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jueves, 29 de diciembre de 2016

383.-Las Vidas de los doce césares; La literatura antigua (hasta el siglo v).-a


libro


 (De vita Caesarum, en latín) es una obra escrita por Suetonio que narra las biografías de los doce primeros césares romanos.Probablemente se publicó hacia el año 121 de nuestra era.

Contenido

Son biografías de doce césares, desde Julio César hasta Domiciano. Si bien se ha criticado el exceso de anécdotas escabrosas, su ingenuidad y el interés que despierta la vida privada de los césares han hecho que su obra no haya dejado nunca de interesar tanto a los estudiosos como al gran público.

Todas las vidas empiezan con un primer apartado que habla de sus padres y de sus primeros años. El segundo apartado, se ocupa de los años de poder; el tercero, de sus características personales y el cuarto, de la muerte del emperador. Más que describir caracteres o detallar la psicología de cada uno de los césares biografiados, Suetonio deja que las anécdotas, tanto personales como relativas al ejercicio del poder, arrojen luz sobre los que fueron los hombres más poderosos de su tiempo. A veces la vida privada y el gobierno se entremezclan con brutalidad, como cuando en la biografía de Tiberio se cuenta del que fue sucesor de Augusto que «su crueldad no conoció freno ni límites cuando supo finalmente que su hijo Druso, a quien creía muerto a consecuencia de una enfermedad provocada por su intemperancia, había sido envenenado por su esposa Livila y por Seyano».

La crítica posterior ha señalado que Suetonio perjudicó a aquellos emperadores que no eran favorables a su partido. De los datos de otros historiadores se deduce, sin embargo, que no tuvo que esforzarse mucho para lograrlo. Además, son notables las anécdotas referidas a las extravagancias cometidas por los césares, como en la biografía de Calígula, donde Suetonio cuenta que este emperador fue creador «de una nueva especie de baños, de manjares extraordinarios y de banquetes monstruosos, lavábase con esencias unas veces calientes y otras frías; tragaba perlas de crecido precio disueltas en vinagre; hacía servir a sus convidados panes y manjares condimentados con oro, diciendo “que era necesario ser económico o vivir como César”». Cabe señalar también las continuas referencias a presagios, sueños y augurios, tanto positivos como negativos, que confirman la importancia de la superstición en la mentalidad de Roma. 

Por ejemplo, en la biografía de Vespasiano, dice que éste «soñó en Acaya que empezaría para él y para los suyos una era de prosperidad el día en que extrajesen una muela a Nerón; a la mañana siguiente, cuando entró en la cámara de este príncipe, el médico le mostró una muela que acababa de extraerle».

 

Suetonio describe a veces escenas dramáticas como cuando dice que César reprobó al conspirador Bruto, diciéndole "¿también tú, hijo?" (Καὶ σὺ τέκνον —kai su, teknon), escena que inspiró después a una tragedia de Shakespeare llamada Julio César.

Los doce césares

Los doce césares, cuya vida se describe en esta obra son:

Julio César
César Augusto
Tiberio
Calígula
Claudio
Nerón
Galba
Otón
Vitelio
Vespasiano
Tito
Domiciano


Estado de conservación

Los manuscritos que se han conservado están todos incompletos, y en concreto, a todos ellos les faltan los párrafos introductorios de la vida de Julio César.


  


'Vida de los doce césares': semblanza humana de los hombres que gobernaron Roma.

Abundancia de anécdotas de Suetonio, que matizan y dan color a una época y a unas biografías elaboradas a base de amplia investigación y acceso a diversidad de documentos

José María Sánchez Galera
13/10/2023


Decía Ortega y Gasset que Roma ejerce sobre nosotros un peso gravitacional más bien absoluto. Es algo que se puede comprobar en el arte, y en las manifestaciones con que aspiramos a encarnar la excelencia y la majestad. Llamamos «coliseos» a nuestros estadios, y seguimos denominando «Senado» a una cámara de nuestros parlamentos. La imaginería del poder romano se observa tanto en el Capitolio de Washington como en la contundencia de los edificios en los que pretendemos proyectar una sensación de autoridad y rigor. No se nos ocurre nada por encima de Roma. Hay algo de seriedad definitiva, de sobriedad última, de virtud máxima en la resonancia de ese nombre. Roma, caput mundi.
Una parte de esta concepción la debemos a varios de los propios autores latinos, en especial los que clasificamos en las edades que han merecido las etiquetas respectivas de Áurea y Argéntea. O clásica y postclásica, según guste catalogarlas. La primera se corresponde con el final de la república, y a ella se adscribe Cicerón —junto con Salustio, Julio César y varios nombres más—, seguido de los poetas que vivieron bajo el triunfo de los emperadores: Virgilio, Horacio, Ovidio. Por expresarlo de manera muy resumida. En la etapa postclásica abundan los autores provinciales, como los hispanos Séneca, Columela, Quintiliano y Lucano, o los historiadores Tácito y Suetonio.

Vida de los césares
Gayo Suetonio Tranquilo

El paso de los siglos —y la pérdida de la cobertura cromática de sus estatuas— ha fosilizado la imagen del romano austero y egregio, caracterizado por su temple adusto, la justicia firme pero clemente, y la determinación a la hora de cumplir con los deberes, y en concreto sus deberes hacia la patria, los padres y familia. Por fortuna, la investigación histórica —hallazgos como Pompeya, de manera destacada—, junto con el testimonio completo de la literatura antigua —el Satiricón y los poemas de Marcial y Juvenal, por citar lo más socorrido—, nos permite contar con una perspectiva más amplia. 
En este sentido, la lectura de Suetonio resulta aconsejable, aunque muchos especialistas desdeñan tanto el contenido de sus obras como su estilo y, sobre todo, su aproximación a las biografías de los doce primeros césares.
Decimos biografías, pero habría que matizar mucho. Porque Vida de los doce césares es una obra que no ofrece las semblanzas de los príncipes de Roma al modo como nosotros esperamos de un historiador actual. En general, los cronistas de la Antigüedad funcionaban con otros parámetros, menos atentos a la precisión y la veracidad, y más preocupados por transmitir una imagen moral, un espejo de vicios y virtudes, un compendio de rasgos de carácter y temperamento. En cualquier caso, Vida de los doce césares contiene, al menos en sus primeros libros, el resultado de una profusa investigación en archivos oficiales, publicaciones próximas al momento de los hechos, cartas, testimonios de diversa procedencia. 
En consecuencia, refleja una labor de investigación de suficiente entidad. Sin embargo, cada biografía cabría describirse como un conjunto de anécdotas, y no tanto como un plan ordenado y metódico. Suetonio, además de datos sobre nacimiento, infancia, acceso al poder, muerte, no propone un recorrido cabal de los acontecimientos políticos, sino que acumula sucesos llamativos protagonizados por cada emperador.
Se suele criticar a Suetonio por ofrecer un catálogo de chismes, cotilleos y curiosidades, estampas a veces truculentas y morbosas —Vida de los doce césares constituye, en algunos pasajes, un inventario de las depravaciones sexuales y crueldades de los emperadores—, pero, aunque así fuera, ello no le restaría valor. Ni como obra histórica, ni como construcción literaria que se lee con bastante fluidez y sencillez narrativa, sin atisbo alguno de retórica ni de pretensión esteticista.
De hecho, la influencia de esta obra, y del conjunto de la producción de Suetonio, resultó determinante tanto en la propia Antigüedad como en la Edad Media. Parte del mérito ha de achacarse a su aparente imparcialidad —opta más por sugerir las valoraciones, provocando en el lector la sensación de que es él, y no Suetonio, quien enjuicia a cada césar—, y a su tarea casi periodística, por emplear una definición algo anacrónica. 
Es realista, y esboza en cada capítulo un cuadro de costumbres de la Roma de la segunda mitad del s. I a.C. y de todo el siglo I. En cualquier caso, y aunque sus episodios están bien cuajados de matices —veremos anécdotas denigratorias de Julio César y positivas sobre el nefasto Nerón—, se adivinan sus preferencias hacia tal o cual personaje, y, de manera más honda, su visión política.
Vida de los doce césares se compuso en varias etapas, pero transmite la impresión de evitar las alusiones directas —pululan las indirectas— hacia su generación, hacia el presente en que él vivió, que es la era de los emperadores Ulpio–Elios, los Trajano y Adriano. Por eso, los libros que integran esta obra abarcan desde Julio César hasta Domiciano, con extensiones muy dispares y con un bosquejo colorido que nos ayudará a calibrar mejor a cada uno de los emperadores en tanto que personas. Por otro lado, Suetonio, de forma implícita, añora los tiempos de la república —que no conoció— y postula que los césares, ya que son monarcas, ejerzan su gobierno con moderación.

  

HISTORIA

Mary Beard: “En el corazón de la monarquía hay un vacío enorme”

La célebre historiadora publica ‘Doce césares’, un ensayo sobre la influencia de los emperadores romanos en la forma de representar el poder, que ha perdurado hasta la actualidad.

ÁLEX VICENTE
Cambridge - 24 OCT 2021 


Mary Beard (Much Wenlock, Reino Unido, 66 años), la profesora de Clásicas que terminó convertida en estrella del rock —los griegos lo llamaron oxímoron, “ingeniosa alianza de términos contradictorios”—, se hizo conocida por prestar atención, en insospechados superventas como SPQR, Pompeya o Mujeres y poder, a sujetos ignorados por la mayoría de los especialistas, como las mujeres, los esclavos y otros ciudadanos de tercera. En su nuevo ensayo histórico, Doce césares (Crítica), Beard se centra en el lado opuesto de ese espectro: en la imagen absoluta del poder que reflejaron los emperadores romanos, perpetuada durante siglos por la pintura, la escultura, la fotografía y el cine, y todavía vigente en la actualidad.

“Cuando vemos un busto romano en un museo, pasamos de largo. Es una imagen banal y hasta aburrida. Mi objetivo ha sido recordar por qué esas estatuas tienen interés”, responde Beard en su casa, un edificio victoriano desbordante de libros en Cambridge (Reino Unido), donde da clases en el Newham College desde hace cuatro décadas.

 Su marido, historiador especialista en arte bizantino, trabaja silenciosamente en un despacho de la primera planta, mientras que Beard hace justicia, en un sótano con vistas al jardín, a su fama de estajanovista: en un solo día, asegura haber grabado un podcast, preparado una conferencia para un museo de Boston, concedido varias entrevistas y escrito un capítulo de su nuevo libro, que volverá a hablar de los emperadores. “Se requiere disciplina”, afirma Beard, que calza las mismas zapatillas coloristas que fascinaron a Hillary Clinton en su reciente entrevista para la BBC. “Mis deportivas de abuela”, se carcajea Beard. Vistas de cerca, uno se da cuenta de que son de Gucci.

La historiadora es una dame que suelta tacos y suele descorchar la primera botella de vino hacia las cinco de la tarde. Estamos en tiempo de descuento, pero prefiere servirse un sorprendente latte macchiato (por prejuicio british, le hubiera pegado más un té negro con leche). En su despacho hay tres bustos: Vitelio, uno de los héroes de su nuevo libro “pese a ser una mierda absoluta de persona”; Augusto, una copia comprada “por 20 libras en una subasta”, y Safo. “Está bien tener cerca a una mujer, y además lesbiana. Aunque quién sabe cuál fue la sexualidad de los otros dos. Seguro que los tres eran queer...”. Esos bustos de tiempos lejanos, como recuerda en el libro, fijarán la definición del poder en la cultura occidental. 
Durante siglos, los ricos y poderosos se han representado a sí mismos siguiendo el patrón de esos 12 soberanos que dan título a su nuevo ensayo, inspirándose en la cruel solemnidad de Julio César o de Domiciano, aunque a veces hayan acabado tan mal como Nerón, tocando la lira en la más absoluta soledad, con Roma ardiendo en segundo plano.
“Ya no vestimos a nuestros líderes con toga, como sucedía en los retratos anteriores al siglo XIX, pero algo queda. Todas las representaciones del poder fueron inventadas por Roma”

Beard recorre los últimos 2.000 años de historia, de la república romana al lodazal de la política británica actual, examinando cientos de obras de arte y relatando otras tantas anécdotas históricas que le permiten descubrir que la representación del poder surgida en Roma sigue sin tener rival en nuestro tiempo. 
Ya no vestimos a nuestros líderes con toga, como sucedía en los retratos anteriores al siglo XIX, pero algo queda. Todas las representaciones del poder fueron inventadas por Roma”, sostiene.
  “Si vemos perfiles de reyes en las monedas que llevamos en el bolsillo es por Julio César, que fue quien tuvo la idea”. En el libro la define como “la primera industria de producción masiva”: la efigie de los emperadores se reprodujo, muchos siglos antes de la aparición del merchandising, en pinturas, estatuas, joyas y bajorrelieves.

La autora observa el mismo retraimiento sobreactuado de los césares en las apoteósicas investiduras estadounidenses o en el paseíllo solitario que se marcó Macron en el Louvre tras ganar las elecciones en 2017, un ejemplo de manual de cesarismo con Napoleón como médium. Sin ir más lejos, el líder que tiene más cerca de casa posee un busto de Pericles en su despacho en Downing Street.
“Boris Johnson estudió Clásicas y es un apasionado del mundo griego, aunque le pegaría más ser un personaje romano. Pero no le diré cuál, porque me parece un ejercicio periodístico un poco fácil…”, protesta educadamente. 

Ya ha perdido la cuenta de las veces que, en los últimos años, le pidieron que comparase a Trump con Calígula. “Encima, yo veía más a Heliogábalo”, dice sobre el emperador que se abandonó a los placeres más groseros y llegó a asfixiar, según reza la leyenda, a sus invitados con una masa incontable de pétalos de rosa. “Heliogábalo nos recuerda que la generosidad de los poderosos siempre es peligrosa. Nunca hay que olvidar eso”, advierte.

En el libro, Beard subraya otra paradoja: la admiración y la fama de la que se siguen beneficiando personajes históricos que, en su gran mayoría, fueron dictadores y terminaron siendo asesinados.
Nos encanta su reputación como autócratas corruptos, que nos parece más interesante que la idea de una dinastía feliz y bien avenida que murió plácidamente en la cama”, sonríe.
 “Pero, en realidad, un busto también puede ser visto como una decapitación, como un presagio del final que muchos tuvieron”.
“Un busto también puede ser visto como una decapitación, como un presagio del final que muchos de esos líderes tuvieron”

Al observar el mundo actual, Beard ve mucho más Roma que Grecia. “
Y no me importa que sea así. No quiero criticar a Grecia, porque el mundo sería un lugar mucho peor sin los escritos de Platón. Pero Atenas era un pueblo, una pequeña ciudad universitaria. Roma, en cambio, fue una cultura global que se enfrentó a problemas como el urbanismo, el multiculturalismo y la explotación, temas que hoy están en nuestra agenda”, responde. 
Aun así, se niega a buscar respuestas a esos asuntos en el mundo clásico, como ya ha expuesto otras veces.
 “En realidad, nosotros tenemos mejores respuestas que ellos. Cuando me preguntan si preferiría vivir en Roma o en Grecia, siempre respondo que en ninguno de los dos sitios. Además, hay una tendencia a elevar esas dos culturas por encima de todo el resto, tal vez por una cuestión de ignorancia”, apunta Beard, que insta a recordar también el papel del islam y de otras civilizaciones no europeas.
Cuando escribe, Beard es mitad Tácito, el cerebral historiador de las épocas flavia y antonina, y mitad Suetonio, el biógrafo durante los reinados de Trajano y Adriano conocido por su agilidad narrativa y su afición por la anécdota jocosa, cuya Vida de los doce césares ha inspirado este volumen.
 “Me parece un escritor infravalorado”, afirma la autora. “Ha sido tratado como un mero cotilla frente a Tácito, el disector analítico y cínico del poder. Pero cuanto más leo a Suetonio, mejor observador me parece. Por ejemplo, me gusta cómo describe un momento inmediatamente anterior al suicidio de Nerón. El emperador llama a sus sirvientes, pero no acude nadie. Ahí se da cuenta de que el juego ha terminado”, relata Beard.
Siguiendo su ejemplo, al investigar para este ensayo, inspirado en una serie de conferencias que dio en Washington en 2011, logró inspeccionar otros ángulos ciegos a partir de un surtido anecdotario. Por ejemplo, comprendió mejor la condición solitaria del gobernante. 
“Soy una republicana convencida, pero ahora entiendo mejor a los reyes. ¿Cómo pueden creer en su excepcionalidad cuando, en el fondo, son seres corrientes, cobardes y llenos de defectos? Entendí que su primera misión nunca es hacer que los otros crean en su poder, sino empezar por creérselo ellos mismos”, asegura Beard. 
Entre otras cosas, para eso servían las estatuas: para impresionar a los súbditos, pero también para que los poderosos vieran en ellas el reflejo embellecedor de sus personajes públicos. A Beard le recuerda a Lady Di, que solía empezar el día, según los tabloides de la época, pasando revista a las fotos de sí misma que publicaban los periódicos. 
“Se interpretó como una forma de vanidad, y lo era. Pero en su gesto veo un problema parecido al de los emperadores que erigían estatuas en su honor: necesitaba ese reflejo para poder creer en su personaje público”, sostiene Beard. “ 
En el corazón de la monarquía hay un vacío enorme, mucho mayor de lo que podamos imaginar”.
“No voy a dar clases con miedo a ser cancelada. Es un debate exagerado por los medios y por personas que no entienden que la universidad ha cambiado para bien”
La propia autora se ha convertido en un personaje público, algo que nunca sospechó cuando era una niña que crecía en un apacible pueblo de Shropshire, condado de las Midlands limítrofe con Gales, durante una infancia que recuerda como “una fantasía rústica, excepto porque no teníamos retrete dentro de casa”. Hoy es la especialista más leída, premiada y aclamada, imparte concurridos seminarios y cuenta con un programa semanal en la BBC y una columna en el Times Literary Supplement. ¿Siente que ella también ha conquistado algo parecido al poder?
“No lo sé, pero espero no acabar como Lady Di. Si tengo poder, es solo un poder cultural, que suele ser muy fácil de repudiar”, descarta. 
La historiadora tiene 300.000 seguidores en Twitter, red social en la que ha tenido derecho a una dosis considerable de críticas e insultos que ella sabe rebatir con buenos modales. Cuando un joven británico la tildó de “vieja zorra asquerosa”, Beard acabó almorzando con él. Al final de la comida, el chico le pidió perdón.
 “Supongo que viene del hecho de ser profesora universitaria. Cuando un alumno te dice una estupidez, no te pones a gritar, tratas de contestarle con educación. Si puedo lograr que los debates en Twitter sean un poco más sanos y matizados, estaré satisfecha”, afirma. 
Admite que hay días en que no lo consigue. “Y esos días apago el ordenador”.

Beard se jubilará el año que viene después de más de 40 años en la universidad.
 “Es hora de dejar sitio. El mundo académico es poco acogedor para quienes vienen de abajo. Los de mi edad debemos apartarnos para dejarles sitio”, responde.
 “Cuando tienes una pensión decente y ya has pagado tu hipoteca, da una oportunidad a otros. Luego quéjate sobre lo mal que lo hacen, pero no te aposentes en el poder”.
 La universidad ha cambiado mucho desde los setenta, cuando ella llegó a Cambridge. 
“Entonces había un 12% de mujeres. Los hombres eran casi todos blancos y pijos. Como en la Atenas del siglo V, ¡qué fácil es la libertad de expresión cuando todo el mundo es igual que tú!”, ironiza.

No ve problema Beard en las resistencias que sus estudiantes expresan respecto a algunos textos clásicos, como las Metamorfosis de Ovidio, que algunos preferirían no leer por el grafismo de sus violaciones.
 “Yo digo que hay que leerlo para entender la violencia masculina, pero puedo entenderlos. Los estudiantes levantan la voz igual que lo hacíamos nosotros con otros temas. Seríamos una universidad lamentable si los jóvenes aceptaran sin rechistar lo que les damos. Su trabajo es desafiarnos, aunque, de vez en cuando, también podrían escuchar… En cualquier caso, no voy a dar clases con miedo a ser cancelada. Es un debate exagerado por los medios y por personas que no entienden que la universidad ha cambiado para bien”.
“Algunos monumentos celebran un poder injusto, pero no todos. Hay estatuas que nos recuerdan que, a veces, hay que matar por el progreso”
En la Universidad de Brown, miembro de la selecta Ivy League estadounidense, un colectivo de estudiantes exigió en 2020 que se retiraran del campus dos estatuas de emperadores romanos, César Augusto y Marco Aurelio, al considerarlos “supremacistas blancos”. 
“Si lo que salió en la prensa es verdad, necesitan una buena clase de historia”, bromea Beard, aunque desconfía del sensacionalismo de los medios con este asunto. En cualquier caso, no cree que todas las estatuas deban caer. 
“Algunas celebran un poder injusto, pero no todas. Siempre pienso en la estatua de Carlos I en Trafalgar Square, el monarca que observa el lugar donde fue ejecutado. No está ahí para que lo celebremos, sino para recordar que, a veces, hay que matar por el progreso. Estatuas como esa nos recuerdan que, para obtener la democracia, tuvimos que acabar con ese tipo”.

 

Su autor.





Poco se sabe de Cayo Suetonio Tranquilo, salvo lo que escribió en las cartas que él mismo escribió. Era contemporáneo de Tácito y Plinio el Joven. Además, era miembro de una familia del ordo equester y estudió en Roma lengua, gramática y retórica. 
Fue secretario ab epistulio, jefe de aquellos que atendían la correspondencia del emperador Adriano, gracias a su amistad y recomendación de Plinio el Joven. Se sabe que gozó del favor de la corte y que cayó en desgracia por «haberse permitido demasiadas familiaridades con la emperatriz Sabina».


A partir de este momento, se retiró a la vida privada y se consagró a la labor literaria, por más que los datos sobre su vida desde entonces sean prácticamente nulos: ni siquiera se sabe con seguridad la fecha de su muerte que, en todo caso, fue posterior al año 126.

Su obra fue extensa tanto en la lengua latina como en la griega pero, por desgracia, de toda ella tan sólo se han conservado dos obras. La primera, completa, es sus Vidas de los doce césares (De vita Caesarum o De vita duodecim Caesarum, libri VIII). La segunda, en estado más fragmentario, es su De viris illustribus (Sobre los hombres ilustres), un compendio biográfico. Del resto solo quedan los títulos o algunos pasajes.

El De viris illustribus agrupaba vidas de destacadas personalidades romanas, en cinco categorías:

Poetas, a partir de Livio Andrónico.Oradores, desde Cicerón.Historiadores, desde Salustio.Filósofos romanosGramáticos y retóricos (De grammaticis et rhetoribus, que sí se ha conservado.)
Fue obra muy importante, y San Jerónimo se sirvió de ella para anotar sus propias biografías de escritores eclesiásticos. Pero nos ha llegado muy incompleta y estragada. Posiblemente formaba parte de una obra mayor, hoy perdida, su Pratum de rebus variis, que algunos creen eran en realidad dos obras distintas, el Pratum y el De rebus variis. La parte conservada intacta parece ser los libros 11-19. 
Es enteramente de su mano su Vida de Terencio y quizá también la de Virgilio, Tibulo, Lucano y Persio. Aparecen más contaminadas, retocadas o refundidas por escritores posteriores las de Horacio, Pasieno Crispo y Plinio el Viejo, que por estas razones parecen como de autenticidad dudosa o interpoladas.

Suidas ofrece los títulos de otras obras perdidas o que se conservan fragmentariamente: un libro sobre las diversiones griegas, otro sobre las palabras injuriosas o de mal agüero, otro sobre los signos y abreviaturas en los libros, que parece fruto de sus trabajos de bibliotecario, y otro sobre el De re publica, de Cicerón, escrito al parecer para alabar al escritor latino y contradecir al gramático Dídimo de Alejandría. También, bajo un título tan genérico como Roma, reunió diversos trabajos de sesgo anticuario, erudito y costumbrista sobre los juegos y luchas de los romanos, su calendario y sus nombres, vestidos, usos y costumbres. 
El gramático de Cesarea, Prisciano, del siglo VI, nos ha transmitido el título de otra obra suya, De institutione officiorum, compuesta cuando era secretario de cartas del emperador Adriano. De regibus constaba de tres libros y consignaba los reyes de Europa, Asia y África. Sobre las meretrices célebres, mencionado por Juan Lido, quizá estuviera escrito en griego. Servio menciona también De vitiis corporalibus (Sobre las enfermedades del cuerpo), que el alemán Martin Schanz cree que constaba de doce libros.

Influencia

Los doce césares sirvió de modelo para la Historia secreta del historiador bizantino Procopio de Cesarea e inspiró las biografías posteriores de emperadores (la Historia augusta, que, de hecho, se cree pudo plantearse como una continuación de la obra de Suetonio), de los papas y de otros grandes líderes de la historia.

Emperador romano.

 

  

Emperador romano es el término utilizado por los historiadores para referirse a los gobernantes del Imperio romano tras la caída de la República romana.

En la Antigua Roma no existía el título de «emperador romano», sino que este título era más bien una abreviatura práctica para una complicada reunión de cargos y poderes. A pesar de la popularidad actual del título, el primero en ostentarlo realmente fue Miguel I Rangabé a principios del siglo ix, cuando se hizo llamar Basileus Rhomaion (‘emperador de los romanos’). 
Hay que tener en cuenta que en aquella época el significado de Basileus había cambiado de ‘soberano’ a ‘emperador’. Tampoco existía ningún título o rango análogo al título de emperador, sino que todos los títulos asociados tradicionalmente al emperador tenían su origen en la época republicana.

La discusión sobre los emperadores romanos está influenciada en gran medida por el punto de vista editorial de los historiadores. Los mismos romanos no compartían los modernos conceptos monárquicos de «imperio» y «emperador». Durante su existencia, el Imperio romano conservó todas las instituciones políticas y las tradiciones de la República romana, incluyendo el Senado y las asambleas.

En general, no se puede describir a los emperadores como gobernantes de iure. Oficialmente, el cargo de emperador era considerado como el «primero entre iguales» (primus inter pares), y muchos de ellos no llegaron a ser gobernantes de facto, sino que frecuentemente fueron simples testaferros de poderosos burócratas, funcionarios, mujeres y generales.

El significado legal del título.

Deificación de Julio César en un grabado de la Edad Media. La elevación a la categoría de divinidad de los gobernantes romanos fue uno más de los elementos que contribuyeron a la creación de la figura imperial en un largo proceso no delimitado con claridad.
La autoridad legal del emperador derivaba de una extraordinaria concentración de poderes individuales y cargos preexistentes en la República, más que de un nuevo cargo político. Los emperadores continuaban siendo elegidos regularmente como cónsules y como censores, manteniendo así la tradición republicana.
 El emperador ostentaba en realidad los cargos no imperiales de Princeps Senatus (líder del Senado) y Pontifex Maximus (máxima autoridad religiosa del Imperio). El último emperador en ostentar dicho cargo fue Graciano, que en 382 lo cedió a Siricio, convirtiéndose desde entonces el título en un honor añadido al cargo de obispo de Roma.

Sin embargo, estos cargos solo proporcionaban prestigio (dignitas) a la persona del Emperador. Los poderes de este derivaban de la auctoritas. En la figura imperial se reunían las figuras autoritarias del imperium maius (comandante en jefe militar) y de la tribunicia potestas (máxima autoridad jurídica). Como resultado, el emperador se encontraba por encima de los gobernadores provinciales y de los magistrados ordinarios. Tenía derecho a dictar penas de muerte, exigía obediencia de los ciudadanos comunes, disfrutaba de inviolabilidad personal (sacrosanctitas) y podía rescatar a cualquier plebeyo de las manos de los funcionarios, incluyendo de los tribunos de la plebe (ius intercessio).

El puesto de emperador no era una magistratura ni ningún otro cargo del Estado (de hecho, carecía de un uniforme como se prescribía para los magistrados, senadores y caballeros, si bien los últimos emperadores sí fueron distinguidos con la toga púrpura, lo que dio origen a la frase «vestir la púrpura» como sinónimo de la asunción de la dignidad imperial). Tampoco existió un título regular para el cargo hasta el siglo iii d. C. 

Los títulos normalmente asociados a la dignidad imperial eran Emperador (Imperator, con el significado de supremo comandante militar), César (que originalmente tuvo el significado de cabeza designada, Nobilissimus Caesar) y Augusto (Augustus, con el significado de 'majestuoso' o 'venerable'). Tras el establecimiento de la tetrarquía por Diocleciano, la palabra «César» pasó a designar a los dos subemperadores menores, y «Augusto» a los dos emperadores mayores.

Los emperadores de las primeras dinastías eran considerados casi como la cabeza del Estado. Como princeps senatus, el emperador podía recibir a las embajadas extranjeras en Roma; sin embargo, Tiberio consideraba que esto era una labor para los senadores sin necesidad de su presencia. Por analogía, y en términos modernos, estos primeros emperadores podrían ser considerados como jefes de Estado.

La palabra princeps, cuyo significado era 'primer ciudadano', fue un término republicano usado para denominar a los ciudadanos que lideraban el Estado. Era un título meramente honorífico que no implicaba deberes ni poderes. Fue el preferido de César Augusto, puesto que su uso implicaba únicamente primacía, en oposición a imperator, que implicaba dominación. La posición real del emperador era en esencia la del Pontífice Máximo con poderes de Tribuno y sobre todos los demás ciudadanos. Se mantuvo la denominación de princeps para conservar la apariencia institucional republicana.

La palabra griega basileus (comúnmente traducida como 'rey') modificó su significado, convirtiéndose en sinónimo de emperador (y comenzó a ser más usada tras el reinado del emperador bizantino Heraclio). Los griegos carecían de la sensibilidad republicana de los romanos y consideraban al emperador como un monarca.
 En la época de Diocleciano y posteriormente, el título princeps cayó en desuso, y fue reemplazado por el de dominus ('señor'). 

Los últimos emperadores usaron la fórmula Imperator Caesar NN Pius Felix (Invictus) Augustus, donde NN era el nombre individual del emperador de turno, Pius Felix significaba 'piadoso y bendito', e Invictus tenía el sentido de 'nunca derrotado'. 
El uso de princeps y dominus simboliza en un sentido amplio la diferencia entre las dos etapas del gobierno imperial conocidas como Principado y Dominado.

El primer emperador romano

En la discusión sobre quién fue el primer emperador romano debe tenerse en cuenta que, a fines del periodo republicano, no existía un nuevo título que implicara un poder individual semejante al de un monarca. Tomando como referencia la traducción al español de la palabra latina Imperator, Julio César habría sido emperador, como muchos otros generales romanos antes que él. En lugar de ello, y tras el final de las guerras civiles durante las que Julio César lideró su ejército para conseguir el poder, quedó claro por una parte que no existía consenso sobre el retorno de la monarquía, y por otro lado, que la presencia a un tiempo de tantos altos gobernantes con iguales poderes otorgados por el Senado luchando entre ellos debía llegar a su fin.


Julio César.


Con objeto de alcanzar esa monarquía no declarada, Julio César, y unos años más tarde Octavio, de una forma más sutil y gradual, trabajaron para acumular los cargos y títulos de mayor importancia en la República, haciendo que los poderes asociados a dichos cargos fueran permanentes y evitando que nadie con idénticas aspiraciones pudiera acumular o conservar poderes por sí mismos.

Julio César recorrió una parte considerable del camino en esta dirección, ostentando los cargos republicanos de cónsul (4 veces) y dictador (5 veces); consiguiendo ser nombrado «dictador vitalicio» (dictator perpetuus) en el 45 a C. También había sido Pontífice Máximo durante varias décadas, y preparó su futura deificación (iniciando el llamado Culto Imperial). Aunque fue el último dictador de la República, Julio César murió muchos años antes del colapso final de las instituciones tradicionales republicanas que dieron paso al sistema que los historiadores modernos llamaron Principado.


César Augusto.


En la época de su asesinato (44 a C.) César ya era el hombre más poderoso de Roma, pero sin ser princeps, condición que los historiadores modernos consideran determinante para llamarle emperador. Por esta razón en la actualidad no es considerado como tal. A pesar de ello, consiguió algo que solo un monarca hubiera podido conseguir, si bien esto solo se haría evidente muchas décadas después de su muerte: había convertido sus grandes poderes republicanos en hereditarios a través de su testamento, en el que adoptaba a Octavio y le designaba como su único heredero político. 
Sin embargo, no sería hasta casi una década después de la muerte de César cuando Octavio alcanzaría el poder supremo, tras la guerra civil posterior a la muerte de César y el proceso gradual para neutralizar a sus compañeros en el triunvirato que culminó con la victoria sobre Marco Antonio y Cleopatra VII. De alguna forma, César construyó el armazón sobre el que se asentaría la condición futura del emperador.

Sin embargo, no se puede marcar una línea a partir de la cual Octavio se convirtiese en emperador. A lo largo de su vida política, Octavio, también conocido como César Augusto, recibió y adoptó varios títulos que diferenciaban su condición de la del resto de los políticos, pero ninguna que claramente lo denominase como tal. 
Fue proclamado Augusto, pero este es considerado un sobrenombre o un adjetivo ("aumentador") más que un título. Con el tiempo, este adjetivo se tornaría sustantivo. Recibió también el título de pontifex maximus. Recibió del Senado la encomienda de la tribunicia potestas (el poder del tribunado), sin necesidad de ser uno de los tribunos; y también comenzó a usar Imperator, como parte de su nombre. Sin embargo, a pesar de que Augusto recibió diferentes títulos, no hubo cambios en la organización del Estado, la cual permaneció idéntica a la del período de la res publica.

Algunos historiadores como Tácito sugirieron que tras la muerte de Augusto habría sido posible el retorno al sistema republicano sin necesidad de ningún cambio, en el caso de que hubiera existido un deseo real de hacerlo (no permitiendo a Tiberio la acumulación de los mismos poderes, cosa que este hizo con rapidez). Incluso Tiberio siguió a grandes rasgos manteniendo inalterado el sistema de gobierno republicano.

Los historiadores de los primeros siglos tuvieron más en cuenta la continuidad: si existió una «monarquía sin reyes» hereditaria tras la República, esta habría comenzado con Julio César. En este sentido, Suetonio escribió las Vidas de los Doce Césares, compilando los emperadores desde Julio César e incluyendo a la dinastía Flavia (tras la muerte de Nerón, el nombre heredado ‘César’ se convirtió en un título). 
En libros de historia más recientes, sin embargo, se apunta que inmediatamente después del asesinato de Julio César, el Estado romano había vuelto en todos los aspectos a la República, y que el Segundo Triunvirato difícilmente podría ser considerado una monarquía. 
Estas tesis, ampliamente seguidas, ven a Augusto como el primer emperador en un sentido estricto, y se dice que se convirtió en tal cuando «restauró» el poder al Senado y al pueblo, acto que en sí mismo fue una demostración de su auctoritas, tras lo cual recibió el nombre de «Augusto» el 16 de enero del 27 a C.

  

Títulos y atribuciones.

Aunque estos son los cargos, títulos y atribuciones más comunes, se debe tener en cuenta que no todos los emperadores romanos hicieron uso de ellos, y que en caso de hacerlo, posiblemente no los usaban al mismo tiempo. Los cargos de cónsul y censor, por ejemplo, no formaban parte integral de la dignidad imperial, siendo ostentados por diferentes personas además del emperador reinante.

Augustus (‘augusto’, ‘sagrado’ o ‘venerable’), un cognomen o apellido honorífico exclusivo del emperador que portaron todos ellos a partir de Augusto.

Autokratōr ('autócrata'), título griego equivalente a ‘soberano’ con un significado semejante a ‘con plenos poderes’. Aparece solo en inscripciones y prosa en griego.

Basileus, ('monarca'), usado de forma popular en Oriente para referirse al emperador y que se convirtió en un título formal a partir del reinado de Heraclio. También usado exclusivamente en inscripciones y prosa griegas.

Caesar (‘césar’) o Nobilissimus Caesar (‘césar nobilísimo’), cognomen procedente de la familia de Julio César, usado posteriormente como nomen, bien para referirse al emperador (usado en segundo lugar, tras imperator), bien a los herederos (usado en último lugar tras su nombre ordinario).

Censor (‘censor’), cargo de la República ejercido por cinco años que ostentan dos individuos con las mismas atribuciones: velar por la moralidad pública y controlar los empadronamientos, incluidos los de los órdenes senatorial y ecuestre. Lo ejercieron muy pocos emperadores, como Claudio (47-48 d. C.), Vespasiano y Tito (73-74 d. C.).

Consul (‘cónsul’), la más alta de las magistraturas senatoriales de la República romana, de un año de vigencia (enero-diciembre), que ostentan al tiempo dos individuos con las mismas atribuciones. Son el poder ejecutivo del Senado. Los emperadores lo ejercían a voluntad, pero no siempre (Augusto lo fue 13 veces, Tiberio 2, Trajano 6, Adriano 3, etc.).

Dominus noster (‘nuestro señor’, ‘nuestro amo’), título honorífico que comienza a usarse a la vez o en vez de imperator caesar bajo el usurpador Magnencio (350-353 d. C.).

Imperator, magistrado portador de imperium, título obtenido tras la ascensión a la púrpura imperial o tras un importante triunfo militar. Este título, de origen republicano, se convirtió desde Augusto en el prenombre (praenomen) de la mayoría de los emperadores hasta mediados del siglo iv.

Imperator destinatus o imperator designatus (‘destinado para ser emperador’, ‘designado para ser emperador’), título para el heredero imperial usado por Septimio Severo para su hijo Caracalla.

Imperium maius, que indica que su poseedor ostenta el poder absoluto sobre todos los demás poderes, incluyendo la capacidad de sentenciar a muerte.
Invictus (‘invicto’, ‘no vencido’), título honorífico.

Pater patriae (‘padre de la patria’), título honorífico, decretado por primera vez para Augusto en Plantilla:Esd 2 a. C.

Pius felix (‘piadoso y bendito’), título honorífico.

Pontifex maximus (‘sumo pontífice’), título de origen republicano que implicaba la mayor de las autoridades religiosas. Estaban a la cabeza de los sacra (ritos oficiales de Roma). Los emperadores cristianos a partir de Graciano dejaron de usar este título al ser cedido este a los papas de Roma.

Princeps (‘primer ciudadano’, ‘príncipe’), título honorífico que denota el estatus del emperador como primus inter pares.

Princeps iuventutis (‘príncipe de la juventud’), título honorífico destinado al heredero del Imperio.

Princeps senatus (‘príncipe del Senado’), cargo republicano con una vigencia de cinco años.

Tribunicia potestas (‘tribuno [potestad tribunicia]’), cargo senatorial de origen republicano (494 a C.), que desde Augusto, en 23 a C., es privativo del emperador.

Mediante él obtenía poderes de tribuno, incluyendo la inviolabilidad (sacrosanctitas) y la capacidad de vetar las decisiones del Senado. Se renovaba anualmente (hasta Trajano en el dies imperii o de ascenso al trono, después cada 10 de diciembre) por lo que en las inscripciones imperiales es el marcador cronológico más fiable de la titulatura.

  

Además, en epigrafía son frecuentes las siguientes abreviaturas como propias de la dignidad imperial:

AVG. - Augustus (cognomen o tercer nombre, específico del emperador, desde Augusto)

CAES. - Caesar

CES. y CES. PERP. - Censor y Censor perpetuus

COS. - Consul (se añade un numeral cada vez que lo ejerce, excepto el I)

DIV. - Divus, Diva: desde Augusto, designa al emperador, emperatriz o miembro de la familia imperial que ha recibido la apotheosis o declaración de divinización. Normalmente le sigue el nombre más popular del personaje en cuestión (Divus Augustus, Divus Hadrianus), excepto César, que fue designado simplemente Divus.

GERM. - Germanicus (otros epítetos de victoria sobre pueblos determinados: Britannicus, Dacicus, Parthicus, Sarmaticus, Alamannicus, etc., a veces seguidos de Maximus).

IMP. - Imperator (como prenombre y como indicador de victorias militares, suyas o de sus generales, en este caso le siguen numerales, excepto el I)

MAX. - Maximus

NOB. - Nobilissimus

OPT. - Optimus, como cognombre, específico de Trajano.

P.P. o PAT.PATR. - Pater patriae

P.F. - Pius Felix

PONT.MAX. o P.M. - Pontifex Maximus

PRINC. IVV. - Princeps Iuventutis (aplicado a los césares o herederos)

TRIB.POT. o TR.P. - Tribunicia potestas (habitualmente en ablativo o genitivo, le sigue el numeral, excepto el I)

  

Los poderes del emperador.

Cuando Augusto estableció el Principado, cambió la autoridad suprema por una serie de poderes y cargos, lo que en sí mismo fue una demostración de autoridad. Como Princeps Senatus, el emperador declaraba el inicio y el fin de cada sesión del Senado, imponía la agenda de este, la reglamentación a seguir por los senadores y se reunía con los embajadores extranjeros en nombre del Senado.

Como Pontifex Maximus, el emperador era la cabeza religiosa del Imperio, correspondiéndole la presidencia de las ceremonias religiosas, la consagración de los templos, el control del calendario romano (suprimiendo y añadiendo días cuando era necesario), el nombramiento de las vírgenes vestales y de los flamen (sacerdotes), el liderazgo del Collegium Pontificum (dirección colegiada de los asuntos religiosos) y la interpretación de los dogmas de la religión romana.

Aunque estos poderes otorgaban al emperador una gran dignidad e influencia, en realidad no incluían por sí mismos ninguna autoridad legal. En el año 23 a C., Augusto daría poder legal a la figura del emperador. En primer lugar, con la inclusión entre sus cargos de la tribunicia potestas, o poderes de tribuno, sin necesidad de ostentar dicho cargo. Esto dio al emperador inviolabilidad y la capacidad de perdonar a cualquier civil por cualquier tipo de acto criminal o de cualquier otro tipo. Con los poderes del tribuno, el emperador podía condenar también a muerte sin juicio previo a cualquiera que interfiriera en el desempeño de sus deberes. Este «tribunado imperial» le permitía también manejar al Senado según sus deseos, proponer leyes, así como vetar sus decisiones y las propuestas de cualquier magistrado, incluyendo al tribuno de la plebe. También mediante este poder el emperador podía convocar a las asambleas romanas, ejerciendo como presidente de las mismas y pudiendo proponer leyes en estos foros. Sin embargo, todos estos poderes solo eran aplicables dentro de la misma Roma, por lo que aún necesitaba otros poderes para poder vetar a los gobernadores y a los cónsules en las provincias del Imperio.

Para resolver este problema, Augusto trató de que se otorgara al emperador el derecho a ostentar dos tipos diferentes de imperium: el primero como cónsul, lo que le daba el poder de la máxima magistratura dentro de Roma, y el segundo con el título de Imperium Maius, que le daba poderes fuera de Roma, o sea, como procónsul. Los cónsules y el emperador tenían por lo tanto una autoridad semejante, pudiendo cada uno de ellos vetar las propuestas y actos de los otros. Sin embargo, fuera de Roma, el emperador superaba en poderes a los cónsules, pudiendo vetarles sin que estos pudieran hacer otro tanto con él. El imperium maius le daba al emperador autoridad sobre todos los gobernadores de las provincias romanas, convirtiéndole en la máxima autoridad en los asuntos provinciales y dándole el mando supremo de todas las legiones romanas. El emperador, merced a este imperium, podía nombrar a los gobernadores de las provincias imperiales sin interferencia del Senado. La división de las provincias entre imperiales y consulares data, según Dión Casio, del 27 a C.

  

El culto imperial.

Bajo la denominación de culto imperial se incluye el conjunto de rituales realizados en honor del emperador romano y su familia (una vez al año los habitantes debían quemar incienso ante su estatua, diciendo: «César es señor»). Anteriormente Alejandro Magno había afirmado ser descendiente de los dioses de Egipto, y decretó que debería de ser adorado en las ciudades de Grecia.
Todavía en vida de Julio César, este consintió en la erección de una estatua a cuyo pie rezaba la inscripción Deo invicto (en español, «Al dios invencible») en el 44 a C. El mismo año se hizo nombrar dictador vitalicio. El Senado votó para que se le construyera un templo y se instituyeran juegos en su honor. Después de su muerte lo colocaron entre los demás dioses y le dedicaron un santuario en el foro. El heredero de César, Augusto, hizo construir un templo en Roma dedicado al «Divino Julio» (Divus Iulius). Como hijo adoptivo del deificado Julio, Augusto también recibió el título de Divi filius («Hijo de dios»).
 Se hizo llamar Augusto, fue honrado como divino y se le puso su nombre a un mes del año (agosto) tal como había sucedido con su padre (Julio). Aunque Augusto en vida no pidió ser adorado, después de su muerte el Senado le elevó al rango de dios y lo declaró inmortal.
El objetivo principal de este culto era demostrar la superioridad del gobernante mediante su adscripción a una esfera divina, y la sumisión de los habitantes a los dictados de aquel.
La adoración del emperador, que en realidad era política más que personal, fue un elemento poderoso de unidad en el imperio, puesto que era una especie de deber patriótico.
Tácito describe en sus Anales​ que Augusto y Tiberio permitieron que se erigiera un único templo en su honor durante sus vidas. Estos templos contenían, no obstante, no solo las estatuas del emperador gobernante, que podía ser venerado a la manera de un dios, sino que también se dedicaban al pueblo de Roma, a la ciudad de Roma, en el caso de Augusto, y al Senado en el de Tiberio. Ambos templos estaban situados en la parte asiática del Imperio romano. 
El templo de Augusto estaba situado en Pérgamo, mientras Tiberio no consintió ningún otro templo o estatua en su honor aparte de los existentes en Esmirna, ciudad elegida en el año 26 entre once candidatas para erigir estos templos. Tiberio aseguró ante el Senado que prefería ser más recordado más por sus actos que por las piedras. Sí permitió, en cambio, la construcción de un templo en honor de su antecesor y padre adoptivo, el ya Divus Augustus, en Tarragona, en el año 15 d. C.
Los numerosos templos y estatuas dedicados a Calígula, por orden propia, fueron todos ellos destruidos de inmediato tras la violenta muerte de este emperador. Al parecer, Claudio permitió la erección de un solo templo en su honor, continuando el ejemplo de Augusto y Tiberio. En esta ocasión el templo se erigió en Britania, tras la conquista de este territorio por Claudio.
Generalmente, los emperadores romanos evitaron reclamar para sí mismos el estatus de deidad en vida, a pesar de que algunos críticos insistieron en que hubieran debido hacerlo, y que lo contrario podría ser considerado un signo de debilidad. 
Otros romanos ridiculizaban la idea de que los emperadores fueran considerados dioses vivientes, e incluso veían con diversión la deificación de un emperador tras su muerte. Sobre este particular, el único escrito satírico de Séneca, la Apocolocyntosis divi Claudii (Conversión del divino Claudio en calabaza), muestra un amargo sarcasmo sobre la previsible deificación de Claudio, la cual se efectuó, de acuerdo con la versión de Tácito, en los funerales del emperador en el año 54.​

Frecuentemente, los emperadores fallecidos durante este período fueron objeto de adoración, al menos, aquellos que no fueron tan impopulares para sus súbditos. La mayor parte de los emperadores se beneficiaron de la rápida deificación de sus predecesores: si dicho predecesor era un familiar relativamente cercano, aunque solo fuera por adopción, esto significaba que el nuevo emperador contaba con un estatus cercano a la deidad, siendo divi filius, sin necesidad de parecer demasiado presuntuoso al reclamar para sí mismo la condición divina.
 Una famosa cita atribuida a Vespasiano en su lecho de muerte dice que sus últimas palabras, proferidas en tono irónico, fueron:

 Vae... puto deus fio! («¡Ay de mí, creo que me estoy convirtiendo en dios!»), al sentir que la muerte le llegaba.

Para las mujeres de las dinastías imperiales la adquisición del título de Augusta, otorgado solo de forma excepcional, significaba un paso esencial para alcanzar el estatus de divinidad. Lo alcanzaron, entre otras, Livia (bajo Tiberio), Popea Sabina (bajo Nerón), Marciana, Matidia la Mayor (ambas con Trajano), Plotina, Sabina (bajo Adriano), etc.
Para el culto específico de la domus augusta o familia imperial se creó el sacerdocio específico del flaminatus. Los flamines ejercían el de los varones y las flaminicae, frecuentemente sus esposas, el de las mujeres. El culto se extendía también a todos los ya fallecidos, caso en el que se mencionan como domus divina, divorum et divarum, etc. flamines y flaminicae existían en el nivel municipal y en el provincial, siendo el flaminado provincial masculino, que conllevaba también importantes gastos, una palanca muy importante para el ascenso a otros órdenes sociales.

  

Los linajes imperiales.

Emperadores romanos durante el Principado


La naturaleza del cargo imperial y el Principado fueron establecidos por el heredero de Julio César, Octavio, declarado en el testamento de César como hijo adoptivo de este. Octavio Augusto nombró más tarde como heredero al hijo del primer matrimonio de su esposa Livia con un joven de la distinguida familia Claudia, dando inicio a la dinastía Julio-Claudia, que terminaría tras la muerte de Nerón, tataranieto de Augusto por parte de su hija Julia y de Livia por parte del hijo de esta: Tiberio. De este linaje fue también el emperador Calígula, sucesor de Tiberio, Claudio y Nerón, con cuya muerte finalizó la dinastía Julio-Claudia. A lo largo del año 69, Nerón fue sucedido por una serie de usurpadores, dándose en llamar a este el año de los cuatro emperadores. 
El último de ellos, Vespasiano, estableció la dinastía Flavia, cuyo último emperador, Domiciano, fue a su vez sucedido por Nerva, de la dinastía Antonina. Nerva, anciano y sin hijos, adoptó a Trajano, ajeno a su familia, y le nombró su heredero.
Cuando Trajano accedió al trono imperial, siguió el ejemplo de su predecesor, adoptando a Adriano como heredero, lo que se convirtió en una práctica habitual en la sucesión del Imperio durante el siguiente siglo, dando origen a la época de «los cinco emperadores buenos», el periodo de mayor estabilidad y prosperidad de la historia del Imperio romano. Para algunos historiadores esta fue la era dorada de Roma. Los emperadores de esta dinastía fueron: Nerva, Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio, quien le cedió el trono a su hijo Cómodo, un disoluto que rápidamente estropeó la obra de todo un siglo de buen gobierno del imperio.
El último de los «cinco emperadores buenos», Marco Aurelio, eligió por su parte a su hijo Cómodo como sucesor en lugar de adoptar a su heredero. El consiguiente desgobierno provocado por Cómodo condujo a su posterior asesinato, el 31 de diciembre de 192. Esto dio origen a un breve período de inestabilidad que terminó con el ascenso al poder imperial de Septimio Severo, quien estableció la dinastía de los Severos. Esta dinastía, a excepción del periodo 217-218, ostentó la púrpura hasta el año 235.

La crisis del siglo iii

El ascenso al poder de Maximino el Tracio marcó el final de una era y el principio de otra. Fue uno de los últimos intentos del cada vez más impotente Senado para influir en la sucesión. Además, fue la primera vez que un hombre alcanzaba la púrpura basándose únicamente en su trayectoria militar. Tanto Vespasiano como Septimio Severo provenían de familias nobles o de clase media, mientras que Maximino el Tracio procedía de una familia plebeya y bárbara. Nunca durante su reinado visitó Roma, y dio origen a una serie de «emperadores cuarteleros», provenientes todos ellos del Ejército. Entre 232 y 285, más de doce emperadores accedieron a la púrpura, pero solo Valeriano y Caro llegaron a asegurarse la sucesión de sus hijos al trono, y ambas dinastías terminaron en solo dos generaciones.

Emperadores romanos durante el Dominado.

El ascenso al trono imperial de Diocleciano el 20 de noviembre de 284, un comandante dálmata de la caballería de la guardia de Caro y Numeriano, de habla griega y clase baja, significó el abandono del concepto tradicional romano de «emperador». Este, que oficialmente se consideraba como el «primero entre iguales», dejó de serlo con Diocleciano, que incorporó el despotismo oriental en la dignidad imperial. Donde los anteriores emperadores habían vestido la toga púrpura y habían sido tratados con deferencia, Diocleciano vistió ropas y calzados enjoyados, y exigió de aquellos que le servían arrodillarse y besar el borde de sus ropas (adoratio).
En muchos sentidos, Diocleciano fue el primero de los emperadores monárquicos, hecho que se simboliza en que la palabra dominus ('señor') reemplazó a princeps como término preferente para referirse al emperador. De una forma significativa, ni Diocleciano ni su coemperador Maximiano habitaron mucho tiempo en Roma después de 286, estableciendo sus capitales imperiales en Nicomedia y Mediolanum (la actual Milán), respectivamente.
Además, Diocleciano estableció la tetrarquía, un sistema que dividió al Imperio romano en Occidente y Oriente, cada una de las cuales tenía un Augusto como gobernante supremo y un César como ayudante del primero. El sistema de la tetrarquía degeneró en una guerra civil. El vencedor de estas guerras fue Constantino I el Grande, quien restauró el sistema de Diocleciano de división del Imperio en Este y Oeste. Constantino mantuvo Oriente para sí mismo y refundó la ciudad de Constantinopla como su nueva capital.
La dinastía que estableció Constantino también se vio pronto acosada por guerras civiles e intrigas cortesanas hasta que fue reemplazada de forma breve por Joviano, general de Juliano el Apóstata y, de forma más permanente, por Valentiniano I y la dinastía que este fundó en 364. A pesar de ser un soldado procedente de la clase media-baja, Valentiniano no fue un «emperador cuartelero», sino que fue elevado a la púrpura por un cónclave de generales veteranos y funcionarios civiles.
Teodosio I accedió al trono imperial en Oriente en el año 379, y se hizo con el control de Occidente en 394. Declaró ilegales la brujería, magia y adivinación, y convirtió al cristianismo en la religión oficial del Imperio. Teodosio fue el último emperador que gobernó la totalidad del Imperio romano, ya que el reparto del mismo entre sus hijos Arcadio (Imperio Oriental) y Honorio (Imperio Occidental) tras su muerte en el año 395 representó la división definitiva del Imperio.
Rómulo Augusto  (475-476) el ultimo emperador del Imperio Romano de occidente.
Sólido con efigie de Rómulo Augústulo.


El linaje imperial de Oriente.

Estatua de Constantino XI, último emperador romano en Oriente.

En el Oeste, parte del Imperio donde estaba incluida la vieja capital de Roma, la línea sucesoria imperial terminó con la deposición de Rómulo Augústulo el 4 de septiembre de 476. Tradicionalmente, esta fecha marca el final del Imperio romano y el comienzo la Edad Media. Sin embargo, la sucesión de emperadores romanos continuó en el Este por 1000 años más, hasta la Caída de Constantinopla y la muerte de Constantino XI Paleólogo el 29 de mayo de 1453. 
Fueron estos emperadores los que normalizaron la dignidad imperial hasta el concepto moderno del término «Emperador», incorporando el título dentro de la organización del Estado, y adoptando el antes mencionado título Basileus Rhomaion ("Emperador de los Romanos", en griego). 
Los emperadores de Oriente dejaron de usar el latín como idioma oficial tras el reinado de Heraclio y abandonaron muchas de las antiguas tradiciones romanas. Los historiadores suelen referirse a este Estado como el Imperio bizantino, aunque dicho término no fue creado hasta el siglo xviii.



Biblioteca Personal.

Tengo un libro en mi colección privada .- 

 





Itsukushima Shrine.

LITERATURA EN LA EDAD ANTIGUA.


  

Tableta de arcilla sumeria con escritura cuneiforme de finales del 0 a. C. La innovación de la escritura es de tal magnitud para el desarrollo de la civilización que se identifica con la historia misma.

La Antigüedad, también llamada Edad Antigua o Periodo Antiguo según el contexto, es un periodo histórico comprendido entre el final de la prehistoria —generalmente con la invención de la escritura y con ello la historia escrita— y una fecha variable según el área geográfica en cuestión. Durante este periodo surgió la escritura, las ciudades y el proceso de urbanización, la ley y el Estado y la estratificación social, así como grandes religiones todavía profesadas como el budismo, cristianismo e hinduismo.
Se desarrollaron numerosas civilizaciones de gran importancia en todos los continentes: Sumeria en el Creciente Fértil, el Antiguo Egipto en el África del norte, la civilización del valle del Indo en Asia del sur, la Antigua China en Asia oriental, las antiguas Grecia y Roma en el Mediterráneo, las civilizaciones mesoamericanas y andinas en América, entre muchas otras.
La finalización de la Antigüedad varía según el espacio geocultural. Por ejemplo, para Occidente termina en el siglo V con el inicio de la Edad Media;​ en el África subsahariana termina en el siglo I con el inicio de los Siglos Oscuros;​ y en América termina en el siglo XV, cuyo periodo se llama América precolombina.

El lapso de la historia registrada es de aproximadamente 5000 años, comenzando con la escritura cuneiforme sumeria. La historia antigua cubre todos los continentes habitados por humanos en el período 3000 a. C. - 500 d. C. El sistema de tres edades periodiza la historia antigua en la Edad de Piedra, la Edad del Bronce y la Edad del Hierro, y generalmente se considera que la historia registrada comienza con la Edad del Bronce.
​El comienzo y el final de las tres edades varía entre las regiones del mundo. En muchas regiones, generalmente se considera que la Edad del Bronce comenzó unos siglos antes del 3000 a. C., mientras que el final de la Edad del Hierro varía desde principios del primer milenio a. C. en algunas regiones hasta finales del primer milenio d. C. en otras.

  

La literatura antigua.

 (hasta el siglo v)

Literatura y escritura, aunque obviamente relacionadas, no son sinónimos. Los primeros escritos de los antiguos sumerios no son literatura, ni las primeras inscripciones en jeroglíficos egipcios. Los textos literarios más antiguos que nos han llegado datan de siglos después de la invención de la escritura.
Los investigadores están en desacuerdo sobre cuando los registros antiguos se convierten en algo más semejante a la «literatura», ya que la definición de esta es subjetiva. Sin embargo, debe tenerse en mente que, dada la relevancia o el aislamiento cultural de las culturas antiguas, el desarrollo histórico de la literatura no ocurrió en forma uniforme en el mundo.

Otro problema al tratar de aproximarse a una historia global de la literatura reside en que muchos textos han desaparecido, ya sea deliberadamente, por accidente o por la total extinción de la cultura que los originó. Mucho se ha dicho, por ejemplo, sobre la destrucción de la Biblioteca de Alejandría creada en el siglo iii a. C. y sobre los innumerables textos fundamentales que se cree se hayan perdido entre las llamas en el año 49 a. C. Así, la supresión deliberada de textos -y frecuentemente incluso de sus autores, por organizaciones con algún tipo de poder temporal- complica el estudio.
Ciertos textos primarios, sin embargo, pueden ser considerados como los primeros pasos de la literatura. Ejemplos muy antiguos son el Poema de Gilgamesh (del siglo xvii a. C., aunque la versión sumeria posiblemente date del siglo xxvii a. C.),​ y el Libro de los muertos, escrito en el Papiro de Ani (que se data hacia el siglo xiii a. C.).
La literatura del Antiguo Egipto alcanzó su cenit con la Historia de Sinuhé, un servidor de Sesostris I, cuyo relato data de mediados del siglo xx a. C. La literatura egipcia no solía incluirse en las primeras historias de la literatura, porque los escritos no se tradujeron a las lenguas europeas hasta el siglo xix, cuando se descifró la Piedra de Rosetta.

Muchos textos se transmitieron por tradición oral durante siglos, antes de que fuesen fijados mediante la escritura, por lo que son difíciles de datar. El núcleo del Rig-veda parece datar de mediados del II milenio a. C. en la región del actual Pakistán. ​Los escritos de la India posteriores al Rig-veda (como los textos Bráhmana y los Upanisad), así como el Tanakh hebreo y la colección de poemas místicos atribuidos a Lao Tze, Tao te Ching, que probablemente daten de la Edad de hierro, aunque determinarlo es controvertido.
El Pentateuco (de la Biblia) tradicionalmente se fecha alrededor del siglo xv a. C.]], aunque estudios recientes consideran que podría datarse hacia del siglo x a. C.]] Otras tradiciones orales fueron fijadas en forma escrita muy tardíamente, como la Edda Poética, escrita en el siglo xiii.
la Ilíada y la Odisea de Homero provienen del siglo viii a. C. y marcan el inicio de la Antigüedad clásica. Estas obras también tenían una tradición oral previa que parece provenir de fines de la Edad de Bronce.

  

Oriente Medio.

La literatura sumeria se desarrolló en las principales ciudades. Los textos eran fijados en tablillas de barro y se hicieron, generalmente, en diferentes copias. Los considerados literarios comprendían diferentes temáticas, desde las puramente mitológicas hasta las de tipo amoroso, todas tratadas con notable calidad.
La literatura sumerio-acadia conoció una primera fase oral y solo hacia el año 2600 a. C. pasó a fijarse por escrito, tanto en lengua sumeria como en acadia, o de manera bilingüe. No obstante, la etapa de mayor creatividad literaria es varios siglos posterior a la desaparición de la civilización sumerio-acadia.
Se escribieron unas treintena de mitos sobre las divinidades sumerias y acadias más importantes, entre los que destacan: el descenso de Inanna a los infiernos, el mito del diluvio y los generados en torno a los dioses Enki y Tammuz.
En la literatura épica se formaron ciclos en torno a la figura de cuatro reyes: Enmerkar, Lugalbanda y Gilgamesh. El ciclo de Gilgamesh tuvo siete episodios, que acabaron formando más tarde el famoso Poema de Gilgamesh, rey de Uruk. Destaca también el poema Lugal ud melambi Nirpal, titulado por los sumerólogos modernos Los trabajos de Ninurta cuyo contenido es de tipo didáctico y moral.
Aunque se sabe que los fenicios tuvieron una variada literatura, que influyó fuertemente en la literatura en hebreo,​ es muy poco lo que se ha conservado tras la conquista helenística de Oriente Medio y la romana de Cartago.3​ Aun así, por meciones de otros autores y pequeños hallazgos fragmentarios se sabe que escribieron sobre muy diversos temas; entre sus escritos destacan la Teogonía de Sanjuniatón y el periplo de Hannón el Navegante.

  

Literatura antigua de la India


Literatura sánscrita : Las primeras manifestaciones de muchos de los géneros literarios que más tarde aparecerían en Occidente se dieron en la literatura oriental, en especial en la literatura sánscrita. Hacia el 1500 a C. se empieza a componer la más remota de las manifestaciones literarias de los pueblos indoeuropeos: el Rig-veda

Literatura védica: Ejemplos de escritos antiguos en sánscrito, incluyen los textos sagrados del hinduismo, como el núcleo de los Vedas y los Upanishada.

Literatura épica: La gran poesía épica de India se transmitía oralmente, probablemente desde antes del periodo mauria. Las dos grandes obras épicas, el Ramaiana de Valmiki (24 000 versos que narran las andanzas del rey dios Rama)6​ y el Majábharata (diez veces mayor que la Ilíada y la Odisea juntas) influenciaron muchos otros trabajos, incluyendo el Kechak y numerosas obras europeas.

Literatura en sánscrito clásico: El famoso poeta Kalidasa escribió dos obras épicas: el Raghu-vamsa (‘la dinastía de [el rey] Raghú’) y el Kumara Sambhava (nacimiento de Kumara [el dios de la guerra]), para las cuales usó el sánscrito clásico en lugar del sánscrito épico. Otros ejemplos de trabajos en sánscrito clásico son el Asta-dhiai de Panini que estandariza la gramática y fonética del idioma clásico y las Leyes de Manu, importante texto del hinduismo. Kalidasa es considerado el gran dramaturgo de literatura en sánscrito, además de notable poeta, sus obras más famosas son El reconocimiento de Shakuntala y el Megha-dūta. Es para la literatura en sánscrito tan importante como lo es Shakespeare para la literatura inglesa.

Literatura en prácrito

La lengua prácrita tuvo distintas formas (prácrito antiguo, pali, maharastri, sauraseni, magadhi, ardhamagadhi, jai-sauraseni, jain-maharastri y apabhramsa). Muchas de las obras de Aswa Ghosha fueron escritas en sauraseni, al igual que el Karpoor-manjari. Kalidasa, Harsha y Haal usaron el maharastri en algunas de sus obras de teatro y poesías. La forma más sobresaliente del prácrito fue la pali, que se usó en India, Sri Lanka y el sudeste asiático y como herramienta de propagación del budismo, de trabajos filosóficos, poesía y obras gramaticales.
Obras famosas son: el Mricchaka-tika (de Shudraka), el Suapna-vasava-dattam (de Bhasa) y el Ratna-vali de Sri Jarsha. Entre las obras literarias posteriores están el Gitá-govinda (de Yaiadeva), el Artha-sastra (de Chanakia) y el Kama-sutra de Vatsiaiana). .


  

Extremo Oriente.

Literatura antigua de China

La literatura china se inició hace más de tres mil años. Los primeros documentos escritos que se pueden considerar literatura provienen de la dinastía Zhou.
El primer gran autor de táctica militar y estrategia fue Sun Tzu con El arte de la guerra que aún hoy día se puede ver en los estantes de muchos militares e incluso en algunas corporaciones.7
La filosofía china siguió un camino distinto a la griega, ya que en lugar de presentar diálogos extensos, optó por Analectas como las de Confucio, Lao Zte y Tao Te Ching, es decir, se presenta en proverbios didáctico-morales cuyos temas principales son el amor y respeto a la naturaleza, a los padres, a los ancianos, al orden político, al social y al religioso.

Literatura antigua de Japón

En el llamado período arcaico, entre los siglos iii y vi d. C., Japón produjo sus primeras obras literarias: las crónicas Kojiki (Memorias de los sucesos de la humanidad) y Nihonshoki (poesía antigua de Japón), así como las poesías Manyoshu (Colección de diez mil hojas 4500 poemas) que serían recopiladas en el año 760. Sin embargo, el período clásico de la literatura japonesa comenzó a fines del siglo viii.


  

Europa. Antigüedad clásica.

La Ilíada

Los griegos

La sociedad de la antigua Grecia puso énfasis considerable en la literatura. Muchos autores consideran que la tradición literaria occidental comenzó con los poemas épicos la Ilíada y la Odisea, atribuidos a Homero, que siguen siendo grandes figuras en el canon literario por sus descripciones y el manejo de temáticas como la guerra y paz, honra y deshonra, amor y odio. Entre los poetas posteriores fue notable Safo, que dio forma a poesía lírica como género.
El dramaturgo Esquilo cambió la literatura occidental por siempre al introducir el diálogo y la interacción en el teatro. Su obra cumbre fue la trilogía la Orestíada. Otros talentos dramáticos fueron Sófocles, quien convirtió la ironía en técnica literaria, en su obra Edipo rey, y Eurípides, que utilizó el teatro para desafiar las normas sociales en Medea, Las Bacantes y Troyanas, obra aún notable por desafiar la percepción común de nociones como la propiedad, el género y la guerra. Aristófanes, un comediante, usó esas ideas en un tono menos trágico en sus obras: Lisístrata y Las ranas.
Aristóteles, alumno de Platón, escribió docenas de trabajos en muchas disciplinas científicas, pero su contribución más grande a la literatura era probablemente su Arte Poética, en donde plantea su término del drama y establece parámetros para la crítica literaria.

Los romanos

En muchos aspectos, los escritores de la Antigua república romana y el Imperio romano eligieron evitar la innovación en el favor de imitar a los grandes autores griegos; la Eneida de Virgilio emuló en gran medida a las obras homéricas a petición del emperador del momento.
Plauto, dramaturgo cómico, siguió los pasos de Aristófanes; en las Metamorfosis de Ovidio se retoman diversos mitos griegos. Si bien es innegable la maestría de los grandes autores romanos, también lo es que fueron muy poco creativos literariamente en comparación con los griegos. Una de las pocas creaciones literarias romanas fue la sátira. Horacio fue el primero en usarla como herramienta argumental y luego Juvenal.

La Historia nace con la escritura.

 

Saber con exactitud quién descubrió la escritura, es algo que los humanos no somos capaces de hacer, a día de hoy. Pero sí que tenemos una idea bastante aproximada, gracias a los estudios realizados sobre su origen en Mesopotamia hace más de 5.000 años.
La invención de la escritura está relacionada, por un lado, con el comercio, y por el otro con la organización de la sociedad, es decir, con el nacimiento de la civilización. Las primeras sociedades se organizan en torno a las clases sacerdotales, y serán los sacerdotes quienes se vean obligados a llevar el registro de lo almacenado, lo comprado y lo vendido, que hasta ese momento se hacía de memoria.

Origen de la escritura

La mayoría de expertos consideran, que el origen y los inicios de la escritura se sitúan en Mesopotamia, en las tabletas arcaicas encontradas en las ciudades sumerias que se encuentran en las riberas de los ríos Tigris y Eufrates. Las más antiguas pertenecen a la ciudad de Uruk, pionera en vida urbana, escritura y administración pública, con unos 40.000 habitantes. Son difíciles de datar, aunque se considera que pertenecen a un periodo comprendido entre 3400 y 3200 a.C.

Muchas circunstancias se unen en una ciudad como Uruk, probablemente la primera ciudad de la historia, desde sus orígenes en torno a 6500 a.C., entre ellos el desarrollo de la agricultura, el regadío, la invención de la rueda y el uso de animales domésticos. En el V milenio a.C., aparecen los sellos cilíndricos, que se hacen rodar encima de tabletas blandas de arcilla en las que marcan el dibujo que llevan impreso; luego se hornean y se empaquetan con la mercancía, indicando quién es el dueño.
Al mismo tiempo, empiezan a escribirse con un punzón signos cuneiformes en el barro, para dar cuenta del producto y de la cantidad. De estos se hacen dos copias, una para el templo y otra para el mercader. De ese modo, los sacerdotes, que controlan la producción, llevan un registro de quién compra, quién vende y quién cede sus excedentes al templo.
Al final, el idioma sumerio consiste en unas seiscientas palabras diferentes, cada una con un signo; de éstas, la mitad de emplea sólo como ideogramas o logogramas, es decir, que representan una idea, y la otra mitad se emplean a la vez como ideogramas y como sílabas por su sonoridad para componer otras palabras. Se entiende la complejidad.
Evolución de la escritura

Los acadios primero y los hititas después, que viven más al norte, aprovechan el sistema silábico del sumerio y lo añaden a su propia escritura cuneiforme. Estas dos lenguas son pioneras, cada una a su manera:

El hitita nos ha proporcionado las escrituras más antiguas encontradas de una lengua indoeuropea, en torno a 1600 a.C., de ella descienden el griego y el sánscrito.
Por otro lado, la lengua acadia es la primera lengua semítica conocida, heredada por los asirio-babilonios, los hebreos, los fenicios, los arameos, los árabes y los etíopes.

De las lenguas semitas surge el primer alfabeto conocido en 1300 a.C., en concreto, en la ciudad de Ugarit, entre Siria y Palestina (Canaán), en la que se han encontrado numerosas tablillas escritas en unas ocho lenguas diferentes, una de las cuales es de origen semítico y posee un alfabeto de treinta letras.
Es probable que el alfabeto naciera en Egipto de la mano de trabajadores de origen semítico, a partir de los jeroglíficos, en torno al 800 a.C., y que viajara de vuelta a Canaán hacia 1400 a.C., donde pasó a formar parte de la lengua silábica de Biblos y de ahí al alfabeto ugarítico en torno a 1300 a.C.
De aquí derivan dos alfabetos, el fenicio y el arameo; de éste último y de su variante no semítica podrían derivar todos los alfabetos de la India, la madre de los cuales sería el davanagárico, del cual derivan el sánscrito, el tamil, el birmano, etc., y del alfabeto fenicio obtendrán la inspiración los griegos, que añaden las vocales, de éstos aprenden los romanos, y del latín, el resto de lenguas europeas.
Del griego deriva también el alfabeto cirílico, creado por un grupo de religiosos de Constantinopla encabezados por san Cirilo, en el siglo IX.

Al mismo tiempo, en China desarrollan su propio sistema de escritura ideográfico durante la dinastía Shang; algunos expertos opinan que los primeros indicios de escritura en China podrían haberse dado en 6000 a.C., pero las primeras evidencias seguras son de 1600 a.C.

Aparición de los números

Los primeros números reconocidos como tales pertenecen a unas tabletas de arcilla descubiertas en los yacimientos de Susa y Uruk, de hace cinco mil años. Con toda seguridad, el hombre empezó a contar mucho antes, apilando piedras o haciendo marcas en la pared, hace al menos 30.000 años, pero las primeras anotaciones tuvieron que esperar a la invención de la escritura.
¿Cuáles fueron las primeras formas de escritura?

Al principio, los números sólo servían para contar y se iban añadiendo signos hasta el diez, en que se hace un signo diferente. Es posible que la invención del cero la hicieran los chinos, pero su uso consta por primera vez en la India, donde lo aprendieron los árabes. Este sistema de numeración, conocido como arábigo, se extendió por todo el islam, de donde el italiano Fibonacci. que estudió en Argelia a principios del siglo XIII, lo introdujo en Europa.

Cronología.


Año 30.000 a. C.: Las pinturas rupestres más antiguas conocidas tienen esta antigüedad. Es la primera forma de expresarse del ser humano, en las paredes de las cuevas.
Años 5000 a 4000 a. C.: Aparecen los primeros sellos cilíndricos, que son una manera de identificar las mercancías grabando diversos signos sobre tabletas de arcilla blandas por rodamiento.
Años 3400 a 3200 a. C.: Las tablillas más antiguas encontradas con inscripciones cuneiformes en la ciudad de Uruk, Poco después, aparecen en otras ciudades de Sumeria. Primeros jeroglíficos egipcios.
Año 3000 a. C.: Primeros números considerados como tales, en yacimientos de Susa y Uruk. Los elamitas que viven en la zona de Irán y cuya capital es Susa desarrollan bajo influencia sumeria su propios sistema de escritura protelamita.
Año 1900 a. C.: Primeros manuscritos en el valle del Indo.
Año 1800 a. C.: Probable origen de un alfabeto protosemítico en Egipto de la mano de los trabajadores venidos de Oriente Medio, que se inspiraron en los jeroglíficos para construir un lenguaje más sencillo.
Año 1700 a. C.: Empieza a desarrollarse la escritura china durante la dinastía Shang, procedente de un sistema anterior nacido probablemente en 6000 a.C.
Año 1600 a. C.: Algunos de los escritos encontrados en Bogazkfoy, capital del reino hitita, pertenecen a esta época. Se trata de los archivos reales, en los que se mezclan diferentes lenguas, aunque predomina el acadio, que integra el sistema silábico sumerio.
Año 1400 a. C.: El protoalfabeto inventado en Egipto por los obreros vuelve con ellos a Canaán y se mezcla en Biblos con su propio lenguaje silábico.
Año 1300 a. C.: Aparición del primer alfabeto completo en Ugarit. Sólo falta que los fenicios lo perfeccionen y que los griegos le pongan las vocales.

Artículos sobre literatura antigua.

133.-La Historia de la Guerra del Peloponeso

127.-La Anábasis o Expedición de los Diez Mil

124.-Arte de amar: Ovidio

123.-La Biblioteca mitológica

122.-Diálogos: Séneca

117.-Dafnis y Cloe

115.-Lisias y su oratoria

113.-Las Historias de Polibio

109.-Demóstenes y sus discursos

107.-Ciropedia

98.-Marco Tulio Cicerón

97.-Las Vidas paralelas

96.-Homero, la Iliada y la Odisea

91.-Meditaciones: Marco Aurelio

88.-Los Argonautas

76.-Discursos: Iseo

74.-Las Helénicas

58.-La guerra de los judíos de Flavio Josefo

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