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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

martes, 10 de septiembre de 2013

169.-La Oratoria en España I a

Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti;  Paula Flores Vargas; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán;

cicerón

 Noción y clases. 

Se denomina oratoria al arte de hablar con elocuencia. Así considerada, la oratoria. es tanto una facultad del hombre como un hábito que se puede adquirir mediante el ejercicio de una técnica adecuada. A esta técnica se la designó con el nombre de retórica.

Si de una manera teórica podemos establecer tan tajante división, la verdad es que los términos se han confundido siempre a lo largo de la Historia: los recursos técnicos son, en muchas ocasiones, enumeraciones de los aciertos observados en los oradores, y la descripción del arte de la oratoria se identifica con la de los artificios retóricos. Por otra parte, la pieza que intenta persuadir, deleitar o conmover por medio de la palabra hablada tiene en sí misma un principio de estructuración propio: se emite sobre una base de primera persona gramatical y se dirige a un auditorio, o sea, es una estructura lingüística de predominante formalización monologal y función apelativa. Ello lleva a que la oratoria sea considerada como un género literario en todas las épocas «clásicas». Así lo encontramos una y otra vez, junto con la Historia, el género didáctico y la novela, en la enumeración de los «géneros en prosa».
Las normas que llevan a ser perito en la o. empiezan a transmitirse desde los albores de la civilización helénica, al mismo tiempo que su praxis. La profundidad de Aristóteles  ha hecho quizá de la Retórica el más importante de este género de tratados en griego, si bien no alcanza el rigor ni la amplitud de su Poética.
En Roma, Cicerón  es el gran orador que deja impronta hasta el punto de darle nombre a un estilo, escribe diversas obras sobre la materia y su De Oratore y Orator son otras dos piezas maestras de la teoría sobre oratoria en la Antigüedad. 
 Quintiliano 

El talante predominantemente científico, sistematizador y didáctico de Quintiliano  resume en sus 12 libros De Institutione oratoria todo el saber sobre la cuestión, en un compendio cuyas líneas esenciales permanecen vigentes y se repiten hasta nuestros días. Los libros de Quintiliano abarcan los siguientes aspectos: 

I) Antes de la Retórica (doctrina de pedagogía infantil).
II) Elementos y naturaleza de la Retórica. 
III-VII) Invención y disposición.
VIII-IX) Elocución, memoria y acción. 
X-XI) El artista u orador.
XII) La persona del orador en cuanto a sus costumbres.

Toda esta doctrina sobre oratoria vale tanto para la judiciaria (profesión específica del abogado o función judicial), como para la extrajudiciaria, que se divide en demostrativa («epidíctica»), cuando se refiere al pasado para elogiar o censurar, y deliberativa, cuando propone y aconseja para el porvenir. Casi íntegramente se ha aplicado también después la división más moderna de o. religiosa, política, forense y otros géneros menores como el académico o subdivisiones como el panegírico.

      Preparación y partes del discurso. 

La técnica de la preparación de un discurso requiere el cuidado de una serie de elementos que tradicionalmente se han dividido en inventio (invención), dispositio (disposición), elocutio (elocución), memoria y actio (acción). La invención consiste en la investigación y estudio de los materiales que han de manejarse y también en el conocimiento de los medios que para ello se precisan. La disposición atiende al plan del discurso, de forma que esté construido con el debido rigor epistemológico y que, según el asunto, se empiece, siga y termine por el principio, medio y fin; cuestión que puede parecer trivial, pero que en realidad no es fácil. La elocución, entre otros factores, analiza los instrumentos del artista en el lenguaje. Siendo la parte que conserva más virtualidad, se considera como disciplina lingüística. La memoria es cuestión relacionada con la oratoria, pero que no pertenece propiamente a la técnica. No se consideró al principio y fue discutida su inclusión en el Renacimiento, pero la autoridad de Quintiliano ha pesado siempre para mantenerla en la clasificación. Aquí entraría la mnemotécnica y otros procedimientos semejantes. La acción se refiere al acto mismo de la palabra y mira a sus diversos aspectos: pronunciación, recitación, presencia, ademanes, gestos, etc.
En profundidad, cada una de estas partes corresponde predominantemente a diversos enfoques del hecho: metodológico (inventio), lógico (dispositio), lingüístico (elocutio) y psicológico (memoria). Sólo la última (actio) es privativa del discurso hablado y se sigue practicando en las escuelas de Arte Dramático y centros similares. Recientemente, diversos aspectos de la actio son también objeto de las ciencias semiológicas que analizan el código gestual (v. SEMIOLOGÍA). En la práctica, la suma de partes que se presentaban como preparatorias al discurso supone un riguroso inventario de las técnicas pedagógicas para iniciar en la investigación y potenciar la expresividad lingüística.
Aunque Quintiliano se refiera al género judicial, en todo discurso podemos reconocer más o menos delimitadas las partes que señaló, a saber: exordio, narración, digresión, confirmación, refutación y peroración. Exordio es una introducción previa al tema, que fundamentalmente tiene por objeto disponer al auditorio a una situación -de atención. No es indispensable, pero sí conveniente. Además, las convenciones sociales lo han hecho inevitable en forma de saludo a autoridades, agradecimientos, etc. Narración: exposición del caso, centrada ya en el argumento que se quiere desarrollar. Digresión: puesta a continuación de la narración, porque al ser ésta la parte central y habitualmente más larga es donde suele utilizarse más; en realidad, aparece intermitentemente a lo largo del discurso y es un recurso de los oradores para descargar la tensión del público antes de que aparezcan síntomas de fatiga. Confirmación: pone de relieve la coherencia lógica y las razones que demuestran la precedente exposición.
En la retórica clásica se hablaba de pruebas en un sentido mucho más amplio, de modo que Quintiliano incluye en las de tipo técnico, no sólo las citadas, sino también la meteorología, la consulta a augures, etc., y como extratécnicas habla de documentos, recurso a la tortura, etc. Todo ello no es ajeno a la persuasión judicial en nuestro mundo, pero sí se consideraría hoy fuera de la disciplina o. Refutación o confirmación por la negativa, donde se prueba la falsedad de la tesis contraria a la expuesta. Peroración: conclusión en que se pretende condensar de modo impresivo y concluyente los supuestos asentados a lo largo del discurso.

      Principales oradores a lo largo de la Historia. 

En la Grecia clásica se le rinde un verdadero culto a la palabra, las instancias democráticas obligan a esmerarse en la perfección de los argumentos para mover a obrar en un determinado sentido a un público con criterio independiente, aunque la misma palabra es causa de la pérdida de libertad cuando por su seducción se arrastra a la masa y el orador se convierte en conductor del pueblo (demagogo) y tirano.
Demóstenes

      Entre los oradores griegos destacan: Pericles, del que Tucídides nos ha conservado varios discursos; Lisias, demócrata desterrado durante el gobierno de los treinta tiranos; Isócrates, autor de un bello discurso en elogio de la ciudad; y sobre todo Demóstenes. La tradición presenta a este último como ejemplo máximo de lo que puede la voluntad humana. Le falta de todo para ser orador: carece de voz, dicción, dominio del lenguaje, preparación legal y cultural, naturalidad. Todo este conjunto de imprescindibles cualidades no le hacen desistir del propósito y se entrena en la soledad, perseverantemente hasta alcanzar su objetivo. Si hemos de creer a Esquines, Demóstenes no puede articular palabra en presencia de Filipo cuando forma parte de una embajada que debía negociar con el caudillo macedonio.
 Fuera o no así, sus Filípicas le convierten en verdadero dictador de la plebe que rechaza todo posible entendimiento con Filipo. Incluso el pueblo de Tebas, convencido por Demóstenes, se alía con Atenas frente a Filipo y participa del resultado catastrófico de esa oposición. El otro gran campeón de la elocuencia griega, Esquines , ha pasado a la Historia con el triste papel de opositor de Demóstenes. En su vida, tampoco este papel le favoreció: al fracasar ruidosamente en el proceso de Ctesifonte, abandonó la ciudad para siempre.
      El arte de la oratoria  se ejerce en Roma en el Senado, depositario de la voluntad popular, y en los Comicios o asambleas populares. De entre todos los oradores, Marco Tulio Cicerón destaca de manera incomparable. Algunos trozos de sus Catilinarias siguen siendo obligados en todas las antologías del género. En la era cristiana, no cambia desde un punto de vista técnico la concepción de la oratoria. La propagación del Evangelio se hace fundamentalmente a través de la predicación , y la oratoria religiosa se convierte en el repertorio sin comparación más extenso de todos los géneros. Así, los sermonarios de los grandes predicadores nos han dado muchas de las más altas cimas de la oratoria.
      La oratoria política encuentra un desarrollo irregular en los distintos pueblos a través de la Historia, pero cuando la estructura social lo permite surgen por doquier oradores insignes, capaces de electrizar a las masas con la palabra y el ademán. Entre los testimonios que sobresalen, reseñaremos el de los artífices de la o. política del siglo XVIII inglés, los líderes de la Revolución francesa y las voces de la independencia política del mundo hispánico.

      La gran oratoria  parlamentaria inglesa es del siglo  XVIII. 

Pitt, el joven

Tras los discursos y arengas de la revolución en el reinado de Carlos I de Inglaterra, la época de los grandes oradores políticos ingleses se centra en el reinado de Jorge III, rival de -Carlos III de España. Los rebeldes americanos son causa de conmoción popular. Es entonces el momento en que brilla en los debates parlamentarios el conde de Chatham, William Pitt, considerado durante mucho tiempo como el más famoso orador británico. Éste sería el inicio de una enorme explosión de oradores notables, entre los que se cuentan: Burke, Fox, que reúne no sólo profundidad, sino una gran fuerza en su raciocinio; el agresivo Sheridan y Windham, defensor de las grandes causas. 
Finalmente, Pitt ( llamado el joven para distinguirlo de su padre, el conde de Chatham) cierra el brillante siglo XVIII, conduciendo con su palabra el Estado, a través de las intrigas políticas de su tiempo que en el Parlamento suscitan una oposición implacable y tenaz. Todos ellos son los padres de un estilo «británico» de elocuencia, exenta de toda chabacanería o ataque personal y expresada en un tono mesurado y práctico que con el correr del tiempo se va imponiendo por todas partes, tras los excesos declamatorios del siglo XIX.
La sesión inaugural de los Estados Generales bajo la presidencia de Luis XVI 'es el comienzo de la oratoria parlamentaria francesa. El 5 mayo 1789 se inician una serie de sucesos que llenan los últimos años de la Francia del siglo  XVIII. Al día siguiente del discurso de apertura que hace el Rey, el «brazo popular» se declara en franca rebeldía y se constituye en Asamblea Nacional. El conde de Mirabeau es el campeón indiscutible de elocuencia en los Estados Generales y en la Asamblea Constituyente francesa, donde es diputado por Aix. Su talante moral no responde en verdad a la integridad que se le pedía al orador en la Antigüedad clásica, pero los equilibrios oratorios ambivalentes de Mirabeau (paladín de la revolución y subrepticiamente amigo del rey) son formidables. 
Tras la destitución de Luis XVI, la Convención abriga tres años de discursos incendiarios en que no se habla sino de conjuras, traiciones, cómplices y patíbulos. En esta situación, Danton y Robespierre ( ambos guillotinados sucesivamente en 1794) llenaron con su exaltada elocuencia (inferior, desde luego, a la de Mirabeau) todo este periodo.
La independencia política obtenida por los pueblos de Hispanoamérica, después de la invasión napoleónica de la península Ibérica en 1808, es causa de un gran florecimiento de la o. en aquellos países. La nómina extensísima de oradores hispanoamericanos cuenta con nombres como el del argentino Sarmiento, cuyos discursos son un claro ejemplo de la oratoria de la época, ampulosamente llena de exclamaciones e interrogaciones; el también argentino Belisario Roldán, en cuyos discursos cabe destacar las notas de delicadeza, humanismo y ternura servidas por una expresión diáfana; Bolívar , el Libertador de Venezuela, trasunto en su vida y palabra del romanticismo exaltado; y Rafael María de Labra, en Cuba, de largos, pero jugosos discursos.

      Formación del orador.

La preparación para la oratoria es desde siempre un ejercicio fundamentalmente práctico. Se recomienda la lectura y audición para la adquisición de una cultura progresivamente más amplia, la imitación de los grandes maestros hasta fijarse un estilo propio, las redacciones frecuentes y cuidadosas en el planteamiento de los temas, la propiedad de las palabras y el ritmo de la composición, las continuas revisiones 'y correcciones, etc.
El orador debe ejercitarse en lograr una comunicación con su auditorio, potenciar su memoria (Cicerón recomendaba las asociaciones visuales), cuidar la voz, el rostro y los ademanes. En los libros modernos se recogen estas recomendaciones con escasas variantes, a no ser las matizaciones impuestas por los nuevos medios de ampliación del sonido y de comunicación como son el micrófono, la radio o la televisión. Con ellos pierde importancia la potencia de la voz, y la gana la modulación.
El género oratorio ha tenido en España manifestaciones eminentes en todos sus aspectos, pero su estudio sistemático apenas ha progresado en amplitud y visiones de conjunto desde las obras clásicas de los siglos XVIII y XIX (Mayáns y Siscar, v.; Capmany), más doctrinales y teóricas que históricas, hasta el punto de poder afirmar que no poseemos de él la idea clara de otros grandes géneros, como el teatro o la novelística. Las referencias a la oratoria que se hallan dispersas son muy abundantes, y además, los estudios de Retórica, promovidos con carácter académico desde el Renacimiento y prolongados durante los siglos posteriores en ciertos ambientes escolares hasta casi nuestros días, obligaban a manejar tratados y antologías de piezas oratoria según los viejos esquemas de la triple división demostrativa, judicial y deliberativa. (Una división más moderna abarcaría la oratoria religiosa, política y forense, con la adición de algunas variantes menores).
Hasta el siglo XVIII. Algunos trabajos monográficos revelan la fortuna seguida por la o. religiosa (con sus inmensas lagunas) frente a la escasez de atención para las otras dos. También hay que destacar las circunstancias externas que han favorecido, al azar, un tipo determinado de oratoria La religiosa ha sido más viva en los periodos de intensa religiosidad (p. ej., Contrarreforma), en tanto que la política ha florecido en los de lucha política y parlamentarismo (el siglo XIX, desde 1810; y buena parte del XX). La oratoria forense y la académica, menos vitales que las otras, han permanecido en los mismos niveles en cualquier época, por dirigirse comúnmente a auditorios restringidos.
La oratoria sagrada y política española, poco importante en la época medieval en lengua castellana, alcanzó especial relieve en el mundo catalán. Ya en el siglo XIII, fray Pedro de Aragón, conde de Ampurias y Ribagorza, alcanzó merecida fama por sus sermones. En dicho siglo abundan los anónimos redactados en latín o en catalán; a veces, se simultanean ambas lenguas. El siglo XIV, decisivo para la historia catalano-aragonesa, vio brillar la oratoria política, y Pedro IV el Ceremonioso llegó a ser un verdadero maestro. Su discurso ante las cortes de Monzón (1383) puede servir de ejemplo. El rey D. Martín, celebrado por dos importantes discursos, el de Zaragoza (1398) y el de Perpiñán (1406), continuó la tradición de la oratoria política. La oratoria sagrada contó con dos figuras de excepción: Felip de Malla, famoso por los sermones pronunciados entre 1408 y 1414, y S. Vicente Ferrer, cuyo verbo dotado de un especial vigor pasaba de la más exaltada fantasía al más delicado de los sentimientos.
Después del periodo erasmista y de los primeros reformados españoles (cuya predicación es poco conocida), la oratoria sagrada en los siglos XVI y XVII se divide, según Herrero, en cinco épocas, que abarcan los reinados de Felipe II a Carlos II. En la primera, hay que comenzar mencionando, por su influencia en toda la literatura religiosa posterior, al P. Granada, ilustre, no sólo por sus sermones, sino por sus seis libros de Retórica en latín, típicamente ciceronianos, como todo su estilo, al que siguen Alonso de Cabrera, Terrones del Caño, Agustín Salucio, el maestro Juan de Ávila, Hernando de Sevilla, Baltasar Pacheco, Diego de la Vega y Alonso de la Cruz. En la segunda época, hay una plenitud que elimina todo primitivismo y titubeo: Hernando de Santiago, Diego Murillo, Fonseca, Pedro de Valderrama, Martín de Peraza y Basilio Ponce de León, autores de Cuaresmas; Diego de Arce, Baltasar Arias, Pablo de la Cruz y el precursor barroco Ángel Manrique, autores de gran número de sermones de riquísimo léxico y gran libertad estilística. En la tercera, empieza a manifestarse el barroquismo, encarnado en la figura singular de H. Félix a Paravicino y Arteaga, trinitario, el más famoso orador sagrado del Siglo de Oro, acompañado de nombres como jerónimo de Aldovera, Andrés Pérez y el antigongorino Diego Niseno. La cuarta tiene oradores tan interesantes como Manuel de Nájera, Diego Malo de Andueza, Gonzalo de Arriaga y, en el Perú, brillaron Juan Caballero de Cabrera y Gaspar de Villarroel. La quinta y última, de decadencia, muestra todavía grandes predicadores: M. de Guerra y Ribera, Melchor de Fuster o Barcía y Zambrana, aún admirados, imitados y traducidos.
La gran cantidad de cuaresmas, advientos y santorales, así como el cúmulo de sermones sueltos (impresos en España o Indias) dificultan el haber obtenido una panorámica completa de la o. sagrada en sus mejores momentos, muestrario de estilos, de escuelas e individualidades, y a la que no faltaron gran cantidad de tratados preceptivos. En el siglo XVIII, domina una gran decadencia, empiezan a circular, traducidos, sermones franceses. La amarga crítica contenida en Fray Gerundio, de José Francisco de Isla, es buena prueba de ella.

Del siglo XIX en adelante. La oratoria política española, en los tiempos modernos, se inicia con las Cortes de Cádiz, donde se agrupan y revelan oradores de muy diversa procedencia. Agustín Argüelles, quizá el más destacado, había pasado en Londres los últimos años del reinado de Carlos IV y, si no importó a España la escuela inglesa, sus contemporáneos hallaron gran semejanza entre la severidad de los británicos y la sencillez y mesura españolas, al menos en estas primeras Constituyentes (v. I). Diego Muñoz Torrero, antiguo rector de Salamanca y eclesiástico;
Pedro Inguanzo Rivero, Antonio de Capmany, tratadista de retórica y orador; Torrero (el Cura de Algeciras,), con resabios de predicador; Aner, José María Calatrava, Joaquín Lorenzo Villanueva e Isidoro Antillón fueron las más famosas voces de Cádiz, modestos, medianamente retóricos y de gran lisura en la expresión. Mucho más elevado fue el nivel oratorio de las primeras Cortes liberales (1820-23), con Francisco Martínez de la Rosa, duque de Alcalá Galiano , Álvaro Flórez Estrada, Flores Calderón, conde de Toreno (José M. Queipo de Llano), Garelli y Juan Romero Alpuente. Tras el absolutismo fernandino, con las Cortes moderadas y las sucesivas, ordinarias o constituyentes, entramos de lleno en el s. XIX: Joaquín María López, Salustiano de Olózaga, Francisco Castro y Orozco, Manuel de la Cortina, Alejandro Pidal, Antonio Ros de Olano, Juan Donoso Cortés , José de Posada Herrera, Antonio de los Ríos Rosas, Cándido Nocedal, Antonio Aparisi, Práxedes Mateo Sagasta, Antonio Cánovas, Emilio Castelar, etc.

      Liberales, conservadores, tradicionalistas, todos tienen rasgos comunes: 

verbosidad, ampulosidad, viveza en la réplica, fáciles cabalgadas históricas, toques sentimentales, etc. La gran figura de Emilio Castelar parece haber sintetizado toda la oratoria política del siglo. En realidad, fue un elocuente artista de la palabra, con demasiada vehemencia torrencial, muy típica de su época, tan contagiada de retoricismo en toda su prosa.
Durante el siglo XX, en la época parlamentaria, la oratoria  se extiende a grandes masas, pero no acaba de perfilarse un estilo o estilos nuevos, adecuados a la evolución de la prosa en otros géneros (novelas, ensayo). Mientras que otras manifestaciones verbales (la oratoria académica y forense, la conferencia. docta) y aun géneros o especies verbales nuevas, como la charla, se encuentran más acordes con la tónica de la nueva prosa, la oratoria política persiste en una línea arcaizante, más prendida al formalismo latino que al informalismo anglosajón, que no desdeña la sequedad de los datos o los hechos, junto a los reposos de la anécdota, la cita e incluso el rasgo de comicidad. De entre una interminable nómina, en ocasiones más ideológica que política, citaríamos a Juan Vázquez de Mella, Antonio Maura, y José Antonio Primo de Rivera  como figuras bien representativas.
En la oratoria forense del siglo XIX citaremos a Pacheco, los Silvela, Luis Cobefia, Muñoz Rivero, y entre los académicos, a Alberto Lista, Agustín Durán, Núñez de Arenas, Sánchez de Castro y Leopoldo Alas.


Práxedes Mateo Sagasta.

Segasta 

Nuestro siglo XIX, el siglo de la oratoria española, como lo llama Ma Cruz Seoane1, comprendió muy bien el inmenso potencial que la palabra hecha discurso retórico tenía. Un destacado orador y político de la época, Joaquín Mª López, escribía:

"Grande es, o, por mejor decir, inmenso, el poder de la elocuencia, porque se dirige a la razón para persuadirla, al corazón para moverlo y a la imaginación para exaltarla. Cuando los antiguos galos representaban un Hércules armado de cuyas manos pendían unas cadenas de oro que iban a parar a los oídos de los que le rodeaban, querían significar por medio de este ingenioso emblema el irresistible ascendiente del talento de la palabra. Pero aún iba más allá la alegoría: las cadenas estaban flojas; y esto daba a conocer desde luego que el poder del orador no descansa en la fuerza, sino en la magia de la expresión y del pensamiento que cautiva y arrastra las almas y los corazones".

Y Práxedes Mateo Sagasta es, ciertamente, además de un personaje político decisivo, un insigne representante de esta oratoria española del XIX. He aquí cómo caracteriza su oratoria un contemporáneo suyo, Francisco Cañamaque:

"No es Sagasta un orador erudito, metafísico, profundamente ilustrado; es un orador oportuno, enérgico, incisivo, de lógica contundente, de palabra bastante correcta y fácil, de giros y prontos tribunicios, de apóstrofes magníficos, de ironías mortales, de exposición clara, de verdadera elocuencia política. Su talento es más práctico que teórico; su naturaleza de lucha más que de paz. No ilustra cuando habla; pero enardece, entusiasma, agrada. Hiere el sentimiento y llama la risa, toca al corazón y produce regocijo"4.

Pues bien, en este estudio de la oratoria parlamentaria de Sagasta pretendemos analizar cuáles son las estrategias retóricas concretas que el político riojano ponía en liza para lograr la eficacia persuasiva de sus discursos y para dejar a sus contemporáneos y a nosotros mismos que ahora los leemos -aunque no los escuchemos- la impresión de estar ante una oratoria de alta cualificación retórica.
Debe quedar claro que, metodológicamente, nos situamos en la más pura tradición aristotélica, tan brillantemente recuperada en el siglo XX por Ch. Perelman5 y, entre nosotros, por la llamada Retórica General Textual6; una tradición que supera la idea peyorativa y restringida de "retórica" y establece que el acercamiento a un texto, literario o no, desde la perspectiva retórica no sólo debe atender a las figuras del lenguaje, sino también a las estrategias argumentativas lógicas, psicológicas y éticas, y a la tópica y al conjunto de ideologemas de los que se nutre dicho texto para lograr el objetivo final del docere, delectare et movere ("enseñar, agradar y persuadir") ante un receptor o auditorio determinado7.
Con otras palabras, en el discurso nos encontramos con un receptor que procesa, que descodifica un mensaje que para él tiene un origen en una persona revestida de credibilidad, bien sea por su posición social, bien sea por los conocimientos que se le suponen (éthos). Una persona que emplea, por un lado, enunciados que apelan a la capacidad de discernimiento racional de quien le escucha (lógos) y, por otro lado, palabras evocadoras de sentimientos (páthos) o de emociones estéticas (léxis) a las que el receptor del mensaje responde subjetivamente8. El orador, además, añadirá el gesto, la voz y su apariencia externa, que son los elementos que constituyen la hypókrisis de la retórica griega o la actio de la latina (términos ambos sacados del teatro); elementos que en el proceso de convencimiento o persuasión son tan importantes o más que los puramente argumentativos9. La Retórica, en suma, no tiene más finalidad que la de hacer eficaz un mensaje; es decir, prepararlo y emitirlo debidamente para hacerlo llegar en las requeridas condiciones y procurar que cause el deseado impacto en su receptor.
Como éste queremos que sea el primero de una serie de estudios dedicados al análisis retórico de la oratoria política, en general, y de Sagasta, en particular, destinaremos algunas páginas a la exposición de nuestra línea metodológica y a la definición de los distintos términos retóricos implicados. A continuación, la aplicaremos al análisis de uno de los primeros discursos de la larga carrera política de Sagasta: el que pronunció en su primera etapa como parlamentario en descargo de los diputados liberales que votaron contra la libertad de cultos.
Así pues, esa Retórica de raigambre clásica enseña que las estrategias que debe poner en práctica el orador si quiere conseguir que su discurso sea persuasivamente eficaz son de carácter "lógico", psicológico, ético, estilístico y "escénico". Veamos en qué consiste y cómo se articula cada uno de ellas.

En Lógica basta una prueba, la mejor demostración, la más simple y breve; pero en el discurso retórico puede ser de utilidad cada argumentación añadida para aumentar el grado de adhesión; pues de las argumentaciones lógicas se predica la validez, de las retóricas, la eficacia. La Retórica no aspira a la certidumbre total y a lo universal como la Lógica, sino a la probabilidad y a lo contingente. El ser humano, que es más bien un ser sugestionable que un ser lógico10, no actúa de ordinario tomando por cierto tan sólo aquello que está probado. Actúa muchas veces por impresiones y su adhesión se caracteriza por conocer una gradación de intensidad variable bien distinta del binarismo racionalista del sí o del no11. Por ello, la Retórica no argumenta con silogismos siempre ciertos y verdaderos, sino con lo que Aristóteles llamó entimemas y con ejemplos, a través de los cuales se intenta obtener no tanto la verdad inamovible cuanto una opinión razonable.
El entimema es, en efecto, un "silogismo" cuyas premisas son verosímiles (y no necesariamente verdaderas), significando lo verosímil la adhesión a un sistema de expectativas compartido habitualmente por la audiencia. 
Aristóteles, ciertamente, nos enseña que "ante determinados auditorios, ni aunque poseyéramos la ciencia más exacta, resultaría fácil que los persuadiéramos con ella, pues el discurso científico es cosa de instrucción, y eso es imposible en un caso como el antedicho (sc. el orador hablando a las masas), sino que es necesario montar las pruebas y los argumentos sobre los principios comúnmente admitidos"12. 
Las premisas de los entimemas han de buscarse, en consecuencia, entre esas opiniones generalmente aceptadas que están como depositadas en la memoria colectiva. Para hallarlas se recurre a lo que Aristóteles llamó tópoi,o lugares, que constituyen, en palabras de Perelman, "un arsenal indispensable del que, quiera o no quiera, deberá pertrecharse quien desee persuadir a otros"13. A partir de estos lugares, que a menudo permanecen implícitos en las argumentaciones, justificamos la mayoría de nuestras decisiones.
Enumerar todos los lugares posibles sería una empresa irrealizable, porque cada grupo social, cada época da preeminencia a unas u otras ideas y valores. No obstante, se puede reunir bajo títulos muy generales el conjunto de los lugares que "todos los auditorios, cualesquiera que fueren, tienden a tener en cuenta"14 y que son los agrupados bajo los nombres de lugares de la cantidad, de la cualidad, del orden, de lo existente, de la esencia y de la persona. Vamos a explicar, aunque sea someramente, cuál es la virtualidad argumentativa de cada uno de estos grupos.
Los lugares de la cantidad afirman que una cosa vale más que otra por razones cuantitativas. Esta es la premisa sobreentendida en muchas argumentaciones distintas pertenecientes a los campos más dispares. Por ejemplo, en la idea de que ha de seguirse la opinión de la mayoría, en la apelación al "sentido común" o a la "normalidad" basada en el principio estadístico, en la preferencia de un mayor número de bienes a uno menor, de lo que beneficia a un mayor número de personas, de lo que es más duradero y estable, etc.
En los lugares de la cualidad, que se oponen a los anteriores, se basan quienes combaten la opinión de la mayoría, al afirmar que la cantidad va en perjuicio de la calidad, exaltando lo único como incomparable. Lo que es único no tiene precio y su valor aumenta por el mero hecho de ser inapreciable. Hoy es aceptado, por ejemplo, que todo lo que está amenazado de desaparecer adquiere un valor que conmueve de inmediato. O piénsese en la fuerza argumentativa de un hecho calificado de irreparable porque no puede repetirse. Incluso la mayoría aprecia lo que sobresale, lo que es raro y difícil de realizar.

Los lugares del orden afirman la superioridad de lo anterior sobre lo posterior, de los principios sobre las aplicaciones concretas, de las leyes sobre los hechos, de las causas sobre los efectos, etc.; pues lo que es causa es razón de ser de los efectos y, por consiguiente, es superior. Un ejemplo podría ser la idea de primacía: ser el primero en entender algo, en hacer un descubrimiento, en superar un límite; incluso la noción de precedencia como señal de respeto está fundada sobre los lugares del orden.
Los lugares de lo existente confirman la preeminencia de lo que existe, de lo que es actual, de lo real sobre lo posible, lo eventual o lo virtual. Van de la popularidad del refrán "más vale pájaro en mano que ciento volando" a la razonable preferencia por un resultado observable antes que por un proyecto que no está en marcha.
Por los lugares de la esencia se concede un valor superior al individuo o individuos que encarnan mejor las características atribuidas a una determinada "esencia" o "tipo". Se trata de una comparación entre sujetos concretos. Tersites como ejemplo de fealdad, Ulises como prototipo de la astucia; una estrella de cine como encarnación de la mujer fatal, o como sex-symbol, etc. El fenómeno de la moda se explica, como es sabido, por el deseo de acercarse a quienes "marcan la tónica".
Los lugares de la persona se apoyan en los valores de la dignidad, el mérito y la autosuficiencia. Por ellos concedemos más valor a lo que se hace con esmero, a lo que requiere más esfuerzo y a quien "se ha hecho a sí mismo".

No hay que olvidar que a cada lugar se le puede oponer un lugar contrario: a la superioridad de lo duradero, que es un lugar clásico, se le podría oponer la de lo efímero, que es un lugar romántico.
"De ahí la posibilidad de caracterizar las sociedades no sólo por los valores particulares que obtienen su preferencia, sino también por la intensidad de la adhesión que le conceden a tal o cual miembro de una pareja de lugares antitéticos".
Mientras que el entimema es un razonamiento deductivo, la argumentación por el ejemplo16 procede de forma inductiva: recurre a un hecho concreto, real o ficticio (pero verosímil), que puede generalizarse. Así, cuando invocamos un precedente significa tratarlo como un ejemplo que funda una regla. En los tipos de discurso científico, en la oratoria religiosa y política, por ejemplo, y, en general, en todo tipo de propaganda, incluida la publicidad comercial, el paso de la fundamentación de una norma a su ilustración es, casi siempre, insensible y ambas funciones pueden estar subordinadas al propósito de proporcionar modelos de comportamiento17. Las colecciones clásicas de hechos memorables en forma de relato de un episodio que puede citarse como confirmación constituyen un filón de ejemplos que han sido aprovechados por la oratoria de todas las épocas.
El llamado argumento de autoridad también se inscribe dentro de este tipo de razonamiento que se apoya en los hechos o afirmaciones considerados como "ejemplares". Por medio de él se confiere valor probatorio a la opinión de un experto, de un maestro, de un personaje ilustre o, incluso, de la sabiduría popular. La cita es el instrumento del argumento de autoridad cuando el usuario la aduce como garante de la propia opinión. En la utilización retórica de este argumento, puede invocarse la autoridad de una persona sobre una materia para divulgar su opinión favorable sobre cualquier otra cosa.
Lo mismo que sucedía con el entimema y los lugares, también al ejemplo se le puede oponer un contra-ejemplo. Así, a un refrán como "la prudencia es madre de la ciencia", se le contrapone otro como "el que no se arriesga no pasa la mar". Además, cuando se aduce un ejemplo se sobreentiende que uno mismo se esfuerza igualmente por acercarse a él. Esto permite salidas cómicas como la siguiente: a un padre que le dice a su hijo mal estudiante recurriendo a un ejemplo: 
"A tu edad, Napoleón era el primero de la clase", le replica el muchacho: "A la tuya, era emperador".


Es, evidentemente, utilísimo desentrañar los componentes "lógicos" de cualquier discurso retórico. Pues entimemas y ejemplos nos dan una información preciosa del tipo de "verdades comúnmente admitidas" por el grupo de personas a quien, en nuestro caso concreto, se dirige Sagasta para lograr la persuasión mediante este procedimiento racional.
Pero el ser humano, además de razón, también es corazón; es sensibilidad y entendimiento. Y cuando desea persuadir -más si cree que posee una verdad- no se detiene en ponderar el rigor formal del método, sino que pone, consciente o inconscientemente, al servicio de esa actuación todos los dispositivos que posee. Por ello, junto a las argumentaciones lógicas o razonables el orador procura poner en juego toda suerte de móviles psicológicos incitadores o intimidatorios que incidan en los sentimientos, emociones y creencias del público. Así, en el discurso persuasivo hay múltiples elementos que se dirigen al inconsciente, a la pura emoción. El orador debe conseguir regular o rellenar la brecha, que teóricamente se abre entre él y su auditorio, acudiendo a la exaltación de valores comunes, al halago, a la alusión a un enemigo real o imaginario, al temor que inspira ese mismo enemigo, o creando un sentimiento de culpa, lástima o conmoción en los que escuchan.
Lo cierto es que en muy dispares circunstancias históricas un discurso político basado esencialmente en estos resortes psicológicos, sin más aditamentos, y puesto en los labios del hombre adecuado ("el conductor del pueblo" o demagogo) ha movilizado a grandes masas acríticas y faltas de cultura. Es un vivo ejemplo la apelación de algunos políticos al mito del "pueblo", convocado en torno a un líder carismático, intérprete de sus deseos y garante de su cumplimiento. El orador "populista" se sirve de un conjunto de imágenes "cálidamente coloreadas" capaz de crear un estado de ánimo épico, e impulsar a la acción en contra del "antipueblo". De ningún modo toleraría dudas sobre su fuerza o su honradez y abusa permanentemente de sentimientos persecutorios. La imagen, por ejemplo, de un enemigo amenazante, de una conspiración contra el "pueblo", está siempre presente en su discurso y toma diferentes nombres según el sujeto de la apelación: "pobres y ricos", "explotados y explotadores", "descamisados y oligarcas", "nacionales y extranjeros", "nosotros y ellos"...

También en el discurso de los movimientos nacionalistas puede observarse un elevado componente emocional21. En ellos desempeña un importantísimo papel la "presunta recuperación del pasado nacional"; de ahí que el mensaje aparezca plagado de símbolos y valores tradicionales que provocan el "recuerdo" mitificado de antiguos reinos, imperios o formas políticas autóctonas que generan el anhelo de una perdida Edad de Oro22.
Queda patente, pues, lo peligroso, por lo efectivo, que puede llegar a ser este componente psicológico en el discurso político. Por ello Quintiliano dio especial relevancia en su formación del orador al componente ético. Porque, frente al carácter impersonal y abstracto de la demostración lógica, la justificación retórica está ligada a la personalidad del que argumenta. Este es el sentido de la definición que Quintiliano recoge del orador como vir bonus dicendi peritus. No se trata de que haya que ser "bueno" para ser buen orador, sino que la honradez, la probidad, conceden un crédito al que las posee, y por lo tanto su fuerza persuasiva es mayor. Por el contrario, un orador de poco prestigio moral, cuyas intenciones sean sospechosas, perderá toda confianza y fiabilidad ante el auditorio. Por esto el discurso retórico, para que sea eficaz, debe ser coherente con lo que se espera de la conducta de quien lo pronuncia. El concejal de urbanismo que diserta con el objetivo de potenciar el uso del transporte colectivo y luego se le ve en coche paseando por la ciudad ha fracasado totalmente en sus propósitos persuasivos.
Mas la eficacia persuasiva brota también de los recursos estilísticos que ayudan a hacer el mensaje atractivo y, especialmente, si resultan acordes con la sensibilidad, la imaginación, el gusto y la formación literaria de los oyentes. Sin la adecuada "elocución" todo lo demás—escribe Quintiliano—"es muy semejante a una espada encerrada en su vaina".
 Como resultado, sin embargo, de la tendencia de ciertas retóricas a limitarse a los problemas de estilo y expresión, los recursos expresivos o figuras fueron considerados cada vez más como simples ornatos, que sólo contribuían a crear un estilo artificial y florido. La exuberancia verbal, vacía de contenido, a la que las circunstancias sociales y políticas empujaron la Retórica, la terminó convirtiendo en sólo un catálogo de tropos y figuras, es decir, en un arte de adornar el estilo, en lugar de lo que había sido por varios siglos: la facultad de hallar y organizar temas y argumentos, y expresarlos luego de manera atractiva con el propósito de enseñar, agradar y persuadir.
Pero esas llamadas figuras retóricas no se habían ideado para servir sólo de simple adorno, sino por su efecto persuasivo y por su valor argumentativo añadido. 
"El ornato del discurso - dice Quintiliano- no es de poca utilidad al asunto. Porque quien escucha a gusto, presta mayor atención y se siente más inclinado a dejarse convencer. A veces su gusto le tiene preso, a veces le arrastra su admiración". 
El modo de expresión, en general, y las figuras, en particular, deben ser útiles y convenientes a la intención del discurso, porque, -afirma el rétor calagurritano-
"¿de qué sirve que haya palabras significativas, elegantes y trabajadas con figuras y según una buena armonía, si ninguna conexión tienen con aquellas cosas hacia las que queremos inclinar y persuadir al juez?". 
Pues no siempre las muchas y floridas palabras captan la atención más que las menos.
Sentado lo anterior, citaremos, a modo de ejemplo, algunas de las figuras retóricas más efectivas en el discurso político27. Para que exista una figura debe darse un uso que se aleje de la forma normal de expresarse y que, por ello, atraiga la atención. 
Porque, en palabras de Aristóteles, "lo que se aparta de los usos ordinarios consigue, desde luego, que parezca más solemne; pues, lo mismo que les acontece a los hombres con los extranjeros y con sus conciudadanos, eso mismo les ocurre también con la expresión. Y por ello conviene hacer algo extraño el lenguaje corriente, dado que se admira lo que viene de lejos, y todo lo que causa admiración, causa asimismo placer".



Las recurrencias o repetición de sonidos y sentidos que se emplean en el eslogan publicitario ("Al pan, pamplonica"), en las aclamaciones entusiastas ("Juan Pablo II, te quiere todo el mundo") o incluso en la poesía mística ("Vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero"), se pueden transformar en boca de un buen orador político en auténtico resorte argumentativo. Su fuerza está en la insistencia fónica en un mismo pensamiento para que tenga más penetrante eficacia y van desde la simple recurrencia de los sonidos con calculada variación ("Ni Flick ni Flock"), hasta la más ingeniosa combinación que echa mano de la técnica de los sinónimos, que acude a las mismas palabras con significados distintos o a la machacona reiteración de frases  enteras en las que se cambia lo imprescindible para que el resultado sea sorprendente. Como esos utilísimos juegos de palabras del tipo "No tenemos miedo a negociar, pero no negociaremos por miedo".
También son de gran efecto toda la serie de figuras que consisten en la sustitución de la palabra o de la idea propias por otra u otras cuya significación está con aquella en una relación real (sinonimia, perífrasis), de analogía (metáfora, alegoría), de causalidad (metonimia) o de contraste (ironía). Su poder eufemístico, explicativo o embellecedor hace que gocen de prestigio y popularidad entre los buenos oradores, más aún porque les es inherente cierta indeterminación que provoca la atención y exige la colaboración  interpretativa del oyente. No decir las cosas expresamente tiene muchas ventajas: suaviza la reacción del oponente y hasta le puede colocar en un mal lugar, toda vez que el primer orador puede negar, con algún viso de realidad, lo que su rival ha creído entender. Si uno observa las palabras clave utilizadas en los discursos políticos de la llamada "transición española", por ejemplo, se da perfecta cuenta de cómo términos que pudieran suscitar reacciones al proceso de reforma están prácticamente proscritos: "consenso" aparece como la palabra talismán, el "comunismo" evita el estigma suavizándose con un prefijo de referencia a Europa y convirtiéndose en "eurocomunismo"; el "socialismo" se hace "socialdemocracia"; la derecha recibe apelativos como "civilizada" o "razonable" y se constitucionalizan términos como "nacionalidad" y "autogobierno" en lugar y como atenuante de los reivindicados "nación" y "autodeterminación"29.

Pero quizá sea la ironía, y sus múltiples variantes y conexiones30, la que mejor se preste a la argumentación y a la contra-argumentación, por ser la figura, en palabras de Cicerón, "que de manera muy especial se infiltra en la inteligencia de los hombres"31. Con una frase como "¡Yo soy el responsable de todo, sí señor, hasta de la caída de Roma!", el orador quiere dar a entender lo contrario de lo que está diciendo. La ironía atrae, entonces, la atención del oyente. Gracias al juego irónico, se siente más interesado, pues le acucia la curiosidad y el deseo de saber adónde quiere ir a parar el orador, que o sabe más de lo que dice, o lo que sabe se aparta de cuanto está expresando. Es pe-dagógica32, porque, al oír a Demóstenes exclamar irónicamente: 
"¡Bonito favor ha recibido hoy en compensación el pueblo de Oreos por haberse puesto en manos de los amigos de Filipo! ¡Bonito también el de los de Eretria por haber rechazado a vuestros embajadores y haberse entregado a Clitarco! Son esclavos a golpe de látigo y a punta de cuchillo"33, al oír esto -decimos- los atenienses pueden elegir todavía, aunque los oreí-tas y los de Eretria ya no puedan hacer nada. La ironía, en fin, es necesaria, dice Laín Entralgo34, y es necesaria en la política, y es necesaria en el Parlamento, y uno de los defectos de la vida española en tantas y tantas ocasiones es que los políticos no han actuado ni han hablado con humor, no han hablado con la ironía debida..."35.

Reconocida la eficacia de esos recursos estilísticos, el propio orador, para evitar los excesos, debe, según Quintiliano36, distinguir qué es lo útil y conveniente, qué elementos del lenguaje se adaptan al proyecto total del discurso, incluido el ámbito social, político e histórico que se trasluce en él.
Pero el discurso, además de apoyarse en la fuerza de la lógica, de la pasión y de la coherencia ética y estética, recibe, por último, el apoyo retórico de los sentidos cuando se pronuncia, cuando se hace acto; pues un orador no sólo tiene oyentes, sino también espectadores. 
"Es tan grande" -escribe Joaquín Mª López, en sus Lecciones le Elocuencia37- "la diferencia que resulta de oír un discurso bien pronunciado a leerlo después que puede decirse con verdad que la imprenta, aunque copie con fidelidad la palabra, no nos transmite más que su sombra. Conocer por tanto a un orador por sus discursos escritos es no conocerlo. La acción es un lenguaje que viene en auxilio de otro lenguaje; el tono, las modulaciones de la voz, el gesto y la expresión de la fisonomía, auxiliares todos tan poderosos, no se transmiten al papel, en que sólo puede trazarse una copia muerta al lado del cuadro vivo y animado [...]. La acción, con todos sus otros auxiliares, es la que da vida a una palabra. Ella hace de un sonido un dardo, de un acento una conmoción y de una voz una tempestad."

El tono, la mirada, el gesto son, en efecto, la expresión más clara del sentimiento y operan de manera directa sobre el ánimo del auditorio; son el lenguaje de la naturaleza que todos entendemos, mientras que las palabras son signos convencionales que sólo reciben su significación completa por el modo de ser pronunciadas. Consciente o inconscientemente, estamos transmitiendo continuamente información con nuestro cuerpo. Y así, en el discurso, como en el género dramático, lo estrictamente literario es sólo una parte; cuenta tanto o más la "representación".

Pero, como siempre, hay que evitar esos excesos a los que hace referencia un privilegiado observador de la oratoria española: 
"Muchos representantes del país" -critica Fernández Flórez38- "no han traído al Congreso más que unos sanos pulmones, y procuran ganar con ellos la popularidad. Congestionados, aporreando las cabeceras de los bancos, en lucha con los otros pulmones, vociferan injurias, acusaciones triviales. Y es que el cerebro posee una voz y los riñones otra. Pero en la labor que ahora está encomendada a la Cámara son los cerebros los únicos que debieran hablar."

Por eso Quintiliano, en su detalladísimo tratamiento del asunto en el libro XI, insiste en la adecuación que debe haber entre la actuación del orador con voz y gestos y cada uno de los componentes del discurso. "La moderación" -afirma- "es la que sobre todo debe llevarse la atención primera. Porque no es mi objeto formar un comediante, sino un orador". Además, se ha de tener en cuenta al destinatario y su contexto. Pues no en todos los lugares una determinada entonación o un gesto son igual de oportunos o tienen el mismo significado.
La palabra y todos los elementos que conforman la acción retórica deben constituir siempre una unidad a la hora de expresar cualquier mensaje. Si el lenguaje del cuerpo y el hablado no concuerdan o, incluso, se contradicen, el público se mostrará inseguro e intranquilo, pues no acabará de captar el mensaje, inclinándose siempre por el lenguaje del cuerpo en caso de duda. El orador que saluda a sus oyentes con las palabras "Me alegro de poder estar esta noche con ustedes" y lo hace con un tono lánguido y mirando hacia el suelo no debe asombrarse si no se le cree la alegría de que habla. Es el conjunto de las palabras y del cuerpo lo que forma el mensaje que se quiere transmitir de la manera más verosímil posible.
En resumen, para que un orador consiga la adhesión del auditorio y tenga la virtud de reorientar, en el género oratorio que nos va a ocupar, la situación socio-política preexistente por medio de un discurso retórico eficaz, debe valerse de la manera más ajustada y conveniente posible de ideas verdaderas o verosímiles dispuestas de tal forma que encuentre la aceptación del oyente por la fuerza lógica de la argumentación; de procedimientos psicológicos generadores de la benevolencia y la conmoción por incidir en sentimientos, emociones y creencias del público; y de recursos estilísticos que hagan atractivo el mensaje por resultar adecuados a la sensibilidad de los oyentes. La "representación" del orador, su actio, como decían los retóricos latinos, ha de revelar su propia fuerza convincente en la pronunciación del discurso. La total coherencia entre lo dicho y lo pensado, entre lo recomendado y lo practicado por el orador harán el resto.

Establecida, así pues, las bases metodológicas y definidos los términos implicados, pasamos a estudiar los resortes de persuasión de uno de los más significativos discursos de Sagasta: el que pronunció sobre la conveniencia de la libertad de cultos el 28 de febrero de 1855 ante los diputados que formaban parte de las Cortes Constituyentes elegidas en 1854 39.
Se discutía sobre la base segunda de la Constitución que versaba sobre la tan traída y llevada libertad religiosa. Muchos progresistas, en contra de lo que se esperaba40,  apoyan el mantenimiento explícito en la Constitución de la unidad religiosa del Estado y se dan por satisfechos con la mención a la tolerancia de cultos. El encargado de argumentar a favor de semejante muestra de contradicción programática fue el ministro de Gracia y Justicia, Joaquín Aguirre, y contra él sonaron en la tribuna las voces de los progresistas más radicales que reclamaban la total libertad de cultos.
En este punto se produce la intervención de Sagasta. Su discurso comienza con un exordio que contiene lo que, según la Retórica clásica41, interesa considerar al principio con el objetivo de preparar y predisponer positivamente al auditorio hacia la argumentación del orador; a saber: motivos que le inducen a tomar la palabra, el asunto y la autoridad del que habla.
Y, en efecto, Sagasta inicia su discurso con la captatio benevolentiae propia del exordio, con términos clave como importante, grave, difícil para el asunto y, en contraposición, la "debilidad" y "poca autoridad" de un orador que debe presentarse con humildad. Opera aquí el tópos de la afectación de modestia, considerado eficaz psicológicamente en la oratoria, "ya que" -afirma Quintiliano42- "hay una inclinación natural de la simpatía hacia el que se encuentra en dificultades". Dice Sagasta:

"Señores, la materia de este debate es la más importante, es la más grave de cuantas se han presentado y pueden presentarse a la consideración de las Cortes Constituyentes; y desconfiando yo de mis débiles fuerzas para entrar en materia tan delicada,  seguramente hubiera abandonado esta difícil tarea  a labios más autorizados que los míos..." (Diario de Sesiones de las Cortes (DSC), sesión de 28/2/1855, n° 98, p. 2.501).

Y también hace explícitos los motivos que le llevan a hablar:

"Me creo en el deber de contestar a los cargos que se han dirigido aquí, ya implícita, ya explícitamente, a algunos Diputados que, siendo altamente liberales, han votado contra la libertad de cultos" (DSC,  íd., p. 2.501).

Para ello Sagasta se dispone a desarrollar en la parte central del discurso43 dos líneas argumentales. Una primera pretende mostrar que los diputados que han votado en contra de la total libertad de cultos y a favor de la tolerancia religiosa han sido coherentes con sus creencias y con su ideología. Y, en la segunda, que dicho voto ha estado motivado por el sentido que esos diputados tienen de lo conveniente para la sociedad española del momento.
Veamos cómo se fundamenta cada una de esas líneas argumentales. La primera, obviamente, se ha de basar en el éthos, en la caracterización de la persona, en el talante del autor del hecho en cuestión44. La Retórica clásica enseña, en efecto, que el carácter, los modos de comportarse el orador, en el género de oratoria deliberativa que nos ocupa, tanto en su profesión como en la vida, confieren credibilidad y, por lo tanto, poder persuasivo45.
Y es que, para exculpar a los diputados que han votado a favor de la unidad religiosa, el propio Sagasta, en esta apelación al talante de la persona, se ofrece como ejemplo de coherencia ideológica, porque su talante liberal queda fuera de toda duda; y de coherencia política, en el sentido de que el diputado debe responder a las expectativas de sus electores. Dice Sagasta:

"Yo ni debo ni puedo ser sospechoso a nadie en esta cuestión, porque a nadie cedo en amor a la libertad, a nadie cedo en patriotismo, a nadie cedo en buenas disposiciones a sacrificar, no mi vida, que mi vida vale poco, mi honra, por conservar ahora la libertad, por recuperarla, después si por desgracia llegáramos a perderla. Pero el Diputado, señores, tiene sagrados derechos que cumplir, tiene altas misiones que cumplir, tiene altas misiones que desempeñar, tiene, por último, que satisfacer los deseos, las necesidades, las exigencias de sus comitentes" (DSC, íd., p. 2.502).

Sagasta ha sido elegido diputado por Zamora y, como político coherente que es y quiere seguir siendo, debe actuar de acuerdo con los deseos y exigencias de sus electores, que -dice- le habían encargado que no permitiera más religión que la religión católica, apostólica y romana. Son las premisas sobre las que se desarrolla el entimema fundamental con el que se justifica su actuación, y por analogía, la de aquellos políticos liberales a quienes Sagasta pretende defender.

Su segunda línea argumental, introducida con exquisito estilo oratorio en preguntas retóricas, aparece fundamentada en el también clásico principio de lo conveniente.  Dice Sagasta:

"¿Es conveniente establecer la libertad de cultos en nuestro país? ¿Puede la Nación admitir como una mejora reforma tan radical? ¿Sería prudente, sería político en las circunstancias actuales que nos rodean, el establecimiento de semejante medida?"(DSC, íd., p. 2.502).

Ciertamente, una vez establecida la credibilidad por la coherencia de quien habla, Sagasta y los diputados que han votado en contra de la libertad de cultos no han traicionado sus principios ideológicos, sino que, en parte, los han sacrificado en aras de la conveniencia pública. Aquí el argumento basa su fuerza persuasiva en la apelación al páthos sobre la base de provocar el sentimiento intimidatorio del miedo. Sagasta había repetido en las primeras líneas de su discurso hasta siete veces la palabra, emotivamente marcada, "temor", para dejar claro cuál no es el objeto de ese temor. Dice Sagasta:

"No temo yo, Sres. Diputados, la realización de algunas de las ideas emitidas en el curso de este largo debate; no temo la intolerancia de cultos; no temo su libertad tan amplia como la desean algunos Sres. Diputados, tan absoluta como es posible que sea, porque otra cosa sería hacer una ofensa, sería dudar de la religión católica apostólica romana, que es la que yo profeso, que es la que profesamos todos los que nos sentamos en estos escaños, que es la que profesa toda la Nación española. Mal podría yo abrigar este temor. Sres. Diputados, teniendo tanta fe como yo tengo en mis creencias; yo no la temo, porque la comparación perfecciona el juicio, y el juicio nos hace escoger siempre lo mejor [...].

Bajo este punto de vista, pues, no temo la libertad de cultos; yo no la puedo temer" (DSC, íd., p. 2.501-2.

El temor que se inspira es, obviamente, a la involución, a la guerra civil:

"¿No podría suceder, señores, que por querer avanzar demasiado sin tener en cuenta las circunstancias que nos rodean, viniésemos a parar en un retroceso?" (DSC,íd.,p. 2.502).

Y, como se espera para la eficacia de este tipo de argumentos emotivos, la conclusión suele ir seguida de una admonición:

"Reflexionen bien los Sres. Diputados que los enemigos de la libertad nos acechan por todas partes, que conspiran sin descanso, que tratan de explotar el descontento público, que tratarían de explotar esta medida como un arma terrible de que quizá se aprovechasen con éxito" (DSC, íd., p. 2.502).

La coherencia como principio ético y lo  conveniente como principio práctico son, pues, los fundamentos de la argumentación de Sagasta en la justificación "racional" de su postura. Y, como apoyatura emotiva para la mayor eficacia persuasiva, la apelación al temor al enfrentamiento civil y al retroceso social.
El cuerpo central del discurso, termina, como también aconseja la Retórica clásica, con la refutación de las acusaciones de la parte contraria. Según la ordenación clásica, tras la probatio, que es positiva y sostiene la credibilidad del discurso, viene la refutatio, que es negativa por apuntar a la insostenibilidad de la opinión contraria.
Contra los diputados que han afirmado que "el cristianismo es un obstáculo para la libertad", se esgrime un argumento basado en el lugar común del orden (vid. supra):

"¡Que el cristianismo es el enemigo de la libertad! ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó el principio en que se funda el partido liberal? ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó las bases en que descansan las ideas democráticas? ¿Quién? El representante del cristianismo, Jesucristo" (DSC, íd., p. 2.502).

Contra quienes han dicho que la intolerancia religiosa conduce al "indiferentismo" religioso y aducen como argumento probatorio los pocos edificios que se construyen hoy para el culto, frente a los grandes y suntuosos del pasado, Sagasta despliega un habilísimo argumento por analogía basado en el carácter "religioso" (con definición interesada, retórica, del término) de las obras civiles que ahora se edifican.
Este punto de la refutación se inicia con una fórmula del tipo "y ahora recuerdo que" de probada eficacia oratoria porque -afirma Quintiliano- "generalmente son más placenteras las cosas que producen la impresión de que han sido improvisadas y de que no han sido preparadas en casa, sino que han nacido a medida que avanzaba el discurso; por eso son bien recibidas expresiones como 'he estado a punto de pasar por alto', 'se me había ocurrido' y 'justamente esto me recuerda'"46.
 La conclusión del argumento es la siguiente:

"Comparad, pues, lo que hacemos ahora con lo que hacían los pueblos antiguos, y decidme en seguida si cumplimos con las obras de misericordia, tan recomendadas por nuestra santa religión, mejor y más fielmente que lo hacían nuestros antepasados dedicándose única y exclusivamente a la construcción de ermitas, capillas, iglesias, conventos, catedrales y basílicas" (DSC, íd., p. 2.503).

Y, por último, la confutación directa del cargo dirigido a los Diputados que, altamente liberales, han votado contra la libertad de cultos y que ha estado motivada -alega Sagasta- porque se hace depender la libertad política de la religiosa, porque una cuestión política se convierte en una cuestión religiosa. El orador desarrolla aquí, a partir de la autoridad de la máxima "Mi reino no es de este mundo", un magnífico argumento basado  en el ejemplo histórico con la apoyatura emotiva, de nuevo, de la apelación al miedo. El argumento finaliza con la siguiente admonición a contrario, repleta de ironía, exquisita muestra -en mi opinión- del saber retórico de Sagasta:

"¿Queréis, pues, que volvamos a aquellos calamitosos tiempos? Pues haced depender la libertad política de la libertad religiosa, envolved a la Iglesia con el Estado, confundid la religión con la política; haced de la cuestión religiosa una cuestión política, y no lo dudéis, ese tiempo llegará; pero porque yo no quiero esos tiempos, porque yo los temo, no quiero hacer depender la libertad política de la libertad religiosa, no quiero confundir la religión con la política, no quiero hacer de la cuestión religiosa una cuestión política" (DSC,  íd., p. 2.503).

Tras una amplificación sobre las consecuencias de la "gran revolución del siglo XVI contra la Iglesia", con la que Sagasta exhibe sus conocimientos de historia, el discurso concluye de una manera brusca con un ruego seco, tan sólo suavizado por el adverbio "encarecidamente". Es, a nuestro juicio, lo menos conseguido del discurso; pues, contra lo recomendado por la teoría retórica, ni hay recapitulación (que permite recordar  esquemáticamente los argumentos expuestos), ni hay movimiento de afectos final (última oportunidad del orador para influir emotivamente en el auditorio mediante la indignatio o la commiseratio)47.
Si el discurso funciona argumentativamente en el lógos,en el éthos y en el páthos,no lo hace menos en la léxis, en los recursos verbales puestos al servicio de la persuasión. En general, por el tipo de elocución que Sagasta realiza, cabe situarlo en aquella oratoria parlamentaria poco grandilocuente, "sencilla y natural" que Salustiano de Olózaga, su contemporáneo y uno de los grandes estudiosos de la oratoria española, tanto admiraba48.
Destaca, obviamente, la serie de figuras encuadradas en la amplia rúbrica de la "repetición", las figuras de más larga tradición retórica y poética. El efecto argumentativo más evidente de estas figuras consiste en la fijación, mediante la insistencia, de una idea ya formulada, acentuando, si es el caso, la solemnidad y la sugestión evocativa.
Ya se ha citado el párrafo en el que Sagasta repite hasta siete veces el término, emotivamente marcado, "temor". Vale la pena recogerlo de nuevo aquí, porque constituye una espléndida muestra del estilo elocutivo de nuestro autor:

"No temo yo, Sres. Diputados, la realización de algunas de las ideas emitidas en el curso de este largo debate; no temo la intolerancia de cultos; no temo  su libertad tan amplia como la desean algunos Sres. Diputados, tan absoluta como es posible que sea, porque otra cosa sería hacer una ofensa, sería dudar de la religión católica apostólica romana, que es la que yo profeso, que es la que profesamos todos los que nos sentamos en estos escaños, que es la que profesa toda la Nación española.  Mal podría yo abrigar este temor. Sres. Diputados, teniendo tanta fe como yo tengo en mis creencias; yo no la temo, porque la comparación perfecciona el juicio,y el juicio nos hace escoger siempre lo mejor. No es la opresión, no es  la intolerancia, no es, en fin, la Inquisición la que en los pueblos ha despertado la fe; el pueblo libre, por poco ilustrado que esté, con su instinto natural aceptará lo bueno y desechará lo malo, y puestas ante su vista las diferentes religiones, él las observaría, él las compararía, y por último, no lo dudéis, vendría admirado a inclinarse ante la cruz del Salvador.
Desde entonces ya no creería por  costumbre, ya no creería por el recuerdo de lo que allá en su niñez oyó a manera de cuento fantástico; creería por convicción, creería porque habría llegado a persuadirse que la religión católica apostólica romana es la digna, es la verdadera y la única; creería, en fin, no por reminiscencia, sino porque tendría grabados los hechos en su corazón" (DSC,  íd., p. 2.501-2).

Se observa la preeminencia de la anáfora  (repetición de la misma expresión al comienzo de diversos segmentos textuales) y de la anadiplosis (repetición del mismo término al final de un segmento textual y al principio del siguiente), ayudadas en su efecto intensificador por el paralelismo sintáctico bimembre o trimembre, el clímax ("que es la que yo profeso, que es la que profesamos todos los que nos sentamos en estos escaños, que es la que profesa toda la Nación española"; "es la digna, es la verdadera y la única'"),el poliptoton ("la comparación perfecciona el juicio,y el juicio nos hace escoger siempre lo mejor"), la figura etimológica ("no temo...temor"),etc.
Estas figuras de la repetición son, ciertamente, las causantes del efecto de fluidez, de deslizamiento, de fraseo lento y ligado en vez de sincopado. Un efecto tan apreciado por los oradores, como denostado por quienes se acercan a la oratoria desde la mentalidad de lectores. La oralidad demanda medios de persuasión elocutiva distintos de la "escrituralidad"49.  Es obvio que tanta repetición se hace pesada y, en ocasiones, irritante cuando ahora leemos el discurso transcrito en el Diario de Sesiones del Parlamento; pero estamos seguros de que no sucedería lo mismo si el discurso se escuchara. Hay que contar con algo primordial en Retórica; algo que muchas veces se olvida cuando se enjuicia el estilo de la oratoria, en general, y de esta oratoria decimonónica española, en particular. Se trata de eso que hemos dado en llamar el "componente escénico", la actio o pronuntiatio de la Retórica clásica, que es el correspondiente al momento culminante de la ejecución de un discurso; cuando a las palabras se suman la voz, el gesto y la postura50.
Es claro que cada repetición iría acompañada de una entonación, de una gesticulación y de un movimiento corporal distinto. Esas palabras repetidas no se pronunciaban con un solo tono y con una única modulación de voz. Es precisamente por medio de la observación de estas figuras como podemos llegar a apreciar ese componente escénico, tan importante para lograr el éxito del discurso.
La variación tonal en la pronunciación, la presencia de vertiginosos y sorpresivos cambios de tono (aseverativo, interrogativo, admirativo) llaman la atención de los oyentes y captan su interés a lo largo de la pronunciación del discurso. Las figuras retóricas de la repetición que hemos señalado y otras como la hipófora (presentación de una objeción que a sí mismo se plantea el orador -aunque simulando que es la objeción formulada por un interlocutor innominado- para rebatirla de inmediato), la pregunta retórica (conversión de lo que podía ser un aserto en una interrogación)51 o laparémbole  (inserción de una breve frase parentética que, generalmente, subraya lo afirmado)52 ofrecen al orador la posibilidad de alterar la entonación normal, confieren al discurso riqueza expresiva y un alto grado de agilidad dramática, aguzan, en fin, la receptividad del oyente, que de esta forma se dispone a escuchar con interés y acogimiento el contenido del discurso. Y Sagasta es sabedor de los efectos de estas figuras, de su utilidad no sólo para llamar la atención sobre el contenido, sino también para dar variedad tonal en la pronunciación del discurso.

Obsérvese cuanto llevamos dicho en el siguiente párrafo:

"El cristianismo, se ha dicho aquí por algunos señores Diputados, es un obstáculo para la libertad, es el enemigo de la libertad. Y yo, señores, liberal por carácter, liberal por convicción, liberal de corazón, francamente, no comprendo ese argumento. ¡Que el cristianismo es el enemigo de la libertad! ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó el principio en que se funda el partido liberal? ¿Quién fue el primero que proclamó y practicó  las bases en que descansan las ideas democráticas? ¿Quién? El representante del cristianismo, Jesucristo. Libertad, igualdad y fraternidad; he aquí la doctrina de Jesucristo. Jesucristo fue el primer demócrata del mundo, y vosotros, demócratas, todo lo que  sois, todo lo que valéis, lo debéis al cristianismo. Buen cuidado tenéis de decirnos esto muy a menudo, y hacéis bien, porque por esto vuestras doctrinas son santas, si bien son inaplicables, y tanto más inaplicables cuanto más se acerquen a las doctrinas de Jesucristo. ¿Y sabéis por qué? Porque entre el que las proclamó y nosotros que hemos de practicarlas hay una distancia inconmensurable, hay un abismo; porque el que las proclamó era todo bondad, todo era mansedumbre, y nosotros que hemos de practicarlas somos todo soberbia, todo maldad y entiéndase, señores, que empleo la palabra maldad, relativamente hablando, puesto que estoy haciendo una comparación (si en esto cabe comparación) entre Jesucristo que proclamó esas ideas y nosotros hombres que hemos de practicarlas" (DSC, íd., p. 2.502-3).

Constituye este párrafo un exquisito ejemplo del estilo elocutivo de Sagasta, de esa fuerza oratoria que Cañamaque tanto alababa en el político riojano53:la hipófora del comienzo, los cambios de tono, de ritmo, que traslucen las abundantes figuras retóricas de la repetición (anáforas, anadiplosis, climax, sinonimias, etc.), el entremezclamiento de fórmulas de apóstrofe con preguntas y respuestas, la irrupción en el discurso de exclamaciones, de interrogaciones pasionales, de epémboles; recursos retóricos todos ellos que no sólo conceden valencia estética, literaria, sino que también están al servicio de la pronunciación misma del discurso, que de este modo gana en intensidad oratoria y en poder de persuasión. Se ha de observar, finalmente, que la concentración de figuras retóricas es mayor en el discurso de Sagasta cuanto más fuerte es el argumento que está esgrimiendo. Por eso nosotros hemos repetido casi los mismos párrafos para ilustrar su argumentación y su estilo elocutivo. Es, pues, este discurso de Sagasta un ejemplo de buena retórica, aquella en que el estilo -la elocutio- está al servicio de la idea.
En definitiva, la Retórica de raigambre clásica, no la "retórica" restringida y desprestigiada de la manía clasificatoria, había estudiado y codificado, para su mejor aprendizaje y uso por todos los ciudadanos interesados, los recursos que favorecían el éxito del discurso. Mediante las recomendaciones y directrices de esta técnica para "hablar en público" (significado propio de téchne rhetoriké) el orador descubría los recursos de índole racional, psicológica y estética que, de acuerdo con las circunstancias, eran adecuados y convenientes para persuadir al oyente. Una vez hallados, ordenados y verbalizados adecuadamente, el orador se aplicaba -no debemos olvidarlo- a una exposición oral, donde se ponían en liza esos otros elementos "paraverbales" (voces, gestos, posturas) que apoyaban en gran medida la eficacia persuasiva del discurso.
Pues bien, desde esa Retórica nosotros podemos proceder al análisis de los discursos para estudiar y descubrir sus resortes persuasivos. Un análisis que no debe detenerse en la simple enumeración de las "figuras retóricas" presentes en el texto, sino que debe explicar por qué ese discurso convence y persuade en un momento y a un auditorio concreto, atendiendo a sus componentes "racionales", "emotivos", "éticos", "estéticos" "escénicos".
Salen así a relucir aquellas "verdades comúnmente admitidas" (en palabras aristotélicas) que constituyen las premisas en las que se fundamentan los entimemas o razonamientos deductivos retóricos; los ejemplos o modelos que constituyen "autoridad" y en que se basan los argumentos inductivos; los sentimientos y aspiraciones que conmueven y motivan; los principios que dan coherencia ética y credibilidad al que habla; los gustos estilísticos, en fin, que provocan el placer estético y apoyan el valor probatorio de los argumentos del orador. Todo un arsenal de datos que, sin duda, pueden servir de gran ayuda al estudioso de la historia en general y, en el caso que nos ocupa, a la mejor comprensión de la brillante trayectoria política de Sagasta54.


NOTAS

1. Seoane, M. C., Oratoria y periodismo en la España del siglo XIX, Fundación Juan March/Editorial Castalia, Madrid, 1977. Cf. pp. 303-304: "¿Qué aire nuevo aporta a la oratoria esta que llamaremos latu sensu generación de 1854? Los años en que esta generación está en pleno vigor con su centro en el sexenio revolucionario han sido indudablemente considerados como la época de oro de la oratoria española. Los mismos protagonistas y su público—porque cada vez más de un público que asiste entusiasmado a la representación de una obra artística se trata—tenían conciencia de ello. No creo que nunca la sociedad española haya estado tan orgullosa de cualquiera de sus manifestaciones artísticas como en esa época lo estuvo de la oratoria. No sólo creían que nunca había brillado a tal altura en España, sino que estaban convencidos de que ninguna extranjera podía comparársele y ponían muy en duda que la griega o la latina la hubieran superado. No podían creer que Demóstenes o Cicerón hubiesen sido mejores oradores que Castelar, porque una palabra más hermosa, más ardiente, más brillante que la de Castelar era sencillamente inconcebible".

2. López, J. Mª, Lecciones de elocuencia en general. Madrid, 1849-1850, p. 23.

3. Sobre la personalidad política de Sagasta tenemos ahora el excelente estudio, con abundante bibliografía, de Ollero Vallés, J. L., El progresismo como proyecto político en el reinado de Isabel II: Práxedes Mateo-Sagasta, 1854-1868, Instituto de Estudios Riojanos, Logroño, 1999.

4. Cañamaque, F., Los oradores de 1869, Madrid, 1879, p. 276.

5. Perelman,  Ch. y Olbrechts-Tyteca, L., La Nouvelle Rhétorique. Traité de l'argumentation, Paris, 1958 (citaremos a partir de la traducción española: Tratado de la argumentación.  La nueva retórica,  Ed. Gredos, Madrid, 1989).

6. García Berrio, A., "Il  ruolo della retorica  nell' analisi/interpretazione dei testi literari", Versus 35-36 (1983), pp. 99-154; "Retórica como ciencia de la  expresividad (presupuestos para una Retórica General)", Estudios de Lingüística 2 (1984) 7-59; Teoría de la Literatura (La construcción del significado poético), Cátedra , Madrid, 1989, 140 ss. J. M. Pozuelo Yvancos, Del Formalismo a la Neorretórica, Taurus, Madrid, 1988, 206 ss.

7. La "nueva retórica" protesta del hecho de que esta disciplina se entienda no como arte o tratado de persuasión, que es lo que en su origen fue, sino como mero manual del estilo o el conjunto de las normas y recomendaciones contenidas en uno solo de los libros -el III- de la Retórica aristotélica o, peor aún, como el estudio de una larga lista de figuras para lograr un estilo florido y vacío, carente de contenido filosófico alguno. Una concepción que fue arrastrándose desde la época postciceroniana y fue retomada y tenida por incontrovertible en el espacio cronológico comprendido entre los siglos XVII y XIX.

8.  Cf. López Eire, A. y Santiago Guervós, J. de, Retórica y comunicación política, Cátedra, Madrid, 2000, p. 98.

9.  Cf. Lo Cascio, V., Gramática de la argumentación, Alianza Universidad, Madrid, 1998 (=1991), p. 87.

10.  Cf. Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L., "Nouvelle Rhétorique: Logique et Rhétorique". En A. Lempereur, L'homme et la Rhétorique, Paris, 1990,  pp. 117-151; p. 120.

11. Garrido Gallardo, M. A.,  La Musa de la Retórica. Problemas y métodos de la ciencia de la literatura, C.S.I.C., Madrid, 1994,  p. 187.

12. Retórica, 1355 a  24. Cf. también Cicerón, Particiones Oratorias, 90: "Y puesto que el discurso debe acomodarse no sólo a la verdad, sino también a las opiniones de los que escuchan, entendamos este principio en primer lugar: que el género humano se divide en dos especies, la una desprovista de instrucción y de maneras, hasta el punto de que en todo momento pone por delante la utilidad a la moralidad, y la otra imbuida de humanidad y cultura, de forma que antepone la dignidad a toda cosa".

13. Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L., Tratado de la Argumentación. La nueva Retórica, Ed. Gredos, Madrid, 1989, p. 146.

15. Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L., Tratado de la Argumentación. La nueva Retórica, Ed. Gredos, Madrid, 1989, p. 147.

16. Perelman y Olbrechts-Tyteca tratan el ejemplo como uno de los tres tipos de argumentos basados en el "caso particular"; los otros dos son la ilustración y el modelo. Cf. Tratado de la Argumentación. La nueva Retórica, Ed.  Gredos, Madrid, 1989,  p. 536 y ss.

17.  Mortara Garavelli, B., Manual de Retórica, Ed. Cátedra, Madrid, 1988, p. 87.

18.  Vid a este respecto el trabajo de Rodríguez de las Heras, A., "Las regulaciones del conflicto", Norba 2 (1981), Cáceres, pp. 273-280, que propone un análisis del discurso político a partir de siete "regulaciones" o estrategias emotivas que adopta el orador en relación triangular con el auditorio y el conflicto: expulsión, favor, miedo, desviación, culpabilidad, represión y sublimación. Según esta metodología, se pueden generalizar los comportamientos de todos los oradores políticos con una serie de criterios básicos relacionados con el empleo de unas "regulaciones" más que de otras. Su discípulo M. P. Díaz Barrado (Análisis del discurso político. Una aplicación metodológica, Editora Regional de Extremadura, Mérida, 1989) aplica esta metodología al estudio de los discursos del socialismo español.

19. Cf. Incisa, L., s.v. "Populismo", en Diccionario de política, N. Bobbio y N. Mateucci (comps.), Ed. Siglo XXI, Madrid., 1983, p. 1287: "La apelación a la fuerza regenerante del mito—y el mito del pueblo es el más fascinante y el más oscuro, al mismo tiempo el más inmotivado y el más funcional en la lucha por el poder político—está latente aun en la sociedad más articulada y compleja, más allá del orden pluralista, listo para materializarse repentinamente en los momentos de crisis".

20. Definió Max Weber la autoridad carismática como la "devoción afectiva a la persona del señor y a sus dotes sobrenaturales (carisma) y, en particular: facultades mágicas, revelaciones o heroísmo, poder intelectual u oratorio. Lo siempre nuevo, lo extracotidiano, lo nunca visto y la entrega emotiva que provocan constituyen aquí la fuente de la devoción personal. Sus tipos más puros son el dominio del profeta, del héroe guerrero y del gran demagogo" (Economía y Sociedad, FCE, México, 1944, p. 47).

21. Cf. Torres Ballesteros, S., "El populismo: un concepto escurridizo", en Álvarez Junco, J. (comp.), Populismo, caudillaje y discurso demagógico, Centro de Investigaciones Sociológicas-Siglo XXI Ed., Madrid, 1987, pp. 159-180.

22. Cf. Aranzadi, J.,Milenarismo vasco, Taurus, Madrid, 1981, p. 226: "En todos los movimientos nacionalistas de las dos últimas olas de construcciones nacionales [...] desempeña un importantísimo papel ideológico la presunta 'recuperación del pasado nacional'; en la génesis de este anhelo común influye ciertamente el 'recuerdo' mitificado de antiguos reinos, imperios o formas políticas autóctonas, pero el sustrato básico que lo alimenta sobre  el que tal 'recuerdo' se superpone—'nacionalizándolo' y politizándolo—lo constituyen siempre diversos mitos cristianos o paganos que giran en torno a una perdida Edad de Oro y el anhelo del Retorno al Paraíso".

23. Institución Oratoria, VIII, Proemio, 15.

24. Perelman defiende este uso argumentativo de las figuras, que clasifica por los efectos que producen de elección (imponen o sugieren una elección), presencia (aumentan la presencia del mensaje) y comunión (realizan la comunión con el auditorio). Cf. Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L., Tratado de la Argumentación.

La nueva Retórica, Ed. Gredos, Madrid, 1989, pp. 268-285.

25. Institución Oratoria, VIII, 85.

26. Institución Oratoria, XI,1,2.

27. Vid. en Ortega Carmona, A., El discurso político: retórica, parlamento, dialéctica, Fundación Cánovas del Castillo, Madrid, 1994, pp. 107-124, una selección de las figuras de palabra y de sentido de mayor aplicación y empleo, según el autor, en el discurso político.

28. Retórica, 1404 b.

29. Cf. Santiago Guervós, J. de, El léxico político de la transición española, Ed. Universidad de Salamanca, Salamanca, 1992, p. 15.

30. Cf. el buen estudio de conjunto de Mizzau, M., L'ironia. La contradizzione consentita, Feltrinelli, Milán, 1984.

31. Sobre el orador, III, 53, 203

32. Cf. Perelman, Ch. y Olbrechts-Tyteca, L.,  Tratado de la Argumentación. La nueva Retórica, Ed. Gredos, Madrid, 1989, p. 325.

33. Contra Filipo III, 65-66.

34. Laín Entralgo, P., "Parlamento y lenguaje", Revista de las Cortes Generales, núm. 1, enero-abril, 1984, p. 79.

35. Cf Cazorla, J. Ma, La oratoria parlamentaria, Espasa Calpe, Madrid, 1985, p. 162: "Termómetro indicativo de la salud que goce la oratoria parlamentaria es el mayor o menor grado de ironía que nutre los discursos. La ironía es un arma a la que se recurre en nuestras Cámaras, pero debe recurrirse más todavía; recuérdese que constituye expediente que atribuye al debate lozanía, flexibilidad, imaginación y que, debidamente utilizado, amplía el ámbito al que debe ceñirse el orador, pues bordea la cortesía parlamentaria sin infringirla".

36. Institución Oratoria, XI, 1. En esta misma línea se expresó Cicerón (Sobre el orador, III, 210): "Aunque esto queda ciertamente en claro, que no a todo proceso, ni oyente, ni persona, ni situación le conviene el mismo modo de expresión".

37.  López, J. Ma., Lecciones de elocuencia en general. Madrid, 1849-1850, p. 78.

38.  Fernández Flórez, W., Acotaciones de un oyente, vol. 1, Editorial Prensa Española, Madrid, 1962, p. 50.

39. Sobre el significado de este discurso en el marco de la ideología de Sagasta vid. el citado estudio de Ollero Vallés, J. L., El progresismo como proyecto político en el reinado de Isabel II: Práxedes Mateo-Sagasta, 1854-1868, Instituto de Estudios Riojanos, Logroño, 1999, pp. 134-140.

40. Sobre el tratamiento de la cuestión religiosa en el Bienio vid. Fernández García, A., "La cuestión religiosa en la Constitución del Bienio Progresista", Perspectivas de la España Contemporánea. Estudios en homenaje al profesor V. Palacio Atard, Madrid, 1986, pp. 109-141.

41. Cf. Aristóteles, Retórica 1415a. Retórica a Herenio I, 4. Quintiliano, Institución Oratoria,  IV, 1, 1.

42. Quintiliano, Institución Oratoria, IV, 1, 8.

43. Recordemos que la retórica clásica establece una tripartición para el discurso, con un principio o exordio, un cuerpo central (integrado por la exposición y la demostración) y un final o conclusión. Tal ordenación se ha demostrado como la más efectiva, pues el orador dispone su discurso como algo cerrado y da al auditorio sensación de seguridad y de dominio del asunto.

44. Es la argumentación a partir del quis,  el primero de los llamados lugares (tópoi, loci) retóricos que aparecen formulados en el clásico quis, quid, cur, ubi, quando, quemadmodum, quibus adminiculis? ("¿quién, qué, por qué, dónde, cuándo, cómo, con qué medios?"), una utilísima red de referencias aplicables al contenido expositivo y argumentativo del discurso. Tales lugares sintetizan las preguntas básicas que debe hacerse un orador para determinar las ideas y los argumentos de su discurso. Cf. Cicerón, La invención retórica I, 24, 34 ss.. Quintiliano, Institución Oratoria V, 10, 23 ss.

45. Cf. Aristóteles, Retórica 1377b: "puesto que la retórica tiene por objeto formar un juicio [...], resulta necesario atender no sólo a que el discurso sea probatorio y convincente, sino también a presentarse uno mismo de una determinada manera y a inclinar a su favor al que juzga. Porque es muy importante para la persuasión [...] el modo como se presente el orador".

46. Quintiliano, Institución Oratoria, IV, 5, 4.

47. Cf. el pormenorizado tratamiento de la cuestión ofrecido por Cicerón en La invención retórica I, 53,100 ss.

48. El discurso de Salustiano de Olózaga De la elocuencia, leído en la sesión inaugural del curso de la Academia de Jurisprudencia de Madrid el 10 de diciembre de 1863, es una importante fuente para conocer el origen y desarrollo de la oratoria parlamentaria española.

49. Cf. Kibédi Varga, A., "Universalité et limites de la rhétorique", Rhetorica 18 (2000), pp. 1-28; p. 2.

50. Cf. Cicerón, Sobre el orador. III, 56 "La acción (actio) domina, ella sola, en la oratoria; sin ella el más excelso orador no puede ocupar ningún puesto en la lista, mientras que uno mediocre formado en ella puede con frecuencia sobrepujar a los más excelentes".

51. Cf. Ps. Longino, Sobre lo sublime, XVIII: "mediante preguntas lo dicho gana en intensidad y se vuelve más activo, eficaz e impresionante".

52. Sobre el efecto "vigoroso y animado" que esta figura retórica confiere al discurso vid. Hermógenes, Sobre las especies de estilo, 276.

53. Vid. las siguientes palabras que le dedica F. Cañamaque (Los oradores de 1869, Madrid, 1879, pp. 2645): "Se me dirá que carece de las formas de Castelar, de la corrección de Martos, de la abundancia de Cánovas. Pero tiene fuego, electricidad, mucha electricidad en su palabra y en su persona. Tiene, sobre todo, algo que cautiva, que retiene, que agrada, que regocija interiormente como pocos oradores, quizá como ninguno. Enérgico y apasionado, joven su espíritu aunque canosa su barba, da a todo lo que dice tal expresión, tal arte, tal intención política, que uno no puede menos de exclamar: ¡Bien, muy bien por D. Práxedes!, y nadie quisiera encontrarse en el pellejo de sus adversarios".

54. Esperamos poder ofrecer pronto el estudio global de la oratoria política de Sagasta que nos permita valorar su evolución ideológica y estilística por medio del análisis del tipo de argumentos y de recursos retóricos que utiliza en las sucesivas etapas históricas y en los distintos contextos.

Itsukushima Shrine.

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