
Durante la regencia, De la Gardie se convirtió en el gobernante de facto de Suecia y encabezó una política bélica, dirigida a la participación sueca en los conflictos europeos. Para defender su postura, se enfrentó a la facción pacifista, que se inclinaba hacia el desarrollo de la economía en un ambiente de neutralidad.
La política de De la Gardie fue de adhesión a las campañas militares de Francia, basado en un subsidio que ese país otorgó a Suecia por motivo de la alianza. Suecia apoyó al candidato francés al trono polaco en 1661, y por el Tratado de Estocolmo de 1672 recibió 400 000 escudos anuales en tiempo de paz y 600 000 en tiempo de guerra. A cambio, Suecia mantenía un ejército de 16 000 hombres mercenarios dispuestos a atacar a los príncipes alemanes enemigos de Francia. Suecia se convirtió prácticamente en un estado mercenario.
El gobierno de De la Gardie resultó muy caro para el país, con consecuencias nefastas de empobrecimiento del Estado. La burocracia se fortaleció y los gastos del erario resultaron excesivos. 
La oposición creciente terminó por poner fin a la política dilapidadora. Aunque responsable de la crisis financiera, De la Gardie se retiró del gobierno tranquilamente, recibiendo permiso de residir en sus posesiones durante el resto de su vida. Viviría el resto de sus años en una relativa pobreza. Falleció en su castillo de Venngarn, cerca de Sigtuna, el 26 de abril de 1686. Sus restos reposan en el convento de Varnhem.

Magnus Gabriel De la Gardie es también conocido por su amor a la cultura. Escribió poemas y construyó varios castillos. Apasionado por la historia de su país, hizo construir un colegio que se dedicara a la preservación, estudio y difusión de la riqueza histórica sueca. Tenía también interés por la literatura española, y era poseedor de una biblioteca en idioma español.

Familia

De la Gardie (también de la Gardie), es el nombre de una distinguida familia noble sueca de origen francés.

El estatus social de la familia en Francia es incierto; el fundador, Ponce d'Escouperie, (Caunes-Minervois, circa 1520 - río Narva, Rusia, 5 de noviembre de 1585) hijo del comerciante Jacques Escoperie, señor de La Gardie, y de Catherine de Sainte-Colombe, fue a Suecia como mercenario en 1565 y tomó el nombre de Pontus De la Gardie cuando se registró para la Casa de Caballeros. Recibió el título de barón en 1571 y se casó con Sofía Johansdotter Gyllenhielm, una hija ilegítima del rey Juan III en 1580.
El título barón  terminó con el hijo mayor de Juan De la Gardie. El segundo hijo de Pontus De la Gardie, Jacob De la Gardie, recibió el título de conde de Läckö en 1615; su nieto Magnus Gabriel De la Gardie se convirtió en favorito de la reina Cristina y se casó con la prima de ella, la Condesa Palatina María Eufrosina de Zweibrücken (hermana de Carlos X Gustavo de Suecia).

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