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domingo, 18 de agosto de 2013

161.-Don Quijote de La Mancha y Miguel de Cervantes (I) .-a



Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; 

  


Introducción.

Don Quijote de la Mancha  es una novela escrita por el español Miguel de Cervantes Saavedra. Publicada su primera parte con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha a comienzos de 1605, es una de las obras más destacadas de la literatura española y la literatura universal, y una de las más traducidas. En 1615 apareció la segunda parte del Quijote de Cervantes con el título de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.
Don Quijote fue la primera obra genuinamente desmitificadora de la tradición caballeresca y cortés, por el tratamiento burlesco que da a la misma. Representa la primera obra literaria que se puede clasificar como novela moderna y también la primera novela polifónica, y como tal, ejerció un influjo abrumador en toda la narrativa europea posterior.
 Es el libro más editado y traducido de la Historia, sólo superado por La Biblia.

Estructura, génesis, contenido, estilo y fuentes.

La novela consta de dos partes: la primera, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, fue publicada en 1605; la segunda, Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, en 1615.

La primera parte se imprimió en Madrid, en casa de Juan de la Cuesta, a finales de 1604. Salió a la venta en enero de 1605 con numerosas erratas, por culpa de la celeridad que imponía el contrato de edición. Esta edición se reimprimió en el mismo año y en el mismo taller, de forma que hay en realidad dos ediciones de 1605 ligeramente distintas. Se sospecha, sin embargo, que existió una novela más corta, que sería una de sus futuras Novelas ejemplares. Fue divulgada o impresa con el título El ingenioso hidalgo de la Mancha. 
Esa publicación se ha perdido, pero autores como Francisco López de Úbeda o Lope de Vega, entre otros testimonios, aluden a la fama de esta pieza. Tal vez circulaba manuscrita e, incluso, podría ser una primera parte de 1604. También el toledano Ibrahim Taybilí, de nombre cristiano Juan Pérez y el escritor morisco más conocido entre los establecidos en Túnez tras la expulsión general de 1609-1612, narró una visita en 1604 a una librería en Alcalá en donde adquirió las Epístolas familiares y el Relox de Príncipes de Fray Antonio de Guevara y la Historia imperial y cesárea de Pedro Mexía. En ese mismo pasaje se burla de los libros de caballerías de moda y cita como obra conocida el Quijote. Eso le permitió a Jaime Oliver Asín añadir un dato a favor de la posible existencia de una discutida edición anterior a la de 1605.

La inspiración de Cervantes para componer esta obra vino, al parecer, del llamado Entremés de los romances, que era de fecha anterior (aunque esto es discutido). Su argumento ridiculiza a un labrador que enloquece creyéndose héroe de romances. El labrador abandonó a su mujer, y se echó a los caminos, como hizo don Quijote. Este entremés posee una doble lectura: también es una crítica a Lope de Vega; quien, después de haber compuesto numerosos romances autobiográficos en los que contaba sus amores, abandonó a su mujer y marchó a la Armada Invencible. Es conocido el interés de Cervantes por el Romancero y su resentimiento por haber sido echado de los teatros por el mayor éxito de Lope de Vega, así como su carácter de gran entremesista.
Un argumento a favor de esta hipótesis sería el hecho de que, a pesar de que el narrador nos dice que don Quijote ha enloquecido a causa de la lectura de libros de caballerías, durante su primera salida recita romances constantemente, sobre todo en los momentos de mayor desvarío. Por todo ello, podría ser una hipótesis verosímil. A este influjo se agregó el de Tirante el Blanco de Joanot Martorell, el del Morgante de Luigi Pulci y el del Orlando Furioso de Ludovico Ariosto. Otros críticos sostienen que es posible localizar la inspiración de Cervantes en El asno de oro de Apuleyo.
La primera parte, en que se alargaba la previa «novela ejemplar», se repartió en cuatro volúmenes. Conoció un éxito formidable y fue traducida a todas las lenguas cultas de Europa. Sin embargo, no supuso un gran beneficio económico para el autor a causa de las ediciones piratas.

 Cervantes sólo reservó privilegio de impresión para el reino de Castilla, con lo que los reinos aledaños imprimieron Quijotes más baratos que luego venderían en Castilla. Por otra parte, las críticas de carácter neoaristotélico hacia la nueva fórmula teatral ensayada por Lope de Vega y el hecho de inspirarse en un entremés en que se le atacaba, supuso atraer la inquina de los lopistas y del propio Lope; quien, hasta entonces, había sido amigo de Cervantes. Eso motivó que, en 1614, saliera una segunda parte de la obra bajo el nombre de Alonso Fernández de Avellaneda. En el prólogo se ofende gravemente a Cervantes tachándole de envidioso, en respuesta al agravio infligido a Lope. No se tienen noticias de quién era este Fernández de Avellaneda.
Un importante cervantista, Martín de Riquer, sospecha que fue otro personaje real, Jerónimo de Pasamonte, un militar compañero de Cervantes y autor de un libro autobiográfico, agraviado por la publicación de la primera parte, donde aparece como el galeote Ginés de Pasamonte. La novela no es mala y es posible, incluso, que se inspirara en la continuación que estaba elaborando Cervantes. Aun así, no es comparable a la que se imprimió después. Cervantes jugaría con el hecho de que el protagonista en su obra se entera de que existía un suplantador.

  

Primera Parte.

Empieza con un prólogo en el que se burla de la erudición pedantesca y con unos poemas cómicos, a manera de preliminares, compuestos en alabanza de la obra por el propio autor, quien lo justifica diciendo que no encontró a nadie que quisiera alabar una obra tan extravagante como esta, como sabemos por una carta de Lope de Vega.
En efecto, se trata, como dice el cura, de una «escritura desatada» libre de normativas que mezcla lo «lírico, épico, trágico, cómico» y donde se entremeten en el desarrollo historias de varios géneros, como por ejemplo: Grisóstomo y la pastora Marcela, la novela de El curioso impertinente, la historia del cautivo, el discurso sobre las armas y las letras, el de la Edad de Oro, la primera salida de don Quijote solo y la segunda con su inseparable escudero Sancho Panza (la segunda parte narra la tercera y postrera salida).
La novela comienza describiéndonos a un tal Alonso Quijano, hidalgo pobre, que enloquece leyendo libros de caballerías y se cree un caballero medieval. Decide armarse como tal en una venta, que él ve como castillo. Le suceden toda suerte de cómicas aventuras en las que el personaje principal, impulsado en el fondo por la bondad y el idealismo, busca «desfacer agravios» y ayudar a los desfavorecidos y desventurados. Profesa un amor platónico a una tal Dulcinea del Toboso; que es, en realidad, una moza labradora «de muy buen parecer»: Aldonza Lorenzo. El cura y el barbero del lugar someten la biblioteca de don Quijote a un expurgo, y queman parte de los libros que le han hecho tanto mal.
Don Quijote lucha contra unos gigantes, que no son otra cosa que molinos de viento. Vela en un bosque donde cree que hay otros gigantes que hacen ruido; aunque, realmente, son sólo los golpes de unos batanes. Tiene otros curiosos incidentes como el acaecido con un vizcaíno pendenciero, con unos rebaños de ovejas, con un hombre que azota a un mozo y con unos monjes benedictinos que acompañan un ataúd a su sepultura en otra ciudad.
 Otros cómicos episodios son el del bálsamo de Fierabrás, el de la liberación de los traviesos galeotes; el del Yelmo de Mambrino, que cree ver en la bacía de un barbero, y el de la zapatiesta causada por Maritornes y don Quijote en la venta, que culmina con el manteo de Sancho Panza. Finalmente, imitando a Amadís de Gaula, decide hacer penitencia en Sierra Morena. Terminará siendo apresado por sus convecinos y devuelto a su aldea en una jaula.
En todas las aventuras, amo y escudero mantienen amenas conversaciones. Poco a poco, revelan sus personalidades y fraguan una amistad basada en el respeto mutuo.
Cervantes dedicó esta parte a Alfonso López de Zúñiga y Pérez de Guzmán, VI duque de Béjar.

  

Segunda parte.

Portada de la primera edición de la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, Madrid, Juan de la Cuesta, 1615.
En el prólogo, Cervantes se defiende irónicamente de las acusaciones del lopista Avellaneda y se lamenta de la dificultad del arte de novelar. En la novela se juega con diversos planos de la realidad al incluir, dentro de ella, la edición de la primera parte del Quijote y, posteriormente, la de la apócrifa Segunda parte, que los personajes han leído. Cervantes se defiende de las inverosimilitudes que se han encontrado en la primera parte, como la misteriosa reaparición del rucio de Sancho después de ser robado por Ginés de Pasamonte y el destino de los dineros encontrados en una maleta de Sierra Morena, etc.
Así pues, en esta segunda entrega Don Quijote y Sancho son conscientes del éxito editorial de la primera parte de sus aventuras y ya son célebres. De hecho, algunos de los personajes que aparecerán en lo sucesivo han leído el libro y los reconocen. Es más, en un alarde de clarividencia, tanto Cervantes como el propio Don Quijote manifiestan que la novela pasará a convertirse en un clásico de la literatura y que la figura del hidalgo se verá a lo largo de los siglos como símbolo de La Mancha.
Cervantes, como narrador homodiegético, esto es, que interviene a la par como narrador y personaje, explica que había perdido los originales de la novela que como recurso literario atribuye a un autor árabe (Cide Hamete Benengeli), pero que consiguió recuperarla, de modo que puede seguir traduciéndola.
La obra empieza con el renovado propósito de don Quijote de volver a las andadas y sus preparativos para ello. Promete una ínsula a su escudero a cambio de su compañía, ínsula que, en efecto, le otorgan unos duques interesados en burlarse del escudero con el nombre de Barataria. Sancho demuestra tanto su inteligencia en el gobierno de la ínsula como su carácter pacífico y sencillo. Así, renunciará a un puesto en el que se ve acosado por todo tipo de peligros y por un médico, Pedro Recio de Tirteafuera, que no le deja probar bocado.
El 31 de octubre de 1615, Cervantes dedica esta parte a Don Pedro Fernández de Castro y Andrade, VII Conde de Lemos.


  

Interpretaciones del Quijote.

El siglo xx recuperó la interpretación jocosa como la más ajustada a la de los primeros lectores, pero no dejó de ahondarse en la interpretación simbólica. Crecieron las lecturas esotéricas y disparatadas y muchos creadores formularon su propio acercamiento, desde Kafka y Jorge Luis Borges hasta Milan Kundera. Thomas Mann, por ejemplo, inventó en su Viaje con Don Quijote (1934) a un caballero sin ideales, hosco y un punto siniestro alimentado por su propia celebridad, y Vladimir Nabokov, con lentes anacrónicos, pretendió poner los puntos sobre las íes en un célebre y polémico curso.
Quizá, el principal problema consista en que Don Quijote no es uno, sino dos libros difíciles de reducir a una unidad de sentido. El loco de 1605, con su celada de cartón y sus patochadas, causa más risa que suspiros, pero el sensato anciano de 1615, perplejo ante los engaños que todos urden en su contra, exige al lector trascender el significado de sus palabras y aventuras mucho más allá de la comicidad primaria de palos y chocarrerías.
Abundan las interpretaciones panegiristas y filosóficas en el siglo xix. Las interpretaciones esotéricas se iniciaron en dicho siglo con las obras de Nicolás Díaz de Benjumea La estafeta de Urganda (1861), El correo del Alquife (1866) o El mensaje de Merlín (1875). Benjumea encabeza una larga serie de lecturas impresionistas de Don Quijote enteramente desenfocadas; identifica al protagonista con el propio Cervantes haciéndole todo un librepensador republicano.
Siguieron a éste Benigno Pallol, más conocido como Polinous, Teodomiro Ibáñez, Feliciano Ortego, Adolfo Saldías y Baldomero Villegas. En 1967, la cabalista Dominique Aubier afirma que «Don Quijote es un libro que puede leerse a la vez en castellano y en hebreo». Según ella, Don Quijote (Q´jot en arameo significa verdad) se escribió en el marco de una preocupación ecuménica. En recuerdo de una España tierra de encuentro de las tres religiones reveladas, Cervantes propondría al futuro un vasto proyecto cultural colocando en su centro el poder del verbo.

A partir de 1925 las tendencias dominantes de la crítica literaria se agrupan en diversas ramas:
  1. Perspectivismo (Leo Spitzer, Edward Riley, Mia Gerhard).
  2. Crítica existencialista (Américo Castro, Stephen Gilman, Durán, Luis Rosales).
  3. Narratología o socio-antropología (Redondo, Joly, Moner, Cesare Segre).
  4. Estilística y aproximaciones afines (Helmut Hatzfeld, Leo Spitzer, Casalduero, Rosenblat).
  5. Investigación de las fuentes del pensamiento cervantino, sobre todo en su aspecto «disidente» (Marcel Bataillon, Vilanova, Márquez Villanueva, Forcione, Maravall).
  6. Los contradictores de Américo Castro desde puntos de vista diversos, al impulso modernizante que manifiesta El pensamiento de Cervantes de Castro (Erich Auerbach, Alexander A. Parker, Otis H. Green, Martín de Riquer, Russell, Close).
  7. Tradiciones críticas antiguas renovadas: la investigación de la actitud de Cervantes ante la tradición caballeresca (Murillo, Williamson, Daniel Eisenberg); el estudio de los «errores» del Quijote (Stagg, Flores) o de su lengua (Amado Alonso, Rosenblat); la biografía de Cervantes (McKendrick, Jean Canavaggio).
  8. Interpretación judía-cabalística, desde 1967: Don Quijote como obra mayor inspirada por el Zohar y encriptada en clave hebrea (Dominique Aubier, Reichelberg, Baruch, Mac Gaha).

  

El realismo en Don Quijote.

La primera parte supone un avance considerable en el arte de narrar. Constituye una ficción de segundo grado, es decir, el personaje influye en los hechos. Lo habitual en los libros de caballerías hasta entonces era que la acción importaba más que los personajes. Éstos eran traídos y llevados a antojo, dependiendo de la trama (ficciones de primer grado).
 Los hechos, sin embargo, se presentan poco entrelazados entre sí. Están encajados en una estructura poco homogénea, abigarrada y variada, típicamente manierista, en la que pueden reconocerse entremeses apenas adaptados, novelas ejemplares insertadas, discursos, poemas, etc.
La segunda parte es más barroca que manierista. Representa un avance narrativo mucho mayor de Cervantes en cuanto a la estructura novelística: los hechos se presentan amalgamados más estrechamente y se trata ya de una ficción de tercer grado. Por primera vez en una novela europea, el personaje transforma los hechos y al mismo tiempo es transformado por ellos. Los personajes evolucionan con la acción y no son los mismos al empezar que al acabar.
Como primera novela verdaderamente realista, al regresar Don Quijote a su pueblo, asume la idea de que no sólo no es un héroe, sino que no hay héroes. Esta idea desesperanzada e intolerable, similar a lo que sería el nihilismo para otro cervantista, Dostoyevski, matará al personaje que era, al principio y al final, Alonso Quijano, conocido por el sobrenombre de El Bueno.

  

Temática

La riqueza temática de la obra es tal que, en sí misma, resulta inagotable. Supone una reescritura, recreación o cosmovisión especular del mundo en su época. No obstante, pueden dibujarse algunas directrices principales que pueden servir de guía a su lector.
El tema de la obra gira en torno a si es posible encontrar un ideal en lo real. Este tema principal está estrechamente ligado con un concepto ético, el de la libertad en la vida humana, como ha estudiado Luis Rosales; Cervantes estuvo preso gran parte de su vida y luchó por la libertad de Europa frente al Imperio Otomano.

¿A qué debe atenerse el hombre sobre la realidad?
 ¿Qué idea puede hacerse de ella mediante el ejercicio de la libertad?
 ¿Podemos cambiar el mundo o el mundo nos cambia a nosotros? ¿Qué es lo más cuerdo o lo menos loco? 
¿Es moral intentar cambiar el mundo?
 ¿Son posibles los héroes? 

De esta temática principal, estrechamente ligada al tema erasmiano de la locura y al tan barroco de la apariencia y la realidad, derivan otros secundarios:

El ideal literario: el tema de la crítica literaria es constante a lo largo de toda la obra de Cervantes. Se encuentran en la obra críticas a los libros de caballerías, las novelas pastoriles y la nueva fórmula teatral creada por Félix Lope de Vega.

El ideal de amor: La pareja principal (Don Quijote y Dulcinea) no llega a darse, es por eso que aparecen diferentes historias de amor (mayormente entre parejas jóvenes), algunas desgraciadas por concepciones de vida rigurosamente ligadas a la libertad (Marcela y Grisóstomo) o por una inseguridad patológica (novela inserta del curioso impertinente) y aquellas que se concretan felizmente (Basilio y Quiteria en las «Bodas de Camacho»). También aparece el tema de los celos, muy importante en Cervantes.

El ideal político: aparece el tema de la utopía en fragmentos como el gobierno de Sancho en la ínsula Barataria, las ensoñaciones quiméricas de don Quijote en la cueva de Montesinos y otros.

El ideal de justicia: como en las aventuras de Andresillo, los galeotes, etc.

  


Originalidad

En cuanto a obra literaria, puede decirse que es la obra maestra de la literatura de humor de todos los tiempos. Además es la primera novela moderna y la primera novela polifónica, y ejercerá un influjo abrumador en toda la narrativa europea posterior.
En primer lugar, aportó la fórmula del realismo, tal como había sido ensayada y perfeccionada en la literatura castellana desde la Edad Media. Caracterizada por la parodia y burla de lo fantástico, la crítica social, la insistencia en los valores psicológicos y el materialismo descriptivo.
En segundo lugar, creó la novela polifónica, esto es, la novela que interpreta la realidad, no según un solo punto de vista, sino desde varios puntos de vista superpuestos al mismo tiempo. Torna la realidad en algo sumamente complejo, pues no sólo intenta reproducirla, sino que en su ambición pretende incluso sustituirla. La novela moderna, según la concibe el Quijote, es una mezcla de todo. Tal como afirma el propio autor por boca del cura, es una «escritura desatada»: géneros épicos, líricos, trágicos, cómicos, prosa, verso, diálogo, discursos, chistes, fábulas, filosofía, leyendas... y la parodia de todos estos géneros.
La voraz novela moderna que representa el Quijote intenta sustituir la realidad, incluso, físicamente: alarga más de lo acostumbrado la narración y transforma, de esa manera, la obra en un cosmos.




  

Técnicas narrativas.

En la época de Cervantes, la épica se podía escribir también en prosa. Las técnicas narrativas que ensaya Cervantes en esta novela son varias:
La recapitulación o resumen periódico cada cierto tiempo de los acontecimientos, a fin de que el lector no se pierda en una narración tan larga.
El contraste entre lo idealizado y lo real, que se da a todos los niveles. Por ejemplo, en el estilo, que a veces aparece pertrechado con todos los elementos de la retórica y otras veces aparece rigurosamente ceñido a la imitación del lenguaje popular.
Hay un contraste entre los personajes. En el diálogo los personajes se escuchan y comprenden, Quijote se sanchifica y Sancho Panza se quijotiza.
También está el contraste entre los personajes, a los que Cervantes gusta de colocar en parejas, a fin de que cada uno le ayude a construir otro diferente mediante el diálogo. Un diálogo en el que los personajes se escuchan y se comprenden, ayudándoles a cambiar su personalidad y perspectiva: don Quijote se sanchifica y Sancho se quijotiza. Si el señor se obsesiona con ser caballero andante, Sancho se obsesiona con ser gobernador de una ínsula. Tan desengañados llegan a estar el uno como el otro. A la inversa, don Quijote va siendo cada vez más consciente de lo teatral y fingido de su actitud. Por ejemplo, a raíz de su ensoñación en la cueva de Montesinos, Sancho se burlará de él el resto del camino. Esta mezcla y superposición de perspectivas se denomina perspectivismo.
El humor es constante en la obra. Es un humor muy especial: respetuoso con la dignidad humana de los personajes.
Una primera forma de contrapunto narrativo: una estructura compositiva en forma de tapiz, en la que las historias se van sucediendo unas a otras, entrelazándose y retomándose continuamente.
La suspensión, esto es, la creación de enigmas que «tiran» de la narración y del interés del lector hasta su resolución lógica, cuando ya se le ha formulado otro enigma para continuar más allá.
La parodia lingüística y literaria de géneros, lenguajes y roles sociales como fórmula para mezclar los puntos de vista hasta ofrecer la misma visión confusa que suministra la interpretación de lo real.
La oralidad del lenguaje cervantino, vestigio de la profunda obsesión teatral de Cervantes, y cuya viveza aproxima extraordinariamente al lector a los personajes y al realismo facilitando su identificación y complicidad con los mismos.
El perspectivismo, que ya se ha señalado, hace que cada hecho sea descrito por cada personaje en función de una cosmovisión distinta, y con arreglo a ello la realidad se torna súbitamente compleja y rica en sugestiones.
Simula imprecisiones en los nombres de los personajes y en los detalles poco importantes, a fin de que el lector pueda crearse su propia imagen en algunos aspectos de la obra y sentirse a sus anchas en la misma, suspendiendo su sentido crítico.
Utiliza juegos metaficcionales a fin de difuminar y hacer desaparecer la figura del autor del texto por medio de continuos intermediarios narrativos (Cide Hamete Benengeli), los supuestos Anales de la Mancha, etc.) que hacen, así, menos literaria y más realista la obra desproveyéndola de su carácter perfecto y acabado.

  

Trascendencia: el cervantismo.

Aunque el influjo de la obra de Cervantes es obvio en los procedimientos y técnicas que ensayó toda la novela posterior, en algunas obras europeas del siglo xviii y xix es perceptible todavía más esa semejanza. Se ha llegado, incluso, a decir que toda novela posterior reescribe El Quijote o lo contiene implícitamente. Así, por ejemplo, uno de los lectores de Don Quijote, el novelista policíaco Jim Thompson, afirmó que hay unas cuantas estructuras novelísticas, pero sólo un tema: 
«las cosas no son lo que parecen». 
Ese es un tema exclusivamente cervantino.
En España, por el contrario, Cervantes no alcanzó a tener seguidores dignos de su nombre, fuera de María de Zayas en el siglo xvii y José Francisco de Isla en el xviii. El género narrativo se había sumido en una gran decadencia a causa de su contaminación con elementos moralizadores ajenos y la competencia que le hizo, como entretenimiento, el teatro barroco.
Solamente renacerá Cervantes como modelo novelístico en España con la llegada del realismo. Benito Pérez Galdós, gran conocedor de Don Quijote, del que se sabía capítulos enteros, será un ejemplo de ello con su abundante producción literaria. Paralelamente, la novela suscitó gran número de traducciones y estudios, suscitando una rama entera de los estudios de Filología Hispánica, el cervantismo nacional e internacional.

  

El lugar de La Mancha.

Las primeras palabras de la novela Don Quijote de la Mancha son:
En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor.

En 2004, un equipo multidisciplinario de académicos de la Universidad Complutense de Madrid hicieron una investigación para deducir el lugar exacto de la Mancha. Utilizaron no más que las distancias a varios pueblos y lugares, descritas por Cervantes en su novela, que tomaron la forma de días y noches viajadas en caballo por Don Quijote. Suponiendo que el lugar está en la comarca de Campo de Montiel, y que la velocidad de Rocinante/Rucio está comprendida entre los 30 y 35 km por jornada, llegaron a la conclusión que la población de origen de Don Quijote era Villanueva de los Infantes.

Plaza Mayor de Villanueva de Los Infantes con la estatua de Don Quijote y Sancho Panza.


Villanueva de los Infantes es un municipio y ciudad español del sureste de la provincia de Ciudad Real, en la comunidad autónoma de Castilla-La Mancha. Es cabeza de partido judicial y capital del Campo de Montiel y cuenta con una población de 4828 habitantes (INE 2022).

  


Cide Hamete Benengueli es un personaje ficticio, un supuesto historiador musulmán creado por Miguel de Cervantes en su novela Don Quijote de la Mancha.

Esta habilidosa pirueta literaria metaficcional parece buscar dar más credibilidad al texto, haciendo creer que don Quijote fue un personaje real y que la historia podría tener décadas de antigüedad. Sin embargo, por otro lado es obvio para el lector que tal cosa es imposible, pues la presencia de Cide Hamete plantea múltiples incongruencias temporales.
Cide Hamete es morisco: aunque no se le aplica explícitamente este adjetivo, sí dice Cervantes que es «arábigo y manchego», es decir, un musulmán español de lengua árabe, y no un norteafricano o un otomano.

Sobre el nombre

Se han hecho muchas elucubraciones acerca del significado del nombre de este autor ficticio. El primer elemento, «Cide», es el que plantea menos problemas, ya que como el propio don Quijote aclara, significa «señor» en árabe: es una perversión de sīd (سيد).
El nombre «Hamete» es también la forma castellana de un nombre propio indoeuropeo de onomástica hispanomusulmana. Sin embargo, los autores no están muy de acuerdo en su equivalencia exacta en árabe, que puede corresponder a tres nombres de varón muy parecidos y etimológicamente afines. El hispanista egipcio Abd al-Aziz al-Ahwani lo hace equivaler a H̣amāda (حمادة); el hispanista Abd al-Rahman Badawi opta por H̣āmid (حميد); y el también hispanista Mahmud Ali Makki afirma que se trata de Aḥmad (أحمد), nombre éste de uso más corriente que los dos anteriores.
El significado de «Benengeli» ha hecho correr más tinta. El primero en proponer una interpretación fue el arabista José Antonio Conde (m. en 1820), que lo interpretó como castellanización de ibn al-ayyil (ابن الأيل), «hijo del ciervo», con la que Cervantes aludía de forma sutil a su propio apellido. De la misma opinión fue el cervantista Diego Clemencín y la siguió Abd al-Rahman Badawi.
El orientalista Leopoldo Eguílaz y Yanguas hizo proceder «Benengeli» de berenjena, una interpretación que también hace Sancho Panza en la novela.
Los cervantistas Saadeddine Bencheneb y Charles Marcilly propusieron como etimología ibn al-Inŷīl (ابن الإنجيل), esto es, «hijo del Evangelio», con el que Cervantes haría un juego de palabras irónico con el nombre del supuesto autor del Quijote y su carácter musulmán y el carácter cristiano del autor real, él mismo.
Para el hispanista Mahmud Ali Makki, ninguna de las interpretaciones anteriores tiene consistencia y, como otros autores, se inclina por suponer que el nombre es simplemente una invención, aunque apunta que quizá pueda estar inspirado en el apellido de una conocida familia andalusí originaria de Denia, los Beni Burungal o Berenguel (بني برنجل, apellido de origen valenciano —Berenguer—, arabizado y luego nuevamente romanceado en Berenguel).
Respecto a la relación de Cervantes con lo árabe y lo morisco en general y la lengua árabe en particular (sin la cual no habría podido hacer esos juegos de palabras que se le atribuyen en el caso de «Benengeli»), hay que recordar que pasó cinco años cautivo en Argel. Como cautivo de rescate, se le permitía moverse por la ciudad y relacionarse con sus habitantes. 
Por otro lado, Américo Castro fue el primero en señalar su posible origen converso, hipótesis que ha sido sostenida en mayor o menor grado por autores posteriores. Y La Mancha, por último, así como buena parte de la mitad sur de la península iberica, estaba densamente poblada por moriscos. En cualquier caso, lo árabe y lo islámico no le era ajeno.

Hipótesis de fuentes ignacianas

De acuerdo con la hipótesis del cervantista Federico Ortés, Cide Hamete Benengeli vendría a corresponder con Luis González de Cámara, quien habría tomado notas de sus conversaciones con Ignacio de Loyola y le habría dictado a un amanuense El Relato del Peregrino.

Parodia de los libros de caballerías.

Cervantes elige el Alcaná de Toledo,​ el corazón comercial y multirracial de la ciudad, como supuesto lugar donde encuentra el manuscrito de Benengeli en su propósito de parodiar a las novelas de caballería. En estas, los manuscritos son casi siempre encontrados tras permanecer largo tiempo ocultos o perdidos, estando pergeñados por sabios nigromantes en griego, caldeo, latín o árabe, para cuya traducción se requieren expertos trujimanes. 
Es el caso del Cristalián de España, de Beatriz Bernal, en el que cuenta el haber encontrado un libro en una tumba antigua y su decisión de copiarlo. Otro ejemplo de este recurso se puede encontrar en Florisando, de Páez de Ribera, el cual dice haber traducido del toscano una obra de origen griego.
Pero hay una novela con la que el relato del hallazgo del Alcaná guarda una especial similitud: el «Parsifal» de Wolfram von Eschenbach (ca.1170-ca.1220), novela basada, según dice novelescamente su autor, en un texto hallado en Toledo, escrito por un sabio arabo-judío llamado Flegetanis, en el que se cuenta la historia del Grial. Se advierte una evidente similitud entre la manera como Cervantes narra el hallazgo del manuscrito del Quijote y el modo como Von Eschenbach encuentra el suyo del Grial. Un autor llamado Kyot (Cervantes) encuentra en Toledo (Alcaná) un manuscrito (cartapacio) de papeles viejos, escrito por un sabio árabe llamado Flegetanis (Benengeli) en el que se cuenta la historia de Parsifal (Don Quijote).
De modo que estas aventuras nunca se presentan como invenciones de los propios autores, dándole con ello supuestamente mayor verosimilitud. Esta manera de contar la historia le da a Cervantes la oportunidad de hacer comentarios jocosos, irónicos acerca de la misma e incluso hacer varios juegos ficcionales. 
Un ejemplo de ello es el manuscrito que le enseñan al Quijote de sus aventuras en la primera parte. Por lo tanto, se puede decir que este recurso parte de una parodia del género caballeresco pero que se va transformando gracias al talento del escritor.



Don Quijote alrededor del mundo.

 

  

Don Quijote en Hispanoamérica

Francisco Rodríguez Marín descubrió que la mayor parte de la primera edición de Don Quijote había ido a parar a las Indias. En unas fiestas con motivo de haber sido nombrado virrey del Perú el marqués de Montesclaros, se aludió a la obra maestra de Cervantes. En los envíos de libros a Buenos Aires durante los siglos xvii y xviii figuran quijotes y otras obras de Cervantes. En la novela La Quijotita y su prima del mexicano José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827) es evidente el influjo cervantino
 El ensayista ecuatoriano Juan Montalvo (1832-1889) compuso una continuación de la obra con el ingenioso título de Capítulos que se olvidaron a Cervantes, y el cubano Luis Otero y Pimentel escribió otra con el título Semblanzas caballerescas o las nuevas aventuras de Don Quijote de la Mancha, cuya acción se desenvuelve en una Cuba identificada por el protagonista con el nombre de Ínsula Encantada.
 Otro ensayista canónico, José Enrique Rodó, leyó en clave quijotesca el descubrimiento, conquista y colonización de América, y Simón Bolívar, que un día dio la orden burlesca de fusilar a Don Quijote para que ningún peruano le imitase nunca, cercana ya la hora de su muerte hubo de pronunciar, con más de un desengaño a sus espaldas, estas asombrosas palabras: «Los tres grandísimos majaderos hemos sido Jesucristo, Don Quijote y yo».
No es extraño, pues, que Rafael Obligado, en su poema El alma de Don Quijote, identifique a Bolívar y San Martín con El Caballero de la Triste Figura. También, desde los Andes venezolanos, el escritor merideño Tulio Febres Cordero escribió Don Quijote en América: o sea la cuarta salida del ingenioso hidalgo de La Mancha publicada en la misma ciudad, en la Tip. El Lápiz, en 1905 (reeditada recientemente con motivo de los 100 años de su publicación).
Uno de los más importantes cervantistas hispanoamericanos fue el chileno José Echeverría y Rubén Darío ofreció una versión decadente del mito en su cuento DQ, ambientado en los últimos días del imperio colonial español, así como en las Letanías a Nuestro Señor Don Quijote, incluidas en sus Cantos de vida y esperanza (1905). El costarricense Carlos Gagini escribió un breve relato denominado «Don Quijote se va», y el cubano Enrique José Varona la conferencia titulada «Cervantes». El poeta argentino Evaristo Carriego escribió el extenso poema Por el alma de Don Quijote, que participa en la extendida santificación del personaje quijotesco. Por otra parte, los igualmente argentinos Alberto Gerchunoff (1884-1950) y Manuel Mújica Láinez (1910-1984) son habituales cultivadores de lo que se ha venido a llamar glosa cervantina. Se ha observado el influjo cervantino en el Martín Fierro de José Hernández y en otra obra maestra de la literatura gauchesca, Don Segundo Sombra de Ricardo Güiraldes.
El historiador y jurista colombiano Ignacio Rodríguez Guerrero, publicó en Pasto su libro Los tipos delincuentes del Quijote, una investigación que presenta los diversos tipos de delincuentes y terroristas perseguidos por las leyes de su tiempo.8 Es perceptible el influjo cervantino en la gran novela histórica de Enrique Larreta La gloria de Don Ramiro, y Jorge Luis Borges posee una relación tan compleja con la ficción como la de Cervantes, pues no en vano leyó la obra desde niño y la glosó en ensayos y poemas, así como se inspiró en ella para elaborar el cuento «Pierre Menard, autor del Quijote» incluido en su antología Ficciones.
En efecto, Cervantes está presente en las grandes obras del boom hispanoamericano, empezando por las obras Alejo Carpentier Los Pasos Perdidos y la imitación barroca en Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, que es la segunda obra escrita en castellano más traducida de todos los tiempos.

  

Don Quijote en los Estados Unidos.

Entre los primeros lectores estadounidenses de la novela se encuentra el padre fundador Thomas Jefferson, humanista y erudito además de político y tercer Presidente de la Nación. Don Quijote era una de sus lecturas preferidas y poseía un ejemplar en español de la edición de la Real Academia Española de 1781, que se conserva actualmente en la Biblioteca del Congreso de EE.UU.
Se ha apreciado el influjo de la inmortal novela cervantina en el Moby Dick de Herman Melville. Es más, Mark Twain era un admirador de Don Quijote y acoge aspectos de la novela en su Huckleberry Finn; William Faulkner declaró releer la obra de Cervantes cada año y afirman su huella también autores como Saul Bellow, cuya primera y más aplaudida obra, 

Las aventuras de Augie March (1935) le debe bastante; Thornton Wilder, en Mi destino, (1934); y John Kennedy Toole, en La conjura de los necios. Como crítico, Vladimir Nabokov no llegó, sin embargo, a entender la obra y, por otra parte, es patente, aunque apenas estudiado, el influjo de Cervantes en autores más recientes como Jim Thompson, William Saroyan o Paul Auster. 

Una reciente traducción en un inglés menos arcaico, la de Grossmann, ha vuelto a popularizar la obra en los EE. UU., que, es verdad, nunca había decaído a causa de adaptaciones como el musical El hombre de La Mancha. El importante crítico Harold Bloom ha dedicado páginas y libros de literatura comparada a la obra.

  


Don Quijote en la Gran Bretaña e Irlanda.

La inglesa fue la primera traducción que se hizo en Europa de la primera parte de Don Quijote, merced a Thomas Shelton (en 1612), quien más tarde haría también la segunda; aunque su traducción tiene errores, posee una gran vivacidad. Más exacta sería, sin embargo, la de Charles Jarvis en 1742, pero a costa de la gran inspiración de su predecesor.
También al Cervantismo inglés se le deben dos de las primeras contribuciones críticas al establecimiento del texto de Don Quijote en su lengua original durante el siglo xviii: la edición de 1738, lujosísima y bellamente ilustrada por demás, cuyo texto corrió a cargo de Pedro Pineda, y la de John Bowle en 1781. La huella de la obra de Cervantes fue casi tan profunda en Inglaterra como en España. Ya incluso en el teatro del siglo xvii: Francis Beaumont y John Fletcher representaron en 1611 un drama heroico-burlesco titulado
El caballero de la mano de almirez llameante inspirado en la primera parte, y se tradujo en fecha tan temprana como 1612 por Thomas Shelton; poco después, Shakespeare y el mismo Fletcher escribieron en 1613 otra obra sobre la «Historia de Cardenio» recogida en Don Quijote, Cardenio, que se ha perdido. El Hudibras de Samuel Butler está inspirado también en Don Quijote como reacción contra el puritanismo. En 1687 se hace una nueva traducción, la del sobrino de John Milton, John Philipps, que alcanzó una enorme difusión, aunque le siguieron las traducciones dieciochescas de Anthony Motteux (1700), Jarvis (1724) y Smollet (1755).
Hay huellas de Don Quijote en el Robinson Crusoe de Daniel Defoe y en los Viajes de Gulliver (1726) de Jonathan Swift y, más aún, en las obras de Henry Fielding: éste escribió Don Quixote in England (1734) y uno de los personajes de su novela Joseph Andrews, escrita, según el autor, «a la manera de Cervantes», es Abraham Adams, «párroco quijotesco del siglo xviii», en quien empieza una especie de santificación del héroe cervantino.
El novelista Tobías Smollet notó la impronta de la novela que había traducido en sus novelas Sir Launcelot Greaves y Humphry Clinker. Laurence Sterne fue un genial discípulo de Cervantes en su Tristram Shandy. Charlotte Lennox publica en 1752 su Mujer Quijote y Jane Austen experimenta su influjo en su muy célebre La abadía de Northanger, ya de 1818.
 El creador de la novela histórica romántica, el escocés Walter Scott, se veía a sí mismo como una especie de Don Quijote. Byron cree ver en su Don Juan la causa de la decadencia de España en Don Quijote, pues a su ver este libro había hecho desaparecer en este país las virtudes caballerescas. Wordsworth, en el libro V de su Preludio (1850), sintetiza en su ermitaño un nuevo Don Quijote y otro poeta lakista, Samuel Taylor Coleridge, asumiendo ideas de los románticos alemanes, viene a considerar a Don Quijote la personificación de dos tendencias contrapuestas, el alma y el sentido común, la poesía y la prosa.
 Por último, los maestros del ensayo romántico inglés, Charles Lamb y William Hazlitt dedicaron páginas críticas aún frescas a esta obra clásica de la literatura universal. Ya en el realismo del periodo victoriano, Charles Dickens, por ejemplo, imitó la novela en Los documentos póstumos del club Pickwick (1836-1837), en donde Mr. Pickwick representa a don Quijote y su inseparable Sam Weller a Sancho Panza; su cervantismo llegó hasta hacer del personaje de Fagin en su Oliver Twist una especie de Monipodio; su competidor William Makepeace Thackeray, imitó la novela en su The newcomers, así como George Gissing, que en su obra Los documentos privados de Henry Ryecroft hace a su protagonista pedir leer en su lecho de muerte el Don Quijote. A finales de siglo surgen tres nuevas traducciones, la de Duffield (1881), la de Ormsby (1885) y la de Watt (1888).
 Fitmaurice-Kelly colaborará después con Ormsby en la primera edición crítica del texto español (Londres, 1898-1899) y son ya lo que podemos llamar miembros de lo que se ha venido a llamar cervantismo internacional.
El «quijotismo» inglés se prolonga durante el siglo xx. Gilbert Keith Chesterton recuerda a Cervantes al final de su poema «Lepanto» y en su novela póstuma El retorno de Don Quijote convierte en Alonso Quijano al bibliotecario Michael Herne. Graham Greene asume la tradición cervantina de Fielding en su Monseñor Quijote a través del protagonista, párroco de El Toboso, que cree descender del héroe cervantino.
 W. H. Auden considera, por otra parte, a la pareja Quijote-Sancho la más grande de las parejas entre espíritu y naturaleza, cuya relación consiste en lo que llama projimidad cristiana.

  

Don Quijote en los Países Bajos y Alemania.


En los Países Bajos, la tierra de los molinos, se leyó mucho Don Quijote como una obra satírica sobre la España que se había enfrentado con la potencia protestante, rival en los mares. Pieter Arentz Langedijk, importante autor de la primera mitad del siglo xviii, escribió una comedia que todavía continúa representándose en la actualidad,
Don Quijote en las bodas de Camacho (1699). La hispanista Barber van de Pol ha traducido la obra nuevamente al neerlandés en 1997 con gran éxito.

aldo ahumada Chu han

En Alemania el influjo de Don Quijote fue tardío y menor que el de autores como Baltasar Gracián o la novela picaresca durante los siglos xvii y xviii, en los que el influjo del racionalismo francés predominó.

 La primera traducción parcial (que contiene 22 capítulos) aparece en Fráncfort, en 1648, bajo el título de Don Kichote de la Mantzscha, Das ist: Juncker Harnisch auß Fleckenland/ Aus Hispanischer Spraach in hochteutsche ubersetzt; el traductor era Pahsch Basteln von der Sohle. Bertuch publica una traducción en 1775, pero ya en 1764 había publicado a imitación de Cervantes Christoph Martin Wieland su Don Sylvio de Rosalva, que viene a constituir el modelo de la novela alemana moderna (Der Sieg der Natur über die Schwärmerei oder die Abenteuer des Don Sylvio von Rosalva, Ulm 1764). Herder, Schiller y Goethe se harán eco de la gran novela cervantina y de las obras de Pedro Calderón de la Barca. 

El Romanticismo, en efecto, supone la aclimatación del cervantismo, el calderonismo y el gracianismo en Alemania: ven la luz las traducciones hoy clásicas de Ludwig Tieck y de Soltau. Se ocupan de toda la obra de Cervantes, y no solo del Don Quijote, los hermanos August Wilhelm y Friedrich von Schlegel, el ya citado poeta Tieck y el filósofo Schelling. Esta nómina de cervantistas se completa con Verónica Veit, Gotthold Ephraim Lessing, Juan Pablo Richter y Bouterwek en lo que constituye la primera generación de cervantistas románticos alemanes. Después seguirán los filósofos Solger, Hegel y Schopenhauer, así como los poetas Joseph von Eichendorff y E.T.A. Hoffmann.

 La visión general de los cervantistas románticos alemanes, pergeñada ya por August Wilhelm von Schlegel, consiste en percibir en el caballero una personificación de las fuerzas que luchan en el hombre, del eterno conflicto entre el idealismo y prosaísmo, entre imaginación y realidad, entre verso y prosa.
 En ese sentido apunta también el prólogo de Heinrich Heine a la edición francesa de Don Quijote; no debemos olvidar, por otra parte, su siniestro augurio de que los pueblos que queman libros terminarán por quemar hombres, contenido en su pieza dramática Almansor. Para este autor, constituyen el triunvirato poético de la modernidad Cervantes, Shakespeare y Goethe. Por otra parte, Franz Grillparzer suscribe el juicio de Lord Byron sobre la decadencia española y Richard Wagner admira en el libro la resurrección del espíritu heroico medieval. Richard Strauss renueva el tema con el poema sinfónico Don Quijote. Variaciones fantásticas sobre un tema caballeresco (1897).

Ya en el siglo xx, Franz Kafka compone su apólogo La verdad sobre Sancho Panza y, en mayo de 1934, el novelista Thomas Mann elige como compañero de viaje a Estados Unidos la traducción de Tieck del Don Quijote, experiencia que quedará recogida en su ensayo A bordo con Don Quijote, en la que el autor esboza una defensa de los valores de la cultura europea amenazada por un fascismo en auge. Por último, el teólogo suizo Hans Urs von Balthasar, en unas memorables páginas de su obra Gloria, (1985–1989), ve en la comicidad de Don Quijote la comicidad y el ridículo cristiano: 
«Acometer a cada paso, modestamente, lo imposible».

En ese sentido se decanta también el ilustre hispanista y cervantista Friedrich Schürr, en su conferencia de 1951 Don Quijote como expresión del alma occidental («Der Don Quijote als Ausdruck der abendländischen Seele»).



Biblioteca Personal.

Tengo un libro en mi colección privada .- 


Itsukushima Shrine.

  

Sobre el análisis filosófico del Quijote.
Gustavo Bueno

En este rasguño se somete a crítica el supuesto (mantenido por muchos profesores de filosofía, así como también por otros muchos ciudadanos o políticos, que filosofan a su modo) según el cual el único modo de entender filosóficamente el Quijote es considerándolo desde las premisas del humanismo, del pacifismo, de la tolerancia, de la paz y de la libertad

la triada de las tres campesinas cruzada con la triada Don Quijote, Sancho y Dulcinea: pasado, presente y futuro de España

1  Entre los organizadores de actos conmemorativos del Quijote, en este su cuarto centenario, no faltan las Sociedades de Filosofía; y entre los ciudadanos particulares o los políticos que escriben artículos o libros, o pronuncian conferencias o discursos de investidura, o preámbulos de leyes con referencias al Quijote, no faltan los profesores de filosofía.

Sin embargo, la participación de Sociedades de Filosofía, o de profesores de filosofía, en las conmemoraciones del Quijote, no garantizan la condición filosófica de los debates, de los artículos, de los libros o de las conferencias ofrecidas. Y esto puede parecer una cierta anomalía.

En efecto. Es mucho más probable que si los actos, conferencias, artículos, &c., sobre el Quijote son organizados por Colegios de Médicos, de Psicólogos o de Historiadores, las conferencias, artículos o debates se ajustarían mucho más, en cada caso, a la perspectiva de cada gremio organizador o de cada ciudadano que interviene a título de miembro de un gremio (como médico, como psicólogo, como historiador). El gremio en el que se enmarcan los debates, los libros o las conferencias... garantiza, con una gran probabilidad, que el público va a recibir informaciones o planteamientos centrados en torno a las categorías correspondientes. Si, por ejemplo, el debate tiene lugar entre médicos, es casi seguro que Don Quijote o Sancho serán tratados desde las categorías que definen sus constituciones respectivas (leptosomáticas, pícnicas), que se discutirán diversos diagnósticos psiquiátricos de la supuesta locura de Don Quijote (¿un monomaniaco?, ¿un enfermo delirante afectado del síndrome de Capgras?...), que se tratará de determinar la naturaleza de las «calenturas» que precedieron a la curación de sus delirios y a su muerte.

¿A qué se debe la «anomalía» que apreciamos cuando quienes, como profesores de filosofía, se disponen a tratar sobre el Quijote, lo que hacen en realidad es ofrecernos, en la mayor parte de los casos, una mezcla enciclopédica de consideraciones sociológicas, históricas o psicológicas, que pueden ser interesantes, sin duda, pero que difícilmente pueden considerarse como filosóficas?

Seguramente a que la perspectiva filosófica es atribuida a un gremio, a una especialidad académica del mismo orden del que pueda corresponder a la Medicina, a la Psicología o a la Historia... A fin de cuentas, cada gremio está moldeado por alguna de las Facultades universitarias.

¿Y por qué nos extraña que quienes se presentan como «filósofos», en el momento de disertar sobre el Quijote, no asuman casi nunca, salvo en apariencia, una perspectiva filosófica?

Nos extraña porque presuponemos que pertenecen a un gremio y que, por tanto, debiera quedar asegurada una perspectiva característica para llevar a efecto sus análisis.

Pero esta perspectiva es errónea: «la filosofía» no puede adscribirse a un gremio organizado, en función del cultivo de una categoría «cerrada», de modo análogo a como adscribimos a sus categorías respectivas los gremios de los médicos, de los psicólogos, de los sociólogos o de los historiadores.

Tiene siempre algún sentido preguntar: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Medicina sobre Don Quijote?» O bien: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Psicología sobre el Quijote? O bien: «¿Qué dice, o qué puede decir, la Historia sobre el Quijote?»

Pero no tiene ningún sentido preguntar: 

«¿Qué dice (o qué puede decir) la Filosofía sobre el Quijote? Porque la Filosofía no puede ser adscrita a alguna categoría cerrada; ni siquiera cabe referirse a «la Filosofía» como si se tratase de un sistema sobreentendido de ideas, aunque no circunscrito a alguna categoría. Y no porque no exista en absoluto un tal «sistema», sino porque existen muchos y contrapuestos entre sí. Por ello, cuando se habla de «la Filosofía» es necesario apellidarla: podemos hablar de la filosofía epicúrea, o estoica, o idealista, o espiritualista, o materialista. Y cuando se dice de alguien que es «filósofo», será preciso apellidarlo: epicúreo, estoico, idealista, espiritualista, materialista (si no queremos utilizar el término en un sentido meramente psicológico, en el sentido que cobra el término «pensador» cuando se le ha segregado todo contenido positivo, como le ocurre a la estatua de Rodin, «cuya cabeza es hermosa pero sin seso»).

2  Pero, ¿acaso no hay algo común a todas estas filosofías, a todos estos filósofos?

 Sin duda, cabe reconocer alguna unidad, al menos polémica: que todos ellos se ocupan de Ideas, pero organizadas más o menos en sistemas contrapuestos entre sí; porque si las Ideas a las que «el pensador» atiende están de tal modo desorganizadas que no rebasan el estadio de un caos, tampoco podríamos hablar de filosofía, ni siquiera de pensamiento.

Pero las Ideas (supone el materialismo filosófico) no proceden de Dios, o del Cielo –como pensaba Malebranche–, no tampoco de la conciencia, de la mente o del cerebro –como pensaba Hume–, sino que proceden de la tierra, de la realidad constituida por las cosas moldeadas por las técnicas, por las artes o por las ciencias. Es decir, por aquellas disciplinas que nos permiten «controlar» más o menos las cosas del mundo mediante conceptos; mediante conceptos que resultan de la delimitación de los fenómenos. Una delimitación que implica diversos grados de claridad (para separar unas cosas de otras) y de distinción (para diferenciar sus partes). A esta claridad y distinción concurren las analogías, las transformaciones de unos fenómenos en otros. Los conceptos, como organización de fenómenos a los que aquí nos referimos, se encuentran a una distancia intermedia entre los conceptos de la «escolástica medieval» –que veía en ellos los frutos del primer acto del entendimiento, en cuanto «reproduce la esencia del objeto real»– y los conceptos de la «escolástica barroca», la del conceptismo, que ya no veía necesaria la reproducción de objetos reales, pero sí el establecimiento de alguna correspondencia entre esos objetos. El concepto de circunferencia, como elipse con distancia focal nula, o el concepto de mesa, como «suelo de las manos» –que hemos utilizado en otras ocasiones– acaso podría satisfacer la definición de concepto que daba Gracián, partiendo de la definición escolástica: 

«Concepto es un acto del entendimiento que exprime la correspondencia [proporción e improporción, concordancia y disonancia, paridad y disparidad] que se halla entre los objetos».

Y son los conceptos los que pueden encadenarse, en «círculos cerrados» propios de las diversas técnicas, artes o ciencias: «biela» es un concepto técnico, como «capitel» es un concepto arquitectónico, o «triángulo» es un concepto geométrico. Y hay que tener en cuenta que las técnicas o artes pueden serlo también en un sentido mágico: la técnica de la suovetaurilia contenía conceptos claros y distintos, cuyo análisis corresponde a los historiadores de las religiones.

Ahora bien, los conceptos y el encadenamiento de los conceptos, propios de una categoría dada, no agotan su campo, a pesar de que, con frecuencia, el «autismo gremial» tienda a pensar lo contrario. Y aun cuando, en consecuencia, tal autismo lleve al «imperialismo gremial», un imperialismo subjetivista, el que decreta, por ejemplo, que «todo es Química» o que «todo es Física» o que «todo es Psicología» o que «todo es Sociología». En realidad, el análisis de los conceptos y de la reflexión objetiva sobre ellos (reflexión como confrontación con conceptos de otras categorías) está siempre abierto, y no se agota en el recinto de cada gremio. De esta reflexión objetiva derivan las Ideas, y, por tanto, la filosofía.

La filosofía se ocupa de las Ideas, y de los sistemas resultantes de su entretejimiento. Por ello, históricamente, sólo cabe hablar de «filosofía», en sentido estricto, cuando los conceptos técnicos, artísticos y, sobre todo, científicos, hayan alcanzado históricamente un determinado grado de complejidad y rigor.

Ahora bien: la situación se complica por el hecho de que el técnico, el artista o el científico, que trabaja con conceptos, no deja de encontrarse continuamente con Ideas, más o menos oscuras y confusas. Y esto ocurre en general. En consecuencia, será necesario concluir que «todo el mundo» es filósofo, es decir, que todo el mundo trata con Ideas.

No cabe, por tanto, distinguir (en una sociedad dada a un determinado nivel de desarrollo) entre filósofos y no filósofos. Esta distinción habrá de ser sustituida por la distinción entre filósofos malos o burdos y filósofos menos malos, entre filosofía (ideología) grosera o mal organizada («mundana») y filosofía más refinada, entre otras cosas porque tiene en cuenta, dialécticamente, las organizaciones o sistemas alternativos de la filosofía (académica), en sentido platónico del término (pero no en el sentido administrativo –universitario– en que la tomó Kant).

Este es el motivo por el cual la filosofía puede ofrecer sus análisis a un público general, y puede y aún debe discutir con él. Sería en cambio imposible un debate entre el matemático y el público en general, o entre el físico y el público en general: solamente los «profesionales» de la Matemática o de la Física pueden entablar un debate con los matemáticos o con los físicos. Pero esta no es la situación del filósofo, que no es un profesional, ante un público que tampoco es profesional, aunque deba tener una mínima experiencia en el análisis de los conceptos y en la confrontación de conceptos.

Pero el filósofo –es decir, todo el mundo (el matemático, el físico, el carpintero, el político o el mago)– tiene que confrontar las ideas que va descubriendo o delimitando con el público en general. La ambigüedad de esta situación crecerá con el desarrollo «institucional» de las artes, de las ciencias y de la propia filosofía académica y de su historia. Y esta ambigüedad podrá advertirse desde dos perspectivas diferentes:

—Desde la perspectiva de los artistas, de los científicos, de los políticos, que filosofan («espontáneamente», se dice a veces) pero tratando a sus ideas como si fueran conceptos, sin advertir las diferencias de niveles (es lo que ocurre cuando un Premio Nobel en Química afirma con seguridad que «todo es Química», incluso el mismo libro de Química).

—Desde la perspectiva de los profesores de filosofía, que exponen conceptos o divulgan conceptos ya expuestos como si fueran Ideas filosóficas. Esta es una tendencia muy frecuente entre los cultivadores de la filosofía académica, profesores universitarios o de bachillerato de filosofía, una tendencia que degenera en la forma de filosofía «universitaria», que ni siquiera es filosofía de escuela, o escolástica. Los profesores de filosofía, en general, en cuando «administradores» de unas ideas filosóficas recibidas de la tradición que acaso ha perdido la conexión con los conceptos de los que ellas brotaron, han de experimentar la necesidad de recuperar la conexión con los conceptos; y, si no disponen de recursos suficientes, es muy probable que confundan ciertas concatenaciones (distinguidas acaso por su carácter paradójico o por su novedad coyuntural) de conceptos científicos o técnicos con una nueva filosofía, es decir, que confundan la filosofía con la divulgación científica.

Apliquemos estas consideraciones al caso del Quijote, que nos ocupa. 

El Quijote es una materia que puede y debe sin duda ser analizada «mediante conceptos», mediante los conceptos refinados y organizados en las diversas tradiciones gremiales: gramaticales, filológicas, psiquiátricas, históricas, politológicas, &c. Y ocurrirá (dada la importancia de la organización gremial de nuestras sociedades) que basta que el orador, el autor o el conferenciante sea profesor de filosofía (es decir, esté actuando como miembro de un gremio, colegio o sociedad de filosofía) para que sus palabras sobre el Quijote sean consideradas, desde luego, como filosóficas; cuando casi siempre se reducen a sugerencias psicológicas, sociológicas o de mera divulgación científica. Por ejemplo, un profesor de filosofía puede conseguir un gran éxito ante el público analizando la «pareja» Don Quijote/Sancho como caso del dualismo que Kretschmer estableció entre el tipo pícnico y el tipo leptosomático, sobre todo si subraya algunas cualidades supuestamente asociadas a estos tipos, tales como introversión/extroversión, generosidad/avaricia, idealismo/realismo. Pero acaso en toda su exposición no aparecen ideas filosóficas, si bien es probable que el filólogo o el historiador que escucha el análisis psicológico saliendo de la boca de un profesor de filosofía, dé por supuesto que está escuchando una disertación filosófica. Sus conceptos serán sin duda interesantes, pero aquí «el filósofo» está dando gato por liebre, disimulando a lo sumo su exposición con alguna fugaz referencia a Wittgenstein o a Foucault, como nombres-contraseña, destinados a desempeñar la función de marcas gremiales.

4  Hablar del Quijote desde una perspectiva filosófica es verlo desde alguna Idea, desde algún sistema de Ideas más o menos definido. 

Sistemas que podrían clasificarse, aunque sea de un modo muy convencional, según se organicen en torno a alguna de las tres Ideas que en la tradición se designaron como Dios, Mundo y Hombre. Lo más probable es que cuando nos referimos al Quijote, lo que interesen sean los sistemas filosóficos que se organizan en torno a la Idea de Hombre, es decir, a las Ideas que hacemos girar en torno a la Idea de Hombre.

Ahora bien: los sistemas de Ideas organizados en torno a la Idea de Hombre, es decir, las filosofías del hombre, pueden ser clasificadas en dos grandes grupos, que denominaremos respectivamente filosofía humanística, en sentido metafísico (brevemente: como metafísica humanista), y filosofía materialista del Hombre (o de la Humanidad).

No es este el lugar para desplegar las líneas fundamentales de lo que denominamos humanismo metafísico (o metafísica humanista). Tenemos que limitarnos a dar los rasgos imprescindibles para el propósito que nos ocupa, a saber, el análisis de lo que suele ser considerado como «filosofía del Quijote» o como «tratamiento filosófico del Quijote».

La metafísica humanista parte de la Idea de Hombre como si fuese la idea de un entidad preexistente a la propia historia de la humanidad, por tanto, como una Idea sustantivada o hipostasiada –por eso la consideramos metafísica– a título de «Humanidad», de «Género humano» o simplemente de «Hombre». Y esta hipóstasis tiene lugar ante todo cuando se atribuye a esta Idea la condición de valor supremo, con independencia de la Idea de Dios o de la Idea de Mundo, y, sobre todo, cuanto estas Ideas comiencen a entenderse como Ideas subordinadas a la Idea de Hombre. El humanismo metafísico se nos presentará como un antropocentrismo.

Por lo demás, a la Idea de Hombre genérico no sólo se subordinarán las Ideas de «Mundo» (al servicio del Hombre) y de «Dios» (como Idea reducible al Hombre, si no idéntica al Hombre mismo), sino también las Ideas o incluso los conceptos comprendidos en la Idea de Hombre, como puedan serlo los conceptos de «hombre paleolítico», de «hombre de la cultura faraónica», de «judío», «griego», «cristiano» o «musulmán».

La «metafísica humanista» suele ser considerada como un fruto de la Edad Moderna. No podemos entrar aquí en la cuestión; tan sólo diremos que esta metafísica, aunque tiene raíces más antiguas, cristaliza en forma armonista e idealista en el humanismo kantiano de la Paz Perpetua, en los ideales filantrópicos y progresistas de la Ilustración, incluso en la primera Declaración de los Derechos del Hombre. La metafísica humanista, en su versión armonista, al menos cuando mira hacia el futuro de la humanidad, inspira a Nathan el Sabio, cuando dirigiéndose al templario (en la escena cuarta del acto segundo del drama de Lessing) le dice: «¿Acaso el cristiano y el judío son cristianos y judíos antes que hombres? ¡Ah, si hubiera encontrado yo en vos a uno de esos hombres a quienes basta con llamarles hombres!»

La metafísica humanista tiene muchas versiones, y éstas se extienden desde los extremos más simplistas del panfilismo universal, a los que se vincularon tantas logias masónicas y espiritistas («todos los hombres son, en el fondo, bondadosos y solidarios», como diría el rousoniano Pedro Leroux, con el objeto explícito de tachar las ideas de Caridad y de Fraternidad) hasta los extremos más complejos del humanismo heraclíteo («la guerra entre los hombres, padre de todas las cosas»). Un humanismo dialéctico que también parte de la hipóstasis del Género humano, aunque intentando «corregir» su monismo humanístico de fondo mediante la idea ad hoc, no menos metafísica, de la alienación: de la alienación del Género humano en clases sociales antagónicas –la alienación en el sentido marxista– o de la alienación del Género humano en las existencias individuales, libres, inconmensurables e incompatibles –la alienación en el sentido del humanismo existencialista sartriano–.

En cualquier caso, la metafísica del humanismo presupondría siempre al Hombre, como algo dado de antemano (de otra forma, ¿cómo podría hablarse de alienación, si no se quiere sobrentender que la alienación va referida al supuesto hombre del futuro?). Si bien unas veces ese hombre se concebirá como dado en un eterno presente –el hombre primitivo, decía Radin, es tan filósofo como el hombre más civilizado– y otras veces el hombre se concebirá como una entidad alienada que va buscando «el regreso hacia sí misma», a través de la Historia.

La teoría metafísica de la alienación del Hombre permitirá al panfilismo condenar, sin restricción alguna, cualquier empresa bélica como indigna del hombre, es decir, como irracional. Toda guerra será irracional; y como la guerra es una constante en la historia de la humanidad, habrá que concluir que la historia del hombre es la historia de la sinrazón, y que, por tanto, no puede hablarse de la historia del hombre, sino a lo sumo de la historia del hombre alienado, que por serlo ha recaído en su condición de fiera.

Ahora bien: una de las consecuencias más importantes de los principios del humanismo metafísico, sobre todo en su versión panfilista, es la sistemática «devaluación» de cualquiera de las especificaciones históricas o culturales de este supuesto Género humano. Todo lo que es humano habrá de ser reducido siempre al canon presupuesto de la Humanidad: «Nada de lo humano nos es ajeno», dirá el humanista metafísico, en nombre de la tolerancia, sin molestarse siquiera a atender al significado original de esta sentencia.

Pero esta reducción de todas las cosas al Hombre (como antes se reducían todas las cosas a Dios) puede ser muy peligrosa, por cuanto ella puede comportar la tendencia corrosiva (característica del monismo eleático o del neoplatónico plotiniano), a disolver cualquier naturaleza propia en el seno amorfo de la Naturaleza, o, para decirlo en terminología lógica, a «anegar las especies en el océano del género», a confundir todas las diferencias en una unidad pánfila, beata y metafísica, que llega a ser incompatible con todo discurso racional, por cuanto niega todos los términos medios en torno a los cuales discurren los silogismos.

Pero al negarlos, el humanista metafísico está apoyando no tanto la unidad pánfila y genérica del término mayor de este silogismo, a saber, el Género humano sustantivado, cuanto precisamente la pluralidad de los términos menores, al considerar a estos términos como directamente vinculados al Género, al término mayor, sin necesidad de pasar por los términos medios. Y es ahora cuando el humanismo metafísico asoma su trasfondo ideológico que, como toda ideología, va siempre dirigida contra alguien, y en este caso, contra los «términos medios», a través de los cuales los individuos o los grupos se vinculan a las especies y, por su mediación, al Género. Lo que Nathan el Sabio le dice al templario si lo analizamos desde esta perspectiva sería esto: «No hace falta ser judío, cristiano o musulmán para ser hombre»; las tres religiones son equivalentes, como lo son los tres anillos de oro que el padre entregó a sus hijos. El mensaje de Lessing resulta ser idéntico al mensaje de la religión natural de la Ilustración: el hombre no necesita de los contenidos positivos, supersticiosos, que ofrecen los sacerdotes mediadores (en cuanto términos medios) entre los hombres y Dios. Las tres religiones superiores son iguales siempre que se prescinda de sus sacerdotes, de sus dogmas, de sus sacramentos, de sus templos, de las sinagogas, de las mezquitas; es decir, siempre que las religiones positivas queden disueltas en una religión natural vacía de todo contenido positivo.

Pero esta misma disolución de los términos medios a la que empuja el humanismo metafísico no sólo tiene lugar en el terreno religioso; también tiene lugar en el terreno político. Un par de ejemplos, tomados de la política española. El primero, es el del federalismo. Desde su origen el federalismo español se inspiró en la metafísica del humanismo, que buscaba disolver el «término medio» –España– a través del cual precisamente algunos pueblos o naciones étnicas (vascos, catalanes, gallegos o bercianos) habían alcanzado históricamente un puesto en la historia universal del Género humano (¿cómo hubieran podido elevarse los vascos, por encima de las categorías antropológicas, a fin de alcanzar su puesto en la historia universal, si no hubiera sido por la mediación de España, más aún, del Imperio hispánico?).

Pi Margall, el gran fantasma del federalismo republicano, respondía a quienes afirmaban su condición de españoles diciéndoles: «Somos y seguiremos siendo, antes que españoles, hombres». Difícilmente podría corregirse la magnitud de semejante tautología (si no queremos atribuir a Pi Margall la majadería de reivindicar su condición humana ante los gatos o los conejos) salvo que interpretemos que lo que con ella se está reivindicando es la posibilidad de ser hombres sin más que siendo catalanes, vascos gallegos o bercianos, es decir, sin necesidad del término medio a través del cual catalanes, vascos, gallegos o bercianos llegaron a tener un puesto en la historia universal, a saber, su condición de españoles.

Muy cerca de la misma «cruzada» contra el «término medio», imprescindible para el razonamiento histórico, actúan quienes en nuestros días (sobreentendiendo sin duda que «ser europeo» es equivalente a «ser hombre» o, por lo menos, a formar parte de la «vanguardia de la Humanidad», como creían Husserl y Ortega) reivindican su condición de europeos directamente, es decir, sin necesidad de ser españoles («en Europa nos encontraremos de nuevo», concluyeron aquellos separatistas catalanes, vascos y gallegos que firmaron el Pacto de Barcelona).

Otro ejemplo de la acción corrosiva del humanismo metafísico, y de no menor actualidad, porque él da cuenta del enfrentamiento entre las asociaciones que agrupan a las Víctimas del Terrorismo (a las víctimas de ETA) por un lado y las asociaciones que agrupan a los Afectados por el 11M, por otro. En vano pretenderán los humanistas metafísicos (que parecen haber tomado las riendas del actual gobierno de España) equiparar a estas dos clases de víctimas como «víctimas de un terrorismo cuyos crímenes han de entenderse como crímenes contra la Humanidad». Porque ETA no asesina a sus víctimas «por ser hombres», sino por «ser españoles», con nombre y apellidos. Es inadmisible suponer que se ha dicho todo al afirmar que ETA ha delinquido por atentar contra los Derechos Humanos. ETA está atentando contra los españoles, y sus delitos son políticos antes que éticos. En cambio los afectados por las terribles bombas del 11M no tienen nombre, fueron víctimas aleatorias, escogidas dentro del «Género humano», como pudieran serlo las víctimas de un descarrilamiento fortuito de trenes. Y en ningún caso fueron víctimas por su condición de españoles, sino a lo sumo por su condición (compartida con franceses, ingleses, italianos, belgas o alemanes) de «cafres», de «infieles», de gentes integradas en un país infiel que Al Qaeda reivindica para el Islam, y que no sólo es Al Andalus, sino Al Andalus juntamente con otros países europeos. La calificación de los crímenes de ETA como crímenes contra la Humanidad, propia del humanismo metafísico, al que se adhiere gustosamente gran parte de la Iglesia Católica, resulta tener así un marcado signo antipatriótico, y es una coartada de los secesionistas vascos (que muchas veces son también humanistas cristianos).

5  Volvamos al Quijote: lo más sorprendente es que muchos profesores de filosofía dan por supuesto que la única filosofía que cabe movilizar a propósito del Quijote es la del humanismo (la del humanismo metafísico, añadimos nosotros). 

El Quijote habrá de verse como símbolo del Hombre, del universal trascendente que en el Hombre actúa. No hacen falta términos medios; estorba incluso interpretar a Don Quijote como símbolo de España o del Imperio español; incluso como símbolo del paso de Europa de la Edad Media a la Edad Moderna, como quería Hegel, porque esto sería tanto como perder la perspectiva filosófica, sería tanto como caer en una perspectiva concreta, en la que el significado filosófico se pierde. Los metafísicos humanistas dirán, con el espíritu neoplatónico de Plotino, que no sólo España y el Imperio español, sino también Europa y el paso de su Edad Media a su Edad Moderna, son «cantidades despreciables» que el sabio no sólo puede sino que debe ignorar. Cuando alguien ve a Don Quijote como hombre, su mirada será contemplada como filosófica; pero cuando ve a Don Quijote, no ya como manchego, sino como español, su mirada dejará de ser filosófica, para el humanista metafísico.

Pero, ¿en qué queda esta abstracción filosófica que propone el humanismo metafísico? ¿En subrayar la generosidad de Don Quijote, o su firmeza? Virtudes éticas, sin duda, pero que consideradas en abstracto resultan ser meramente psicológicas o, si se quiere, puramente etológicas, porque también los perros o las ratas son generosas y esforzadas con sus congéneres. Poner a Don Quijote como símbolo de estas virtudes es mera vacuidad, si se tiene en cuenta que las virtudes éticas (dirigidas a la conservación del cuerpo) sólo alcanzan su valor humano específico cuando están involucradas con las virtudes morales y las políticas. La ética pura, exenta, se diferencia muy poco de la Etología.

La vacuidad del Género humano, entendido como entidad metafísica, procede desde luego de la circunstancia de que este Género humano no existe, ni existió nunca, salvo a través de las bandas de los australopitecos o de los cromañones. La Declaración de los Derechos Humanos es una mera convención, útil sin duda en su contexto; pues los derechos que allí proclaman (los derechos de los hombres sin raza, sin religión, sin sexo, sin lengua) son los derechos de los primates. Los Derechos Humanos no van más allá (y no es poco) que los Derechos de los Animales; no tiene nada de extraño que la Declaración Universal de los Derechos Humanos fuera complementada, años después por la Declaración Universal de los Derechos de los Animales.

El humanismo metafísico no es una posición inocente; a lo sumo es inconsciente de sus consecuencias, es decir, pánfila. Inconsciente o culpable de los efectos disolventes de los términos medios (sin los cuales el discurso racional e histórico es imposible, como hemos dicho) que provoca, al pretender elevarse inmediatamente de lo particular (Don Quijote, por ejemplo) a lo universal (a la Humanidad).

Por lo demás, la «disolución de los términos medios» puede intentar llevarse a cabo de muchas maneras, la más inocente acaso, la del reconocimiento del Quijote como «patrimonio de la Humanidad». Porque sólo el Género Humano, la Humanidad (hemos de decir), tendría competencia legítima para seleccionar algunos de los contenidos particulares, culturales o históricos como «patrimonio suyo». Pero no es la Humanidad, sino un organismo comparativamente tan modesto como pueda serlo la UNESCO, quien declara a algunas instituciones «patrimonio de la Humanidad», y deja necesariamente fuera de la declaración a otras instituciones, no menos significativas (una declaración universal de «patrimonio de la Humanidad» en la que cualquier institución humana estuviese reconocida sería pura redundancia, sería algo así como un «homenaje de la Humanidad a si misma»). De hecho cuando se declara que alguna institución es «patrimonio de la Humanidad» es porque otras dejan de serlo. Por ejemplo, los Dioses de la Guerra, y no ya sólo Marte, sino también encarnaciones suyas tales como Alejandro, Cesar o Napoleón, ¿cómo podrían ser declarados «patrimonio de la Humanidad»? ¿Y Atila o Gengis Kan, o Stalin, o Hitler? Y alguno preguntará: ¿Acaso no son «figuras universales» que deben ser conocidas por todos los hombres?

Sin embargo, la universalidad que se alega cuando algo es declarado patrimonio de la Humanidad es una idea muy confusa, porque hay dos clases de universalidad claramente distinguibles, al menos por su intención:

Ante todo una universalidad canónica: proclamar a algo patrimonio de la Humanidad tendría la intención de mostrar lo que se reconoce como universal, en cuanto un canon o valor superior, como un valor reconocido como tal y ofrecido a todos los hombres. Tal era la intención de la universalidad cat-ólica del Evangelio (otra cosa que esta universalidad católica, patrimonio de la Humanidad, sea reconocida por otras religiones también universales).

Pero también, una universalidad etnológica, según la cual, proclamar algo patrimonio de la Humanidad no implica el reconocimiento de su valor canónico universal, sino a lo sumo su rareza, incluso su condición de contravalor vitando. Así, los esqueletos de siameses que se conservan en el Museo de Filadelfia (por cierto, un verdadero símbolo de la solidaridad entre dos personas) difícilmente pudieran ser presentados como un canon universal; ni tampoco el disco labial botocudo, ni el vudú; menos aún Hitler o Gengis Khan; con dudas, a juzgar por recientes manifestaciones, en Francia y Estados Unidos, Napoleón o Alejandro. Y, sin embargo, todas estas figuras, junto con sus reliquias (sus tesoros, sus herencias) serán declarados patrimonio universal de la Humanidad, en sentido etnológico: ninguna historia de la Humanidad dejará de citarlos.

Y ocurre que estos dos tipos de universalidad, que suelen concurrir en el momento de discernir, entre los billones de instituciones humanas, aquellas que vayan a ser declaradas «patrimonio de la Humanidad», se confunden una y otra vez. Porque la mera universalidad etnológica tiende a confundirse con una universalidad axiológica, y aún recíprocamente; del mismo modo que la fama universal de un artista kitsch, por serlo, asume el mismo rango que la fama de la madre Teresa de Calcuta: todos aparecen, por ejemplo, en el primer plano de la universalidad televisiva; todos son de hecho, en cuanto universales, patrimonio de la Humanidad.

Ahora bien: la interpretación filosófica del Quijote, desde el humanismo metafísico, no sólo no puede considerarse como la única manera de interpretar «profundamente» la obra maestra; sobre todo, habría que considerarla, según lo dicho, como la mejor manera de interpretar a Don Quijote desde el panfilismo más vacío, desde el pacifismo erasmista más vulgar, desde el clericalismo evangélico más ingenuo (aunque quienes mantienen este humanismo metafísico son casi siempre antiguos seminaristas que procuran disfrazar su origen con retazos recortados de la filosofía académica).

En otros lugares (especialmente en el capítulo final de España no es un mito, «Don Quijote, espejo de la Nación española») hemos ensayado el análisis del Quijote desde el sistema de Ideas denominado materialismo filosófico. No porque pretendamos que estas Ideas se deduzcan exclusivamente del Quijote, sino porque son ideas que pueden servir para interpretarlo; y sobre todo, porque si no se interpretan en esta dirección, hay que elegir como disyuntiva, el humanismo metafísico o bien renunciar a toda interpretación filosófica de ese «patrimonio de la Humanidad» que se llama Don Quijote de la Mancha.

Pero de lo que se trata es de ver al Quijote desde ideas filosóficas, y no sólo globalmente, sino en sus más diversos detalles.

Por ejemplo en el momento de interpretar el alcance de la pareja formada por Don Quijote y Sancho. Si en lugar de acercarnos al Quijote desde el esquema de las díadas (propio de chinos o de maniqueos) ensayamos acercarnos al análisis desde el esquema de las tríadas, no lo haremos apoyados en fundamentos tomados como empíricos (que también los tiene), sino que, sobre todo, lo hacemos teniendo en cuenta la doctrina de la symploké, asumida por el materialismo filosófico. Esto no quiere decir que no podamos apoyar las triadas en datos empíricos (textuales, filológicos). Decimos que estos son necesarios, aunque no suficientes. Decimos también que el esquema de las tríadas, como estructura compatible con la idea de symploké, puede abrir insospechados campos a la investigación empírica, campos que de otro modo permanecerían ocultos o desprovistos de interés para el filósofo. En este contexto debo citar el avance que me ha comunicado verbalmente Marcelino Suárez Ardura de su importante descubrimiento de las tríadas que actúan en el Quijote de Avellaneda, y cuya exposición esperamos con impaciencia. (En cualquier caso, el esquema de las tríadas no significa la desconsideración de las estructuras diádicas que están incluidas, por supuesto, en el esquema de las triadas, y que hay que tener en cuenta, sin duda, en el análisis de los diálogos.)

O bien, por ejemplo, en el momento de coordinar la tríada básica, la «tríada católica» (Padre, Hijo y Espíritu Santo), como organizadora de la estructura de la Historia universal, según un pasado, un presente y un futuro, entendido de un modo sui generis.

O bien, por ejemplo, en el momento de refutar la consideración humanística de un Don Quijote intemporal y ahistórico, «eterno», apoyándonos en el hecho insoslayable de que Don Quijote, como Fausto, son lectores de libros, y, por consiguiente, no pueden ser interpretados como «arquetipos eternos del Hombre», asignables a cualquier tipo de sociedad humana. Pues no cabe un Don Quijote entre los hotentotes, ni entre los hunos o entre los mongoles, ni el caballo de Atila ni el caballo de Gengis Kan tienen nada que ver con Rocinante.

Pero no se trata de un simple hecho empírico, el hecho de que Don Quijote o Fausto sean figuras inseparadas de sus libros; este es un hecho que sólo cobra significado filosófico cuanto se le contempla desde una idea de la sociedad política que esté involucrada con la idea de la sociedad política universal. Sólo hay libros en una sociedad política organizada como un Estado, más aún, como un Imperio. Don Quijote sólo puede existir en el seno de una sociedad política, mejor aún, en el seno de un Imperio, como lo fue el Imperio español.

O bien, por ejemplo, cuando referimos el Quijote a España, fundados en el dato inmanente suministrado por el propio Bachiller Carrasco, cuando define a Don Quijote como «espejo de la nación española». Porque España no es un «término menor», que desde la Humanidad (tomada como término mayor absorbente) pudiera no «merecer la atención del filósofo», que sólo tiene tiempo para volverse hacia «el Hombre». Sólo cuando se advierte el vacío de este género de filosofía metafísica, podrá advertirse que España puede ser asunto filosófico central.

¿Cómo? No desde la Antropología, sino desde la Historia. Cuando España se ve como ámbito (de ambire = ambicionar) de Don Quijote, cuando España deja de ser simplemente «un país» junto a otros países, cuando España deja de ser un mero término menor para la filosofía, cuando España se concibe como un Imperio, y el Imperio (tal es el presupuesto filosófico fundamental del materialismo histórico), es el único medio a través del cual la Humanidad (o el «Género humano») puede llegar a reflexionar sobre sí mismo. Porque no es el Género humano, como un todo, el que puede «reflexionar» sobre sí mismo. Tal reflexión es sólo posible desde alguna parte suya, cuando ella tenga capacidad de reflexionar sobre las otras partes, es decir, de confrontar su propia realidad con las realidades con las cuales se enfrenta. Y esta capacidad la adquieren las partes cuando estas partes están vinculadas a algún imperio. Si el catolicismo no fue una religión más, es debido a que llegó a ser la religión del Imperio romano. Si la lengua española de Cervantes no fue una lengua entre otras, es debido a que fue «la lengua del Imperio».

Y si Don Quijote no puede ser interpretado desde el pacifismo –que considera a las armas y a la guerra, al modo de Erasmo, como expresión de la irracionalidad del animal humano– es porque las armas, lejos de ser las enemigas de las letras (o de la «cultura», como diría alguna Ministra de la cultura circunscrita), constituyen el fundamento de esta cultura (las armas son ellas mismas cultura) y de estas letras, y en particular, de las letras de los letrados, de las leyes, incluso del Estado de derecho. Y si no existe más que en el papel un Tribunal Internacional de Justicia es debido a que este tribunal carece de las armas indispensables para su servicio; porque las únicas armas con las que podría contar en el presente, serían las armas de las Potencias nucleares y, sobre todo, las armas de los Estados Unidos, que mantienen hoy por hoy «el orden internacional» (consideramos fuera de lugar evaluar este orden como justo o injusto) y que jamás podría estar dispuesto a acatar las sentencias que un tribunal pronunciase en contra suya.

Desde estas diversas perspectivas podemos medir las virtualidades corrosivas y antipatrióticas que se encierran el humanismo metafísico, aplicado a la interpretación del Quijote, sobre todo cuando ese humanismo se expresa por boca de un presidente del Consejo de Ministros democráticamente elegido, que, obligadamente, tiene que asumir una perspectiva filosófica en el momento de trazar su programa de Gobierno; pero la perspectiva que se asume en este caso es la perspectiva de la filosofía metafísica del humanismo que tiene a rebajar a España del rango que ocupa como término medio del «silogismo histórico del Género humano», a la condición de un término menor más (una lengua y una cultura más entre las lenguas y las culturas de España, es decir, de la Península Ibérica); y esto porque ni siquiera Don Quijote es considerado, en cuanto universal, «una aventura española, sino humana»:

«Para elevar la cultura a política de Estado tenemos por delante un gran acontecimiento: la conmemoración del cuarto centenario de la primera edición de El Quijote. Es una ocasión excepcional para promover la cultura, la historia y la lengua de España. O para reflejar mejor lo que pienso, para promover las culturas, las historias y las lenguas de España. Quizás en El Quijote estén contenidas algunas de las notas básicas de nuestro carácter. Pero la grandeza de la obra de Cervantes, su perenne actualidad, reside en el alcance universal de esa aventura, humana más que española, en la que pueden verse reflejados los seres más que los países, las personas y los colectivos de cualquier momento más que los propios de una u otra época.» (Discurso de investidura de ZP, el 15 de abril de 2004.)


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