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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

domingo, 9 de julio de 2017

459.-Las Lusiadas de Luis de Camões; Literatura portuguesa.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; 

Las Lusiadas de  Luis de Camões.


  


Edición príncipe.


Luis de Camões. ( 1524–1580) 

Era hijo de Simao Vaz de Camões y de Ana de Sá e Macedo. Escasean las noticias sobre su infancia; posiblemente transcurrió en Coimbra, donde el poeta llevó a cabo sus primeros estudios. Se ignora si asistió a la universidad, trasladada en 1537 de Lisboa a Coimbra. En 1542, Camões partió para Lisboa, donde frecuentó sin duda la corte, revelando en ella su genio poético y naciendo entonces sus primeros amores, especialmente el que sintió por la dama que oculta bajo el nombre de Natercia, que cabe quizás identificar con Catarina de Ataide, hija de Antonio de Lima, muerta en 1556, cuando contaba veinticinco años de edad.
En 1546, empujado por el desamor del rey, Camões marchó a Ribatejo, y, en 1547, a Ceuta, formando parte de la guarnición de la plaza. La vida del poeta, abandonada la corte, se orientó por el camino de la milicia, y en Ceuta perdió un ojo. A finales de 1549, estaba de nuevo en Lisboa, proyectando el año siguiente su viaje a la India. Allí tomó parte en algunas expediciones, y, en 1555, estaba de vuelta en Goa, donde escribió varias composiciones y se enamoró de una esclava, Bárbara. En 1556, intervino en una nueva expedición, y dos años después se estableció en Macao, nombrado proveedor mayor de los difuntos y ausentes del enclave. 
Acusado de prevaricación, fue privado del cargo, viéndose obligado a acudir a la India para justificarse. En viaje hacia Goa, en 1559, naufragó. Aunque se ignoran los detalles del proceso, se sabe que fue liberado por el conde de Redondo. En 1567 emprendió el regreso a Portugal, deteniéndose, de camino, en Mozambique, y hallándose ya en 1570 en Lisboa. Los últimos años de su vida fueron difíciles. Como poeta lírico, Camões cultivó las formas petrarquistas con singular maestría, escribiendo, tanto en portugués como en castellano, sonetos de contenido platónico. Camões dominaba perfectamente la ejecución externa del soneto, tanto en lo que se refiere a la estructura de la frase como a la métrica. 
A esta pulida elaboración exterior hay que añadir el profundo mundo síquico al que da expresión, eligiendo de entre los infinitos tonos de su vida interior aquellos de más pura raigambre lírica. Usa continuamente de la paradoja para dar expresión al sentimiento amoroso, y adorna el retrato de la mujer amada con multitud de efectos poéticos.
 Además del soneto cultivó la égloga. Su bucolismo es eminentemente lírico, huyendo a la vez del intelectualismo y de la rudeza de los pastores, así como de las imbricaciones autobiográficas con que los poetas de su época frecuentemente sazonaban sus églogas. También escribió canciones, elegías, sextinas, odas, redondillas y otras composiciones menores.

 Camões es autor de tres comedias en las que se conjugan tres influencias: las del auto de Gil Vicente, la de la comedia clásica y la de la novela de caballerías. Anfitrión (Anfitroes), escrita como diversión escolar en tiempos de Coimbra, tiene el mismo asunto, personajes y desenlace que la comedia de Plauto de igual título; se divide en cinco autos, y está escrita en redondillas. 
El rey Seleuco (1545) tiene como asunto la cesión que el rey Seleuco hizo de su propia mujer a su hijo, hijastro de ella y enamorado suyo, en lo cual vieron sus contemporáneos una alusión al hecho semejante que había acaecido a Juan III, lo cual ocasionó a Camões la malevolencia del rey. La comedia consta de un prólogo en prosa y un único acto en redondillas. Filodemo fue representado en la India, en 1555; más que teatro propiamente dicho, viene a ser una complicada novela de aventuras. 

 Os Lusíadas.

La verdadera importancia de Camões radica en su poesía épica Os Lusíadas, en español Los lusiadas  es el gran poema de la expansión portuguesa en el mundo, sin faltar tampoco elementos pertenecientes a la tradición legendaria de Portugal, como el episodio de Inés de Castro, ni personajes míticos, como el gigante Adamástor, que representa el cabo de Buena Esperanza. Los modelos de esta obra maestra van desde Virgilio a Tasso, pero su verdadera originalidad reside en la profunda vitalidad que su autor, también guerrero y navegante, logra infundirle.
Os Lusíadas  es la epopeya nacional de Portugal, y publicada por primera vez en 1572, esta obra rinde homenaje al gran explorador portugués Vasco da Gama (1469–1524) y celebra los logros de Portugal  y su pueblo al aventurarse en el Atlántico, bordear el extremo sur de África y abrirse camino hacia las Indias Orientales. 
Se compone de diez cantos de tamaño variable dividido en octavas reales. Se la considera una de las mejores epopeyas de épica culta del Renacimiento.

Etimología y significado de la obra.

Lusiadas significa "los hijos de Luso". Según la leyenda, los portugueses descienden de Luso, hijo del dios Baco, la palabra fue creada por el humanista André de Resende, y Camões la empleó por primera vez en lengua portuguesa. Este nombre colectivo indica claramente que el sujeto épico del poema no es un hombre concreto, sino el pueblo portugués.

Argumento.

El poema comienza cuando ya los navegantes se encuentran en el Océano Índico. A continuación se refieren las aventuras anteriores, desde la desembocadura del Tajo, a lo largo de las Canarias, Cabo Verde, Sierra Leona, el Congo, el extremo de África y la punta oriental de este continente, una travesía marcada por innumerables avatares (como la epidemia de escorbuto que causa muchas bajas entre los marineros).
Continúan luego hacia Mozambique, donde los musulmanes les salen al paso, aparentemente con buenas intenciones. El almirante recibe entonces al jeque en la nave, pero a la inicial relación amistosa pronto se suman envidias y temores, por lo que los portugueses ponen rumbo a Mombasa. Les sorprende una tempestad en el mar, que amaina por la mañana y permite al buque arribar a las costas de Calicut, la mayor de las ciudades de Malabar (en la India).
 En Calicut se repite la experiencia de Mozambique y los conquistadores, tras eludir las emboscadas, consiguen huir en dirección a Lisboa. En su camino de regreso, Venus les conduce -como premio a sus fatigas- a una isla paradisíaca: este constituye uno de los episodios más vivos del poema. Embarcan de nuevo y ya sin detenerse llegan a Lisboa con un único tesoro: la noticia del descubrimiento.

Estilo.

En el poema, los elementos fabulosos de corte clásico se mezclan con los episodios históricos: además de la aparición de la diosa Venus, los marineros caen en brazos de las nereidas (deidades del mar), parecidas a las sirenas de Ulises; aparece también una ninfa que profetiza la historia futura de las Indias Orientales (la profecía es también otro elemento de la epopeya clásica); y Júpiter alude a los navegantes portugueses como descubridores de rutas navegación hacia India. 

La mitología y el viaje de Vasco de Gama: 

OS LUSÍADAS relato de viaje y poema épico. En 1498-99, enviado por el rey D. Manuel el Afortunado, el marino Vasco de Gama encontró el camino de la India atravesando el Atlántico y el Índico. La crónica de este viaje con sus diversas incidencias suministró al poeta Luis Camões materia para un grandioso poema épico, el más famoso de toda la literatura moderna, en el cual la gesta marinera y la vocación portuguesa quedan mitificadas a un nivel sobrehumano. 

El poema puede, naturalmente, estudiarse desde múltiples ángulos, pero aquí nos limitaremos a la influencia de la épica grecolatina; que se advierte en la repetida comparación de la empresa portuguesa, por su trascendencia histórica y las enormes dificultades superadas, con las de Hércules, Jasón, Ulises y Eneas; y en la fidelidad con que sigue la Odisea y la Eneida en la maquinaria mitológica, la ordenación de la materia y los principales incidentes en que se mantiene la ficción de que algunos dioses antiguos siguen vivos y capaces de actuar, y otros al menos en el recuerdo. En lo que sigue estudiaremos lo dicho, punto por punto: Cómo compara Camões a Hércules, Jasón, Ulises y Eneas con Vasco y sus compañeros.


Hércules

II.61: Cuando Mercurio lo avisa en sueños de que si entra en Mombasa hallará la suerte que preparaban a sus huéspedes Diómedes y Busiris, que era echarlo como pienso a sus yeguas o sacrificarlos a Neptuno. Uno y otro fueron muertos por Hércules en el decurso de sus trabajos 81 y 121: el de las yeguas y el del huerto hespérico. IV.80: Cuando Vasco mismo recuerda al rey de Melinde que al recibir el encargo de D. Manuel se mostró dispuesto a ese trabajo o a cualquier otro, aunque fuesen los que inventaba Euristeo a Hércules, y cita 5 trabajos (11,21,31,51 y 111): el león de Nemea, la hidra de Lerna, el jabalí de Erimanto, las aves del Estínfalo, que llama harpías, y la bajada al mundo de ultratumba en busca del Can Cerbero.

Jasón y los argonautas:

I.18: En la presentación que de su poema hace el poeta al rey D. Sebastián. IV.82-85: Al contar Vasco al rey de Melinde cómo él mismo, al ser comisionado por el rey para el viaje reunió un puñado de nuevos argonautas valientes, decididos a desafiar el Euxino para traer el áureo vellón en aquella nave parlante que les construyó Argos, y cómo hasta las mismas naves se prometían la suerte de Argo, de convertirse en estrellas. VI.31: Cuando Baco en la Asamblea marina exige que Bóreas, Aquilón y los demás vientos castiguen el insultante desprecio con que los tratan los portugueses tal como hicieron en su tiempo con los argonautas.

Ulises y Eneas conjuntamente:

I.3,12: Ya al comienzo mismo, el poeta quiere que enmudezcan las glorias de ambos ante las que va a cantar de los Lusíadas, que son de verdad; y asegura al rey que en Vasco tendrá un nuevo Eneas. II.45: Júpiter anima a Venus sobre la suerte de los portugueses, recordándole cómo escapó Ulises al encanto de Calipso en Ogigia y Eneas de Escila y Caribdis. II.82: El mensajero de Vasco, Fernando Martins, equipara su situación ante el rey de Melinde con la de Ulises ante Alcínoo: como este llegó guiado por Minerva, así también ellos, dirigidos por Mercurio. V.86ss: Vasco mismo enfatiza al de Melinde que su viaje ha sido incomparablemente más largo y peligroso que los de Ulises y Eneas; con los Cícones, Lotófagos, Polifemo, Vientos desatados, Circe, sombras infernales, Sirenas y Calipso... o con las harpías, el descenso al mundo de ultratumba o la muerte de Palinuro, que se durmió y cayó al mar... (y además han sido peligros verdaderos y no inventado por Homero y Virgilio. VI.82: En su oración durante la tempestad dice Vasco que ha pasado sus Escilas y Caribdis, aludiendo los escollos en que perecieron algunos compañeros de Ulises y casi muere él mismo, y que también sorteó Eneas, aludiendo a ambos sin nombrarlos.

Eneas solo:

V.94ss: El poeta comenta que donde no hay gloria no es por falta de hazañas, sino de poetas que las canten: sin Virgilios se acabarían los Eneas. VI.78: Los rayos de la tempestad que sufrió Vasco entre Melinde y Calicut eran peores que los que hizo el herrero Vulcano que forjó armas para su hijastro Eneas. Cómo se desarrolla la maquinaria mitológica del poema, especialmente la pugna entre Baco, Venus con las Nereidas. El viaje se presenta como la realización de un plan escrito en los hados desde la eternidad, que destina los portugueses a ser gloriosos en la India. Júpiter consulta a los demás dioses sobre el modo de cooperar, Venus está de acuerdo en ayudarles y Baco se opone. El poeta finge que las incidencias del viaje, tormentas del mar o insidias de los enemigos, son asechanzas de Baco neutralizadas por Venus y las Nereidas. Y los premios y distinciones que luego obtuvieron Vasco y los suyos, se interpretan como un encuentro con Venus y las Nereidas en una isla misteriosa.

La pugna entre Venus y Baco:

I.30-39: En la Asamblea olímpica se niega Baco a aceptar la decisión de Júpiter, porque es consciente de que, aunque ha sido poderoso en la India, nunca ha sido cantado por los que beben agua de la fuente Castalia del Parnaso; y si entran los portugueses por todo lo que baña Doris, su memoria en Nisa quedará, tal como han dicho los hados, relegada al olvido. 

A Venus, en cambio, le resultan simpáticos por hablar una lengua latina y porque sabe, por las Parcas, que donde haya guerreros habrá amores; y Marte se alinea a su favor. Los demás dioses toman su partido, y Marte dice que Baco, antaño tan íntimo de Luso, debería favorecer y no oponerse a los suyos. I.73-82, 97-102; II.10-32: Baco se disfraza de moro mozambiqueño e indispone al rey con los navegantes; entre uno y otro instruyen un piloto para que los pierda; este quiere llevarlos a Quíloa; pero advirtiéndolo Venus, envía vientos que los desvíen. Entonces Baco intriga para que vayan a Mombasa, haciéndoles creer que allí hay cristianos, e incluso fingiéndose él mismo sacerdote y montando un oratorio con un Pentecostés -Apóstoles, Virgen María y Espíritu Santo (un dios falso adorando al verdadero!. Pero Venus al ver que insisten en cruzar la barra de la bahía, se dirige allá a hombros de un Tritón y arenga a las Nereidas para que se lo impidan, dando así ocasión a que Vasco se percate de la artimaña de los pilotos moros e invoque a la divinidad pidiendo un puerto amigo. II.33-55: entonces Venus se dirige al cielo, tal como en su día se presentó al troyano Paris, irradiando encanto desde los ojos donde Amor anida, los senos donde juguetea; las columnas donde se enredan como hiedra los deseos que matarían sin perros al incauto Acteón que las mirase; y despertando celos en Vulcano, y amores en Marte... pero ante Júpiter afecta una mimosa contrición seudofilial, para inducirlo a que los proteja, como así se asegura y hace ver en una larga profecía. VI.7-37: Desesperando Baco de triunfar contra el destino portugués en la India, decide sublevar a los dioses acuáticos, penetra en el reino y cristalino palacio de Neptuno; y ante la Asamblea marina, se queja de que estos intrépidos desafíen los vientos, y exige que Bóreas y Aquilón les molesten, como antaño a los argonautas. VI.85-91;VII.15: Advirtiendo Venus la mano de Baco en la tempestad, cuando soltaba el lucero del amanecer, envía las Nereidas a calmar los vientos, con promesa de favorecer sus amores. VIII.47ss: Baco en sueños y en figura de Mahoma pone a un imán en guardia contra los portugueses. Este se levanta apenas amanece la tierna luz del lucero matutino, que es el de Venus, para advertir a los principales y al Samorín; pero Venus contrarresta su influjo inspirando prudencia a Vasco en su trato con el de Calicut. IX.18-95: Meditando Venus los trabajos que han padecido los portugueses de parte Baco, el dios nacido en la Tebas de Anfión, decide premiarlos con unas vacaciones en una isla que al efecto hace surgir del fondo del Océano y que hace decorar por mano de Pomona, Céfiro y Flora; piensa que su hijo sabrá excitar amor en las Nereidas y va en su busca a los montes Idalios de Chipre; unciendo a su carro unas palomas como aquella en que su hijo transformó a Perístera, y unos cisnes, que suelen cantar celebrando su propia muerte; allí le expone su pretensión de que haya en el mar donde ella nació una fuerte y hermosa progenie de Nereidas y portugueses; una vez convocadas, las dirige a la isla; que hace avanzar al encuentro de los marinos, fijándola en cuanto ve que la enfilan gozosos, en busca de agua y cacería, y ya las ven entre las flores. IX.57,60: entre las flores están los mirtos, que Venus ama porque una vez la libraron del espionaje de unos sátiros; y las de Adonis, anémonas brotadas de su sangre, o rosas perpetuamente rojas por la que derramó Venus al tratar de curarlo.


Intervenciones de las Nereidas:

I.96: en el canal de Mozambique: actúan como escolta. II.19-23: en la barra de Mombasa, a petición de Venus, se dan maña todas, y nominalmente Nise, la Nerine Galatea y Doto con toda la cerúlea compañía, que deben de ser los demás tritones, Glauco y Proteo, en estorbar la entrada a las naves para frustrar el engaño de Baco. VI.87-91: A petición de Venus, cuando arreciaba la tempestad en el Índico, se adornaron e hicieron mimos a los vientos, para calmarlos: Oritia al Bóreas, Galatea al Noto y otras a otros. IX.40-88: Cupido a ruegos de Venus las hiere de amor por los Lusíadas, y acuden todas, incluso la esquiva Tetis, a esperarlos en la Isla cuando desembarquen en busca de agua y caza; haciéndose interesantes con sus cítaras, arpas y flautas, o fingiendo que cazaban, o bañándose las más seguras de su atractivo. Y cuando ellos se lanzan al ataque al grito de "Veamos si son de verdad", ellas se dejan perseguir, con fingidas caídas o carreras, en la floresta o en el mar. Tetis toma por su cuenta a Vasco y lo sube a un palacio de cristal allá en la cumbre, para explicarle los secretos de la Esfera, que a Portugal tenía el cielo reservado su conocimiento; y en tales juegos y conversaciones pasan todos el día. X.1-143:

 Llegado el momento, las Nereidas conducen sus invitados al banquete, y prosiguen su conversación; Tetis canta entonces, con voz de angélica sirena, los secretos que ha aprendido con Proteo, allá en la profundidades: el poeta se interrumpe invocando a la Musa, y luego reproduce o resume en estilo indirecto el canto sobre los gobernadores, virreyes y capitanes de la India en los 70 años venideros; luego hace descender un globo en que se representa el universo entero, desde la esfera suprema donde están los verdaderos dioses -pues ella misma, dice, y Júpiter y todos los demás son fabulosos, hasta las inferiores en que están las estrellas con sus constelaciones, los planetas y la tierra; y le va mostrando las distintas partes y qué hará Portugal en cada una; y luego los declara dignos de estas eternas esposas, y los despide; y ellos se van contentos con las Nereidas. IX.89-95: Mientras los Lusíadas se relajan en la Isla de Venus, reflexiona el poeta sobre el significado de esta Isla: Tetis y las Nereidas son las honras y triunfos en la vida. Cómo ordena el poeta su materia, siguiendo el modelo de Homero y Virgilio.

La Odisea comienza cuando Ulises está retenido en la Isla de Calipso, y los dioses se reúnen para instarla a que lo deje seguir. Parte en efecto y llega hasta muy cerca, y entonces una tempestad lo arroja en la isla de Alcínoo. Allí Ulises cuenta su viaje hasta el momento, incluido el viaje a los infiernos donde se le profetiza parte de su futuro; y luego Alcínoo lo hace escoltar hasta Ítaca, donde por fin recupera su mujer y su reino. De un modo semejante, la Eneida comienza cuando Eneas está ya muy cerca de Italia, y una tempestad lo arroja sobre Cartago. A instancias de su madre Venus los dioses hacen que Dido lo recoja y se enamore. Eneas le cuenta su viaje hasta allí, incluidas las profecías o maldiciones que ha recibido de Apolo y de las arpías. Al poco tiempo sigue hacia Italia, para fundar la nueva Troya. Una de sus aventuras consiste en bajar a los infiernos, donde la Sibila y su propio padre Anquises le revelan parte de su futuro y el de Roma.

Camões hace comenzar su poema, tras unos versos prologales, cuando los Lusíadas ya han entrado en el Índico por el canal de Mozambique. Entonces los dioses se reúnen y toman sus encontradas decisiones, traducidas en varios choques entre Baco y Venus, hasta que llegan a Melinde. Es allí donde Vasco explica extensamente su viaje hasta allí, incluidas la maldición profética del gigante Adamastor; y toda la historia y su vocación expansionista de Portugal contra los infieles: primero los moros de España y África, y ahora la India, adonde el Indo y Ganges han invitado a venir al rey D. Manuel. Cuando acometen la última etapa del viaje siguen los enfrentamientos; y a la vuelta Venus decide premiarlos con una recepción con las Nereidas en una Isla que al efecto hace emerger del mar; y Tetis profetiza la futura suerte del Imperio portugués allí y en toda la costa asiática.

Ambiente mitológico:

Además de estos seres míticos, aún hace intervenir a otros muchos, sea en la creación del poema, guiando la memoria y voz del poeta, que son las Musas y Náyades del Tajo y el Mondego; sea en la propia acción, dirigiendo aspectos del mundo físico y humano: las esferas celestes: Luna / Diana, Sol / Apolo, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno; la Madre Tierra o Vesta; los montes, gigantes petrificados pero conscientes; las aguas del mar y los ríos, que además de Neptuno y las Nereidas aon el Océano y Tetis, Nereo y Doris, Proteo, Glauco, Ino y su hijo); el día y la noche: Aurora y Héspero; los vientos: Bóreas, Céfiro, Noto; las fuentes y ríos: Indo, Ganges y las Náyades. la fecundidad del campo: Flora, Pomona, Baco y Ceres. la compensación final: Némesis. la actividad intelectual: Minerva, Apolo y las Musas. el sueño: Sueño y Morfeo. las pasiones humanas: el Amor y la Discordia, las Furias. las actividades bélicas: Marte la guerra y Vulcano la artillería. el destino: los hados y Júpiter que los garantiza. la Fama y los premios de este mundo, que para los marinos se identifican también conlas Nereidas.
 Y aún hay otros, que viven sólo en el recuerdo, vinculado a los astros y constelaciones que han recibido su figura y nombre. los animales o plantas en que se transformaron (aquí entran, entre otros, Adonis, Cipáriso, Dafne, Jacinto y Narciso; y Acteón, Alcíone, Caribdis, Escila y Filomena). la supervivencia de los países o ciudades que fundaron: Luso en Lusitania y Ulises en Lisboa. el valor ejemplar de su conducta (aquí entran algunos por virtud, como los valientes Héctor y Aquiles, Codro y Curcio; pero sobre todo por vicio: Medea por su crueldad, Ícaro y Faetonte por su osadía; Sinón por su traición, etc.).

Cristianismo y dioses paganos:

Deja claro que se trata de una divinidad e inmortalidad fingidas, que los llamados dioses sólo fueron humanos de gran fama, cuyo nombre se ha dado a los premios mundanos, a las estrellas y a los seres sobrehumanos que sirven a Dios en el gobierno del mundo, al carácter infalible del destino (mientras no sea incompatible con la libertad); y que sirven a los poetas para hacer bellos versos, proporcionándoles un vasto repertorio de comparaciones para vicios y virtudes, etc. Lo que acaso no resultaría reverente sería precisar demasiado en quién era quién, como por ejemplo identificar con la Iglesia o con la Religión a la Venus aquella que no dudaba en seducir a su padre... pero eso lo han hecho los comentaristas, que no el poeta. Aparte de estos pasajes en que se los compara con Vasco y sus compañeros, estos héroes aparecen también alguna que otra vez:

Hércules: 

es mencionado repetidamente: comparándolo con los reyes de Portugal: su actividad justiciera con la de D. Pedro, su debilidad frente a Onfale con la de D. Fernando o sus proezas con las de Alfonso V (III.137,141;IV.55,80); recordando entre sus trabajos el que hizo con el estrecho (III.18; VI.1), que también nombra repetidamente como Columnas de Hércules (III.23;IV.9,49; IX.21); aludiendo a sus relaciones con Pirene y Tiria (II.95;III.16;IV.57); a su viaje al infierno (IX.57); a tres constelaciones que recuerdan trabajos suyos (el Cangrejo, el León y el Dragón en III.6, V.13 y X.87ss); y diciendo que es un mortal divinizado (IX.91).
Jasón: Hay algunas alusiones a Hele y al vellocino para situar el estrecho de los Dardanelos y de Colcos (III.12 y 72), o como simple manera de referirse al oro (V.28; VI.63); hay referencias a los milagrosos dientes del dragón (VII.9), a las constelaciones del Carnero y de Argo (VIII.67 y 71; X.87ss) y la crueldad de Medea (III.32); y hay un posible recuerdo de la isla de Lemnos en la del amor (X.64).
Ulises: Se recuerda una y otra vez la leyenda de que fundó Lisboa, basada en una interpretación fantasiosa del nombre Olísippo (III.57-58,74;IV.84;VIII.5); de sus valores se destaca la elocuencia, aunque a veces sea engañosa, como la que usó para tomar Troya (III.57) y para apoderarse de las armas de Aquiles (X.24); y también se recuerda a Polifemo, para compararlo con un negro (V.28), y a Demódoco el aedo de Alcínoo, que en el banquete cantó precisamente las aventuras de Ulises (X.8).

Eneas: 

Se dice que es uno de los mortales divinizados (IX.91); y se recuerda el detalle de que su madre Venus intercedió por él ante Júpiter (III.106) y engañó a Dido para que se enamorara (IX.23); se recuerda también al bardo Yopas, que ameniza el banquete de Cartago (X.8).
Aparte de su pugna, el poeta menciona estas divinidades en otras ocasiones: de Baco recuerda su origen (IX.91), su patronato sobre el vino (I.49, IV.27) y su legendaria vinculación con Portugal y la India, causa de su actual oposición a los Lusíadas (I.39; III.21; VI.30; VIII.3-4 y VII.52). De Venus su peripecia con Tifón, del que hubieron de escapar ella y Cupido convertidos en peces (I.42); su intercesión por Eneas ante Júpiter (III.106), su patronazgo sobre ciertas islas (V.5), sobre el planeta de su nombre (III.45;X.89), y sobre los amores desordenados (IX.35). De las Nereidas se celebra la cuita amorosa que sufre ADAMASTOR por Tetis (V.52ss).



Biblioteca Personal.

Tengo un libro en mi colección privada .- 


Itsukushima Shrine.

  

Literatura portuguesa.

Se denomina literatura portuguesa o literatura de Portugal a la literatura escrita en idioma portugués por escritores portugueses. Queda excluida de ella, por lo tanto, la literatura brasileña, así como las literaturas de otros países lusoparlantes, y también las obras escritas en Portugal en lenguas distintas del portugués, como el latín o el español.

Los inicios de la literatura portuguesa se sitúan en la poesía galaica medieval, desarrollada en Galicia y el norte de Portugal. Su Edad de Oro se sitúa en el Renacimiento, en que aparecen figuras como Bernardim Ribeiro, Gil Vicente, Sá de Miranda y sobre todo el gran poeta épico Luís de Camões, autor de Os Lusíadas. El siglo XVII estuvo marcado por la introducción del barroco en Portugal, y es generalmente considerado como un siglo de decadencia; de ahí que la literatura portuguesa del siglo XVIII estuviera marcada por los intentos de recuperar el nivel de la edad dorada, a través de la acción de Academias y Arcadias literarias. 
El principal introductor del romanticismo fue el poeta Almeida Garrett, seguido por Alejandro Herculano, antes de que las letras portuguesas tendieran al ultra-romanticismo; en el campo de la novela, la segunda mitad del siglo XIX vio el desarrollo del movimiento realista y naturalista, cuyo máximo representante fue Eça de Queirós. Las tendencias literarias del siglo XX están representadas, principalmente, por Fernando Pessoa, considerado como el gran poeta nacional junto con Camões, y ya en sus últimos años por el desarrollo de la prosa de ficción gracias a autores como António Lobo Antunes o el Premio Nobel de Literatura José Saramago.

Edad Media
Orígenes de la literatura portuguesa

La literatura portuguesa nace en el momento en que surge el idioma portugués, o mejor dicho quizás, galaicoportugués. Aunque es posible que existieran formas poéticas anteriores, los primeros documentos literarios conservados pertenecen precisamente a la lírica galaicoportuguesa, desarrollada entre los siglos XII y XIV con una importante influencia de la poesía trovadoresca provenzal; esta lírica estaba formada por canciones o cantigas breves, se desarrolló primero en las cortes de Galicia y el norte de Portugal, y más tarde se trasladó a la corte de Alfonso X el Sabio, rey de Castilla y de León, donde las cantigas siguieron escribiéndose en gallego. Otros poetas desarrollaron su arte en la corte del rey Alfonso III de Portugal, y más tarde en la de Dionisio I, ambos monarcas protectores e impulsores de la cultura.
 El corpus total de la lírica galaica, excluyendo las Cantigas de Santa María, consta de unos 1685 textos, recogidos en cancioneros como el Cancionero de Ajuda, el Cancionero de la Biblioteca Vaticana o el Cancionero Colocci-Brancuti, además de en los pergaminos Vindel y Sharrer.
La prosa gallega tuvo un desarrollo más tardío que la poesía, y no apareció hasta el siglo XIII, en que adoptó la forma de breves crónicas, hagiografías y tratados de genealogía denominados Livros de Linhagens. No se ha conservado ningún cantar de gesta portugués, pero sí, en cambio, libros de caballerías, como la Demanda do Santo Graal. En esta época se escribió además, posiblemente, la primera versión, hoy perdida, del Amadís de Gaula, cuyos tres primeros libros fueron escritos según algunas fuentes por un tal João Lobeira, trovador de finales del siglo XIII. Estas narraciones caballerescas, aunque despreciadas por los hombres cultos de finales de la Edad Media y del Renacimiento, gozaron del favor popular, dando lugar a las interminables sagas de los "Amadíses" y los "Palmerines", tanto en Portugal como en España.

El siglo XV
A finales del siglo XIV, con la crisis de 1383-1385, se inicia una nueva etapa en la literatura portuguesa. En esta época, los reyes seguían muy involucrados con la creación poética: el rey Juan I de Portugal escribió un Libro de la caza, y sus hijos Eduardo y Pedro compusieron tratados morales. También en esta época, un escriba anónimo contó la historia heroica de Nuno Álvares Pereira en la Chronica do Condestavel. La tradición cronística portuguesa comenzó con Fernão Lopes, quien compiló las crónicas de los reinados de Pedro I, Fernando I y Juan I, combinando la pasión por la exactitud con una especial destreza para la descripción y el retrato. Gomes Eanes de Zurara, quien le sucedió en el puesto como cronista oficial, y escribió la Crónica de Guinea y de las guerras africanas, es igualmente un historiador bastante fiable, cuyo estilo, sin embargo, está afectado por la pedantería y la tendencia moralizante. 
Su sucesor, Rui de Pina, evita estos defectos y ofrece un relato si no artístico, sí al menos útil, de los reinados de Eduardo I, Alfonso V y Juan II. Su historia del reinado de este último monarca fue además reutilizada pr el poeta Garcia de Resende, quien la adornó con anécdotas vividas por él en primera persona, y la publicó bajo su nombre.

En el campo de la poesía, esta época está marcada por la influencia de la poesía renacentista italiana, en especial de Petrarca, que se introdujo en la literatura portuguesa a través de la española. Esto llevó a que muchos autores, como el Pedro de Portugal, amigo de Íñigo López de Mendoza, escribieran en español. Evidencias de la influencia de la literatura italiana sobre la portuguesa en esta época son el gusto por la alegoría o por las referencias a la Antigüedad clásica. En esta época se coleccionaron cancioneros como el Cancioneiro Geral, que contiene la labor de unos 300 poetas de tiempos de Alfonso V y Juan II, fue compilado por Resende e inspirado por Juan de Mena, Jorge Manrique y otros poetas españoles.
 La mayoría de estas composiciones eran poesías artificiosas y conceptistas de temática amorosa o satírica. Entre los escasos poetas que demostraron un especial talento y verdadero sentimiento poético se encuentran el propio Resende, autor de unos versos a la muerte de Inés de Castro; Diogo Brandão, autor de un Fingimento de Amores, o el propio Condestable don Pedro. Sin embargo, entre estos cancioneros aparecen también tres nombres que estaban destinados a cambiar el curso de la literatura portuguesa: Bernardim Ribeiro, Gil Vicente y Sá de Miranda.

Renacimiento
Lírica y épica

El siglo XVI se abre para la literatura portuguesa con la introducción de nuevos géneros, provenientes en general del extranjero, sobre todo de Italia. Entre ellos se encuentra la poesía pastoril, introducida en Portugal por Bernardim Ribeiro, quien además de en modelos extranjeros se basó también en las serranilhas tradicionales; a este género pertenecen también las églogas de Christovão Falcão. Estas composiciones, al igual que las Cartas de Sá de Miranda, estaban además compuestas en versos de arte mayor, desplazando así a la llamada medida velha (denominada también como "metro nacional" para distinguirlo del endecasílabo italianizante), la cual siguió siendo usada sin embargo, por ejemplo, por Camoens en sus "obras menores", por António Gonçalves de Bandarra en sus profecías o por Gil Vicente.
 En el campo de la lírica, además del ya citado Sá de Miranda, que introdujo las formas italianas en la literatura portuguesa, cabe citar a António Ferreira, Diogo Bernardes y Pedro de Andrade Caminha, todos ellos seguidores de la escuela italianizante, aunque en sus obras puede apreciarse cierta artificiosidad en el seguimiento de sus modelos, algo menor en las obras de Fray Agostinho da Cruz.
La épica se desarrolló sobre todo gracias a la fundamental figura de Luís de Camões, quien fue capaz de fundir los elementos clásicos y los nacionales para crear una nueva poesía, y sobre todo una verdadera épica culta nacional (en especial en su obra Os Lusíadas. Sus seguidores, entre los que se encuentran Jerónimo Corte-Real, Luís Pereira Brandão, Francisco de Andrade, Francisco Rodrigues Lobo, Gabriel Pereira de Castro, Francisco Sá de Menezes o Brás García de Mascarenhas, nunca alcanzaron su nivel, y sus obras prácticamente pueden calificarse como crónicas en verso.

Teatro

Gil Vicente es además considerado como el "padre del drama portugués", gracias a sus cuarenta y un piezas (catorce en portugués, once en español y las demás bilingües) entre las que hay autos sacramentales, obras devocionales, tragicomedias y farsas. Su carrera se inició en 1502 con una serie de obras religiosas, entre las que destacan el Auto da Alma y la trilogía de las Barcas; más tarde se introdujo en el género satírico, y finalmente desarrolló la comedia pura, en obras como Ignez Pereira o Floresta de Enganos. Sus tramas eran sencillas; sus diálogos, inspirados y vivos; sus versos a menudo alcanzaban una gran belleza; los dramaturgos que le siguieron no fueron superiores a él talento, y cuando se vieron atacados por los críticos clasicistas por su incultura y su inmoralidad, se conformaron con entretener a las clases inferiores en ferias y festivales. 
Así, los autores cultos que intentaron seguir la estela de Gil Vicente, apenas lograron éxitos reseñables: Jorge Ferreira de Vasconcelos fue el autor de la primera obra dramática en prosa, Eufrosina, y Antonio Ferreira construyó, en su Ignez de Castro, una tragedia débil aunque con algunos ecos de Sófocles.

Prosa
La prosa, por su parte, siguió estando dedicada durante el siglo XVI fundamentalmente a la historia y a las crónicas de viajes. Las Décadas de João de Barros, continuadas por Diogo do Couto, describía con maestría las hazañas de los portugueses durante el descubrimiento y la conquista de Oriente; Damião de Góis, humanista y amigo de Erasmo, describió con una destacable independencia el reinado del rey Manuel I de Portugal. El Obispo Osorio trató el mismo tema en latín, pero sus interesantes Cartas presentan un tono más vulgar. Otros autores que trataron de los viajes a Oriente están Fernão Lopes de Castanheda, Antonio Galvão, Gaspar Correia, Brás de Albuquerque, Fray Gaspar da Cruz y Fray João dos Santos.

 Las crónicas reales quedaron en manos de Francisco de Andrade y Fray Bernardo da Cruz, y Miguel Leitão de Andrada compiló un interesante volumen titulado Miscellanea. La literatura de viajes de esta época es casi demasiado extensa como para ser resumida: los exploradores portugueses visitaron y describieron Siria, Persia, Abisinia o Brasil; valga como muestra de este tipo de obras la Peregrinación de Fernão Mendes Pinto, quien narró sus aventuras con un estilo vigoroso y colorista, mientras que la Historia Trágico-Marítima reúne breves historias anónimas sobre naufragios entre 1552 y 1604. Los diálogos de Samuel Usque, un judío de Lisboa, también merecen mencionarse. Los temas religiosos eran objeto generalmente de tratados en latín, pero entre los moralistas que emplearon la lengua vulgar están Fray Heitor Pinto, el Obispo Arráez, y Fray Tomé de Jesus, cuyos Trabalhos de Jesus fueron traducidos a varias lenguas.

Barroco
En general, la literatura portuguesa del siglo XVII ha sido considerada inferior a la del siglo anterior, que por ello alcanza la calificación de Siglo de Oro. Esta inferioridad se ha atribuido al absolutismo de la monarquía, y a la influencia de la Inquisición, quien impuso la censura y el Index Librorum Prohibitorum. Sin embargo, puede apreciarse un declive general, tanto político como cultural, de la nación portuguesa en este siglo. El gongorismo y el marinismo se manifiestan en los poetas "seiscentistas", imponiendo el gusto por lo retórico y lo obscuro. La revolución que llevaría a la Independencia de Portugal en 1640 no logró sin embargo invertir la tendencia descendente, ni atenuar la influencia cultural de España, de manera que el español siguió siendo el idioma más empleado entre las clases dominantes y entre los autores que buscaban una audiencia más amplia, y los autores portugueses de siglos anteriores fueron olvidados como modelos. 
Esta influencia extranjera fue especialmente fuerte en el teatro: los dramaturgos portugueses escribieron en español, de manera que el portugués solo fue empleado en piezas religiosas de escaso valor o en comedias ingeniosas como las de Francisco Manuel de Melo, autor de un Auto do Fidalgo Aprendiz. En esta época surgieron diversas Academias de nombres exóticos que intentaban elevar el nivel general de las letras portuguesas, pero se perdieron en discusiones estériles y ayudaron al final al triunfo de la pedantería y el mal gusto.

Poesía lírica

En el siglo XVII continuaron escribiéndose obras del género pastoril, como las de Francisco Rodrigues Lobo, melodiosas aunque artificiosas; D. Francisco Manuel de Melo, autor de sonetos morales, escribió también imitaciones de romances populares, aunque su mejor obra es el razonado aunque vehemente Memorial a Juan IV, así como los ingeniosos Apologos Dialogaes, y la filosofía doméstica de la Carta de Guia de Casados, en prosa. Otros poetas de este periodo son Sor Violante do Ceo y Fray Jeronymo Vahia, gongoristas; Fray Bernardo de Brito, autor de la Sylvia de Lizardo, y los escritores satíricos Thomas de Noronha y Antonio Serrão de Castro.

Prosa
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El siglo XVII fue en general más productivo en el campo de la prosa que en el del verso: florecieron la historia, la biografía, la elocuencia religiosa y el género epistolar. Los principales historiadores de esta época fueron, muchas veces, frailes que trabajaban desde sus celdas y no, como en el siglo anterior, viajeros o conquistadores, testigos de los hechos narrados; esto hizo que en general fueran mejores estilistas que historiadores. Por ejemplo, de entre los cinco autores que contribuyeron a la extensa obra Monarchia Lusitana, solo Fray Antonio Brandão era consciente de la importancia de la evidencia documental. Fray Bernardo de Brito, por ejemplo, comienza la obra con la Creación, y la termina donde debería haberla empezado, confundiendo constantemente leyenda y verdad histórica; Fray Luís de Sousa, famoso estilista, trabajó con materiales anteriores para crear la famosa hagiografía Vida de D. Frei Bertholameu dos Martyres y sus Annaes d'el Rei D. João III. Manuel de Faria e Sousa, historiador y comentarista de la obra de Camoens, eligió el castellano como medio de expresión, al igual que Melo cuando se propuso relatar las Guerras Catalanas, mientras que Jacintho Freire de Andrade relató en un lenguaje grandilocuente la vida del virrey justiciero, João de Castro. João Franco Barreto, muestra interés por la historia, los clásicos (traduce a Homero, Horacio y Virgilio) y la lingüística.
La elocuencia religiosa alcanzó su máxima altura en este siglo, en el que la originalidad y el poder imaginativo de sus sermones hicieron que el portugués P. António Vieira fuera considerado en Roma como el "Príncipe de los Oradores Católicos": ciertamente, aunque sus obras muestran algunos defectos del mal gusto de la época, sin embargo es cierto que muestran grandeza de ideas y de expresión. Los discursos del horaciano Manuel Bernardes muestran también una especial calma y dulzura, y pueden ser considerados un modelo clásico de prosa portuguesa. La escritura epistolar está representada por su parte por autores como Francisco Manuel de Melo, Fray Antonio das Chagas y por las cinco cartas que componen las Cartas de Mariana Alcoforado.

Neoclasicismo

La afectación marcó la literatura portuguesa de la primera mitad del siglo XVIII, en la que sin embargo comenzaron a apreciarse algunos cambios graduales que desembocarían en la gran reforma literaria conocida como Romanticismo. Distinguidos hombres que huyeron al extranjero para escapar del despotismo reinante contribuyeron al progreso intelectual de la nación durante los últimos años del siglo. Verney criticó por ejemplo los obsoletos métodos educativos y expuso la decadencia literaria y científica de la nación en el Verdadeiro Methodo de Estudar (1746), mientras que las diversas Academias y Arcadias trabajaron por lograr la pureza del estilo y la dicción, y tradujeron los mejores clásicos extranjeros.

Las Academias

La Academia de la Historia, establecida por Juan V en 1720 a imitación de la francesa, publicó quince volúmenes de Memorias y fundó las bases del estudio crítico de los Anales portugueses; entre sus miembros estaban Caetano de Sousa, autor de una voluminosa Historia de la Casa Real, o el bibliógrafo Diogo Barbosa Machado. La Real Academia de las Ciencias, fundada en 1780, hizo algo similar con respecto a la crítica literaria, aunque esta labor fue llevada a cabo fundamentalmente por otras instituciones similares, las Arcadias.

Poesía: las Arcadias

De entre las Arcadias, equivalente literario de las Academias, la más importante era la Arcadia Ulisiponense establecida en 1756 por el poeta António Diniz da Cruz e Silva, con la intención de "formar una escuela que sirva de buen ejemplo en elocuencia y poesía"-. Esta Academia incluía a algunos de los escritores más influyentes de su época: Pedro Antonio Joaquim Correa da Serra Garção compuso una Cantata de Dido, así como sonetos, odas y epístolas; los versos bucólicos de Domingos dos Reis Quita tenían la sencillez y la dulzura de los de Bernardin Ribeiro, mientras que el poema épico-satírico Hyssope, del propio Cruz e Silva, satiriza los celos eclesiásticos, los tipos sociales locales y la galomanía de la época con humor. Las disputas internas llevaron a la disolución de la Arcadia en 1774, pero ya para entonces había contribuido a elevar los estándares del buen gusto y a introducir nuevas formas poéticas en la literatura portuguesa. 
Desafortunadamente, algunos de sus componentes no solo imitaron a los clásicos grecolatinos y a los poetas renacentistas portugueses, sino que desarrollaron un estilo frío y cerebral, sin emoción ni colorido, con una expresión excesivamente académica. Muchos de los poetas de la Arcadia siguieron el ejemplo del Mecenas de la época, el Conde de Ericeira, y se dedicaron a nacionalizar el seudo-clasicismo que habían aprendido en Francia.
En 1790 nació una Nueva Arcadia, a la que pertenecía Manuel María Barbosa du Bocage, que quizás hubiera llegado a ser un gran poeta en otras circunstancias. Su talento le llevó sin embargo a reaccionar contra la mediocridad general, y no logró elevarse a gran altura de manera sostenida, sus sonetos compiten con los de Camoens. También fue un maestro de la poesía breve e improvisada, que empleó con éxito en su Pena de Talião contra José Agostinho de Macedo. Éste sacerdote era un auténtico dictador literario, y en su obra Os Burros sobrepasó a todos los demás poetas en la agresividad de sus invectivas. Incluso llegó a intentar sustituir los Lusíadas de Camoens con una obra épica insulsa, Oriente. En el aspecto positivo, escribió notables obras didácticas y odas aceptables, y sus cartas y panfletos políticos muestran conocimientos y versatilidad. Con todo, su influencia en el ambiente literario de Portugal fue más negativo que positivo.
De los restantes miembros de las Arcadias, el único autor que merece mencionarse es Curvo Semedo; entre los "disidentes" -autores que se mantuvieron fuera de estas Arcadias-, hay tres que mostraron independencia creativa: José Anastacio da Cunha, Nicolau Tolentino de Almeida y Francisco Manoel de Nascimento, más conocido como Filinto Elysio. El primero compuso versos filosóficos y tiernos; el segundo dibujó las costumbres y manías de su época en quintillas llenas de ingenio y realismo, y el tercero vivió en el exilio en París manteniendo el culto por los poetas del siglo XVI, purificó la lengua de galicismos y la enriqueció con numerosas obras, originales y traducidas: aunque le faltaba imaginación, sus cuentos, o escenas de la vida portuguesa, presentan una interesante nota realista, y sus traducciones en verso libre de los Martyrs de Chateaubriand son muy destacables. Poco antes de su muerte se convirtió al Romanticismo, y contribuyó a preparar el camino de su éxito, en la persona de Almeida Garrett.

Prosa.

La prosa del siglo XVIII está fundamentalmente dedicada a temas científicos, aunque las cartas de Antonio da Costa, Antonio Ribeiro Sanches y Alexandre de Gusmão tienen un valor literario cierto, y las de Carvalheiro d'Oliveira, menos correctas desde el punto de vista del estilo, son también útiles como fuente de información.

Teatro.

Aunque la Corte regresó a Lisboa en 1640, mantuvo su gusto por las óperas italianas y las obras teatrales francesas, en lugar de las representaciones vernáculas. A comienzos del siglo XVIII surgieron numerosos autores que intentaron en vano fundar un teatro nacional. Sus obras pertenecen por lo común al género cómico. Por otra, las "Óperas Portuguesas" de Antonio José da Silva, producidas entre 1733 y 1741, tienen verdadera fuerza cómica y cierta originalidad y, como las de Nicolau Luiz, explotan con ingenio los vicios y debilidades de su época. El último autor, por otra parte, dividía su atención entre las comedias heroicas y las "comedias de capa y espada" que obtuvieron una larga popularidad.
 Al mismo tiempo, los autores de las Arcadias se propusieron elevar el estándar de la escena portuguesa, tomando su inspiración de los dramaturgos franceses contemporáneos, pero en general les faltaba talento, y lograron pocos avances reales. Garção escribió dos comedias brillantes; Domingos dos Reis Quita, varias tragedias, y Manuel de Figueredo recopiló obras en prosa y verso sobre temas nacionales, con las que llenó trece volúmenes, pero fue incapaz de crear personajes perdurables.

Romanticismo y realismo

Poesía
A comienzos del siglo XIX, la literatura portuguesa experimentó una revolución literaria iniciada por el poeta Almeida Garrett, quien había entrado en contacto con el Romanticismo inglés y francés durante su exilio, y que decidió basar sus obras en la tradición nacional portuguesa. En su poema narrativo Camões (1825), rompió con las reglas establecidas de composición; le siguieron Flores sem Fructo y la colección de poemas amorosos Folhas Cahidas ("Hojas caídas"), inspirada en su pasión por la vizcondesa Da Luz. Su elegante prosa está recogida en la obra miscelánea Viagens na minha terra.
Entre los primeros seguidores de Almeida Garret se encuentra Alejandro Herculano, cuya poesía está llena de motivos patrióticos y religiosos, y de reminiscencias de Lamennais. El movimiento se volvió ultrarromántico en manos de autores como Castilho, un maestro del verso escaso de ideas, o en los versos de João de Lemos o del melancólico Soares de Passos. Thomas Ribeiro, autor del poema patriótico D. Jayme, es sincero en sus contenidos, pero sigue los excesos de esta escuela en su gusto por la forma y la melodía.
En 1865, un grupo de jóvenes autores liderados por Antero de Quental, y por el futuro presidente Teófilo Braga, se rebelaron contra la dominación de las letras portuguesas ostentada por Castilho, e influidos por tendencias extranjeras, proclamó la alianza de filosofía y poesía. Una feroz guerra de panfletos contribuyó a la caída de Castilho, y la poesía ganó con ello en hondura y realismo, volviéndose también anti-cristiana y revolucionaria. Como poeta, Quental dejó unos sonetos elegantes pero pesimistas, inspirados en el neo-budismo y en las ideas agnósticas provenientes de Alemania, mientras que Brada, positivista, creó una épica de la humanidad, Visão dos Tempos.
Guerra Junqueiro es recordado principalmente como el poeta irónico de Morte de D. João, pero en Patria también logró evocar a la Dinastía de Braganza en algunas escenas poderosas, y en Os Simples interpretó la naturaleza y la vida rural a la luz de su imaginación panteísta. António Gomes Leal, por su parte, es un poeta anti-cristiano con toques de Baudelaire, mientras que João de Deus, uno de los poetas más importantes de su generación, no pertenecía a ninguna escuela, y tomaba su inspiración de las mujeres y la religión; sus primeros poemas, reunidos en Campo de Flores, están marcado por una ternura y un misticismo sensual muy portugueses.
Otros poetas interesantes de esta época son el sonetista João Penha, el parnasiano Gonçalves Crespo o el simbolista Eugénio de Castro.

Teatro

Tras producir algunas tragedias clásicas, la mejor de las cuales es Cato, Almeida Garrett se propuso reformar la escena portuguesa desde un punto de partida independiente, aunque tomó algunas de sus ideas de la escuela anglo-alemana. Con el objetivo de crear un teatro realmente nacional, eligió temas de la historia portuguesa y, comenzando por Un auto de Gil Vicente, creó una serie de obras en prosa que culminaron con Hermano Luiz de Sousa, una auténtica obra maestra. Sus imitadores, Mendes Leal y Pinheiro Chagas, cayeron en el ultra-romanticismo, pero Fernando Caldeira y Gervasio Lobato escribieron pequeñas comedias vivas e ingeniosas, y João da Camara obras de carácter regional que han alcanzado el éxito incluso fuera de Portugal. Más tardías son las obras de Lopes de Mendonca, Julio Dantas, Marcellino Mesquita o Eduardo Schwalbach, que continúan la nueva línea iniciada por Almeida Garrett.

Novela

La novela decimonónica portuguesa se inició con obras históricas al estilo de Walter Scott, escritas por Alejandro Herculano, al que siguieron Rebello da Silva con A Mocidade de D. João V, Andrade Corvo, y otros. La novela de costumbres se debe en Portugal a Camilo Castelo Branco, un rico impresionista que describe la vida de la primera mitad del siglo en Amor de Perdição, Novellas do Minho y otros. Joaquim Guilherme Gomes Coelho (más conocido como Júlio Dinis), fue un escritor idealista, romántico y subjetivo, conocido sobre todo por su obra As Pupillas do Sr. Reitor, una novela que describe ambientes campesinos. Pero sin duda el mayor artista del realismo portugués es José Maria de Eça de Queiroz, al que puede considerarse fundador del naturalismo portugués, y autor de obras como Primo Basilio, Correspondencia de Fradique Mendes o A Cidade e as Serras. Sus personajes siempre son criaturas vivas, y muchos de sus pasajes descriptivos y satíricos se han convertido en clásicos. Entre los novelistas menores de esta época cabe señalar, por último, a Pinheiro Chagas, Arnaldo Gama Luiz de Magalhães, Teixeira de Queiroz y Malheiro Dias.

Otros géneros en prosa

La historia se convirtió en una ciencia en manos de Herculano, cuya Historia de Portugal es tan valiosa por su contenido como por su estilo; la novela histórica dio testimonios importantes con las obras de António de Oliveira Marreca, Luís Augusto Rebelo da Silva, António Coelho Lousada, João de Andrade Corvo, Arnaldo Gama y António Augusto Teixeira de Vasconcelos. Un género muy específicamente portugués en el romanticismo fue la novela marítima, cultivada por Francisco María Bordalo y Celestino Soares entre otros. Joaquim Pedro de Oliveira Martins, por su parte, creó interesantes personajes y escenas en sus obras Os Filhos de D. João y Vida de Nun' Alvares. As Farpas, de Ramalho Ortigão, se distingue por su sentido del humor, al igual que las obras de Fialho d'Almeida y Julio Cesar Machado. La crítica literaria, por otro lado, está representada sobre todo por Luciano Cordeiro y Moniz Barreto. La revista Panorama, dirigida por Herculano, ostentaba una importante influencia sobre las letras portuguesas en esta época, influencia que fue desapareciendo con el paso de los años.

Siglos XX y XXI

A principios del siglo XX surgió el grupo de la "Renascença Portuguesa", en torno a la revista A Águia, y alrededor del cual se integraba el movimiento conocido como Saudosismo, nostálgico y subjetivo, y cuyo máximo representante era el poeta Teixeira de Pascoaes. Sin embargo, el gran poeta de comienzos del siglo es Fernando Pessoa, quien no alcanzó un gran éxito en vida, pero que tras su muerte ha pasado a ser considerado como el mejor poeta portugués de todos los tiempos, en competencia únicamente con Camoens. Su obra poética se basa en la invención de distintas voces poéticas o heterónimos (Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis o Bernardo Soares, entre otros), cada uno de ellos con una personalidad y un estilo poético propios. Otro poeta de esta época, que compartió páginas con Pessoa en la revista modernista Orpheu fue Mário de Sá-Carneiro, poeta "maldito" que se suicidó en París en 1916. También José Régio sobresalió como poeta y dramaturgo.
A mediados del siglo, surgen dos tendencias opuestas en la literatura portuguesa: uno de ellos en torno a la revista Presença, más cercana al vanguardismo, y el otro, próximo al neorrealismo, en torno a la colección Nuevo Cancionero, con figuras como Álvaro Feijó, Joâo José Cochofel, Carlos de Oliveira o Manuel de Fonseca. También en esta época existía el grupo surrealista de Lisboa, cuyas figuras principales eran António Pedro, Mário Cesariny de Vasconcellos y Alejandro O'Neill.

En el caso del teatro, y también a mediados del siglo XX cabe destacar las figuras de Júlio Dantas, Raúl Brandão y José Régio. El contexto político de la dictadura fomentó posteriormente una nueva literatura "de intervención", que se popularizó gracias a nombres como Bernardo Santareno, Luiz Francisco Rebello, José Cardoso Pires o Luís de Sttau Monteiro.
A principios de los años 1970, en plena dictadura, se publicaron una serie de obras en prosa y en verso de Maria Isabel Barreno, Maria Teresa Horta y Maria Velho da Costa que publicaron con una gran polémica, debido a su contenido erótico y feminista; su publicación fue prohibida, y solo pudieron reimprimirse tras la caída de la dictadura. Otra poetisa destacable de esta misma época fue Sophia de Mello Breyner, autora de una amplia obra poética.
En los últimos años del siglo XX, y a comienzos del XXI, la literatura portuguesa en prosa ha demostrado una gran vitalidad, gracias a escritores como António Lobo Antunes y sobre todo el Premio Nobel de Literatura José Saramago, autor de novelas como Ensayo sobre la ceguera, El Evangelio según Jesucristo o La caverna.

  

José de Sousa Saramago.



 (Azinhaga, 16 de noviembre de 1922-Tías, 18 de junio de 2010) fue un escritor portugués. En 1998 se le otorgó el Premio Nobel de Literatura.

 La Academia Sueca destacó su capacidad para "volver comprensible una realidad huidiza, con parábolas sostenidas por la imaginación, la compasión y la ironía,"

 Nacido en el seno de una familia de labradores y artesanos, José Saramago creció en un barrio popular de Lisboa. Su madre, analfabeta, inculcó en él la sed de saber y le regaló su primer libro. A los quince años abandonó los estudios por falta de medios y tuvo que ponerse a trabajar de cerrajero.
Posteriormente se desempeñó en una caja de pensiones y más tarde se dedicó al periodismo, la labor editorial y la traducción. Colaborador de diversos periódicos y revistas, entre ellos Seara Nova, fue también codirector del Diario de Noticias en 1975. Se adhirió al Partido Comunista Portugués, por lo que sufrió censura y persecución durante la dictadura de Salazar. En 1974 se sumó a la Revolución de los Claveles.
La obra de José Saramago se caracterizó por interrogar la historia de su país y las motivaciones humanas. Encontrar las claves por las que un imperio quedó relegado a un segundo plano respecto al resto de Europa y entender el accionar del hombre fueron sus preocupaciones centrales. Pero aunque su novelística tiene como eje vertebrador la realidad de Portugal y su historia, no se trata, sin embargo, de una narrativa histórica, sino de relatos donde la historia se mezcla con la ficción y con lo que podría haber sido, siempre a través de la ironía y al servicio de una aguda conciencia social.
Se dio a conocer en 1947 con Tierra de pecado, novela de corte realista que no suele incluir en su bibliografía. Después de un largo período de silencio, en 1966 publicó Los poemas posibles y en 1970 Probablemente alegría, colecciones de poesías en las que, tratando con fina ironía sobre todo los temas del amor y del erotismo, renovó con vigor el lenguaje poético tradicional.
Autor de libros de crónicas, de obras teatrales, del volumen Viaje a Portugal (1981), lo más importante y fecundo de su producción literaria se inicia con El año 1993 (1975). Saramago se consolidó sobre todo como narrador de gran rigor estilístico con la novela Manual de pintura y caligrafia (1976), con los cuentos del volumen Casi un objeto (1978) y con sus últimas novelas. En Alzado del Suelo (1980) se reveló como un gran escritor. Es una narración histórica cuyo escenario es el Alentejo, entre 1910 y 1979, y en la que el lenguaje campesino, el humor y el sarcasmo se conjugan para hablar de la realidad. Con una prosa poética y una técnica narrativa propia de la tradición oral, trazó un gran fresco de la sociedad alentejana y dio muestras de haber alcanzado la madurez estilística superando la tradición neorrealista de la novela rural.

En Memorial del convento (1981), contando la historia del convento de Mafra, reconstruyó, gracias a un serio estudio de los documentos, a una hábil dosificación de perspectivas y a una sabia caracterización de los personajes y del lenguaje, un período histórico cuyo conocimiento resulta necesario con miras a superar la crisis de identidad que aflige al portugués de hoy. Su actitud crítica siempre se hace presente, y así como celebra la belleza de su tierra, señala también el espanto ante un pueblo "sediento de martirio", que asistía a los autos de fe y a las corridas de toros en el siglo XVIII, o que se alistaba voluntariamente en las milicias del gobierno de facto en la década del treinta.
Sus novelas El año de la muerte de Ricardo Reis (1984) y La balsa de piedra (1986) confirmaron sus grandes dotes de narrador. En la primera, Saramago convierte en protagonista de su novela a Ricardo Reis, uno de los heterónimos que empleó en su obra el poeta Fernando Pessoa. Vivo sólo en la imaginación de su creador, Reis no alcanza a experimentar las emociones propias de un ser viviente; llega a Lisboa en 1935, pocos días después del fallecimiento de Pessoa, y se dedica a recorrer la ciudad y a frecuentar a sus gentes. Dos mujeres, la sencilla Lidia y la vulnerable Marcenda, conducirán a Reis hasta el límite de sus posibilidades: al final, prevalecerá su incapacidad para amar. Unas fantásticas conversaciones con su creador, Pessoa, a quien se permite regresar brevemente al mundo de los vivos, acabarán por convencerle de su condición de criatura de ficción.
Su obra de los últimos años incluye novelas, diarios y otras publicaciones, conjunto entre el que deben citarse Historia del cerco de Lisboa (1989), Todos los nombres (1997) y la obra teatral In nomine Dei (1993). En El Evangelio según Jesucristo (1991), visión alternativa de la vida de Jesús de Nazaret, se deja ver el humanismo de Saramago, enfrentado a cualquier planteamiento dogmático y que resuena siempre detrás del escepticismo que caracteriza en gran medida su punto de vista. En Ensayo sobre la ceguera (1995), advirtió sobre "la responsabilidad de tener ojos cuando otros los perdieron" y, escéptico pero solidario, se preguntaba si había lugar para la esperanza tras el nuevo milenarismo que la humanidad estaba viviendo. Cuadernos de Lanzarote (1997) es un libro curioso en el que, a manera de diario, cuenta la vida cotidiana y reflexiona sobre el ser humano, el espacio y el tiempo.
En 1998 fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura. En 2000 apareció La caverna, relato de resonancias platónicas. En 2002 publicó El hombre duplicado, una reflexión sobre la esencia de la identidad; en 2004, Ensayo sobre la lucidez, que recogió sus reflexiones sobre la democracia actual. 
El autor la definió como "una patada, una muestra de indignación, de protesta", defendiendo la utilidad del voto en blanco cuando "los gobiernos son comisarios políticos del poder económico".

En Las intermitencias de la muerte (2005) Saramago respondía a la pregunta: ¿Qué pasaría si la gente dejase de morir? Afrontaba así el tema de la muerte a través de una parábola: en un país imaginario la muerte deja de existir, y todos sus habitantes se convierten de pronto en inmortales. Posteriormente, aparecieron las novelas Las pequeñas memorias (2006), un libro autobiográfico en el que regresó al entorno de su niñez y adolescencia; El viaje del elefante (2008), mezcla de realidad y ficción sobre el trayecto que un elefante asiático realizó por media Europa durante el siglo XIX, y Caín (2009), su última novela, en la que el autor compuso un mordaz recorrido por varios pasajes del Antiguo Testamento.



Discurso de aceptación del Premio ante la Academia sueca.

José Saramago:

El hombre más sabio que he conocido en toda mi vida no sabía leer ni escribir. A las cuatro de la madrugada, cuando la promesa de un nuevo día aún venía por tierras de Francia, se levantaba del catre y salía al campo, llevando hasta el pasto la media docena de cerdas de cuya fertilidad se alimentaban él y la mujer. Vivían de esta escasez mis abuelos maternos, de la pequeña cría de cerdos que después del desmame eran vendidos a los vecinos de la aldea. Azinhaga era su nombre, en la provincia del Ribatejo.

Se llamaban Jerónimo Melrinho y Josefa Caixinha esos abuelos, y eran analfabetos uno y otro. En el invierno, cuando el frío de la noche apretaba hasta el punto de que el agua de los cántaros se helaba dentro de la casa, recogían de las pocilgas a los lechones más débiles y se los llevaban a su cama. Debajo de las mantas ásperas, el calor de los humanos libraba a los animalillos de una muerte cierta. Aunque fuera gente de buen carácter, no era por primores de alma compasiva por lo que los dos viejos procedían así: lo que les preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, era proteger su pan de cada día, con la naturalidad de quien, para mantener la vida, no aprendió a pensar mucho más de lo que es indispensable. Ayudé muchas veces a éste mi abuelo Jerónimo en sus andanzas de pastor, cavé muchas veces la tierra del huerto anejo a la casa y corté leña para la lumbre, muchas veces, dando vueltas y vueltas a la gran rueda de hierro que accionaba la bomba, hice subir agua del pozo comunitario y la transporté al hombro, muchas veces, a escondidas de los guardas de las cosechas, fui con mi abuela, también de madrugada, pertrechados de rastrillo, paño y cuerda, a recoger en los rastrojos la paja suelta que después habría de servir para lecho del ganado. Y algunas veces, en noches calientes de verano, después de la cena, mi abuelo me decía:

 "José, hoy vamos a dormir los dos debajo de la higuera".

Había otras dos higueras, pero aquélla, ciertamente por ser la mayor, por ser la más antigua, por ser la de siempre, era, para todas las personas de la casa, la higuera. Más o menos por antonomasia, palabra erudita que sólo muchos años después acabaría conociendo y sabiendo lo que significaba. En medio de la paz nocturna, entre las ramas altas del árbol, una estrella se me aparecía, y después, lentamente, se escondía detrás de una hoja, y, mirando en otra dirección, tal como un río corriendo en silencio por el cielo cóncavo, surgía la claridad traslúcida de la vía lactea, el camino de Santiago, como todavía le llamábamos en la aldea. Mientras el sueño llegaba, la noche se poblaba con las historias y los sucesos que mi abuelo iba contando: leyendas, apariciones, asombros, episodios singulares, muertes antiguas, escaramuzas de palo y piedra, palabras de antepasados, un incansable rumor de memorias que me mantenía despierto, al mismo que suavemente me acunaba.
 Nunca supe si él se callaba cuando descubría que me había dormido, o si seguía hablando para no dejar a medias la respuesta a la pregunta que invariablemente le hacía en las pausas más demoradas que él, calculadamente, le introducía en el relato: 
"¿Y después?". 
Tal vez repitiese las historias para sí mismo, quizá para no olvidarlas, quizá para enriquecerlas con peripecias nuevas. En aquella edad mía y en aquel tiempo de todos nosotros, no será necesario decir que yo imaginaba que mi abuelo Jerónimo era señor de toda la ciencia del mundo. Cuando, con la primera luz de la mañana, el canto de los pájaros me despertaba, él ya no estaba allí, se había ido al campo con sus animales, dejándome dormir. Entonces me levantaba, doblaba la manta, y, descalzo (en la aldea anduve siempre descalzo hasta los catorce años), todavía con pajas enredadas en el pelo, pasaba de la parte cultivada del huerto a la otra, donde se encontraban las pocilgas, al lado de la casa.

Mi abuela, ya en pie desde antes que mi abuelo, me ponía delante un tazón de café con trozos de pan y me preguntaba si había dormido bien. Si le contaba algún mal sueño nacido de las historias del abuelo, ella siempre me tranquilizaba:
 "No hagas caso, en sueños no hay firmeza".
 Pensaba entonces que mi abuela, aunque también fuese una mujer muy sabia, no alcanzaba las alturas de mi abuelo, ése que, tumbado debajo de la higuera, con el nieto José al lado, era capaz de poner el universo en movimiento apenas con dos palabras. Muchos años después, cuando mi abuelo ya se había ido de este mundo y yo era un hombre hecho, llegué a comprender que la abuela, también ella, creía en los sueños. Otra cosa no podría significar que, estando sentada una noche, ante la puerta de su pobre casa, donde entonces vivía sola, mirando las estrellas mayores y menores de encima de su cabeza, hubiese dicho estas palabras: 
"El mundo es tan bonito y yo tengo tanta pena de morir". 
No dijo miedo de morir, dijo pena de morir, como si la vida de pesadilla y continuo trabajo que había sido la suya, en aquel momento casi final, estuviese recibiendo la gracia de una suprema y última despedida, el consuelo de la belleza revelada. Estaba sentada a la puerta de una casa, como no creo que haya habido alguna otra en el mundo, porque en ella vivió gente capaz de dormir con cerdos como si fuesen sus propios hijos, gente que tenía pena de irse de la vida sólo porque el mundo era bonito, gente, y ése fue mi abuelo Jerónimo, pastor y contador de historias, que, al presentir que la muerte venía a buscarlo, se despidió de los árboles de su huerto uno por uno, abrazándolos y llorando porque sabía que no los volvería a ver.

Muchos años después, escribiendo por primera vez sobre éste mi abuelo Jerónimo y ésta mi abuela Josefa (me ha faltado decir que ella había sido, según cuantos la conocieron de joven, de una belleza inusual), tuve conciencia de que estaba transformando las personas comunes que habían sido en personajes literarios y que ésa era, probablemente, la manera de no olvidarlos, dibujando y volviendo a dibujar sus rostros con el lápiz siempre cambiante del recuerdo, coloreando e iluminando la monotonía de un cotidiano opaco y sin horizontes, como quien va recreando sobre el inestable mapa de la memoria, la irrealidad sobrenatural del país en que decidió pasar a vivir. La misma actitud de espíritu que, después de haber evocado la fascinante y enigmática figura de un cierto bisabuelo berebere, me llevaría a describir más o menos en estos términos un viejo retrato (hoy ya con casi ochenta años) donde mis padres aparecen. 

"Están los dos de pie, bellos y jóvenes, de frente ante el fotógrafo, mostrando en el rostro una expresión de solemne gravedad que es tal vez temor delante de la cámara, en el instante en que el objetivo va a fijar de uno y del otro la imagen que nunca más volverán a tener, porque el día siguiente será implacablemente otro día.
Mi madre apoya el codo derecho en una alta columna y sostiene en la mano izquierda, caída a lo largo del cuerpo, una flor. Mi padre pasa el brazo por la espalda de mi madre y su mano callosa aparece sobre el hombro de ella como un ala. Ambos pisan tímidos una alfombra floreada. La tela que sirve de fondo postizo al retrato muestra unas difusas e incongruentes arquitecturas neoclásicas". 
Y terminaba: 
"Tendría que llegar el día en que contaría estas cosas. Nada de esto tiene importancia a no ser para mí. Un abuelo berebere, llegando del norte de Africa, otro abuelo pastor de cerdos, una abuela maravillosamente bella, unos padres graves y hermosos, una flor en un retrato ¿qué otra genealogía puede importarme? ¿en qué mejor árbol me apoyaría?".
 Escribí estas palabras hace casi treinta años sin otra intención que no fuese reconstituir y registrar instantes de la vida de las personas que me engendraron y que estuvieron más cerca de mí, pensando que no necesitaría explicar nada más para que se supiese de dónde vengo y de qué materiales se hizo la persona que comencé siendo y ésta en que poco a poco me he convertido.

 Ahora descubro que estaba equivocado, la biología no determina todo y en cuanto a la genética, muy misteriosos habrán sido sus caminos para haber dado una vuelta tan larga. A mi árbol genealógico (perdóneseme la presunción de designarlo así, siendo tan menguada la sustancia de su savia) no le faltaban sólo algunas de aquellas ramas que el tiempo y los sucesivos encuentros de la vida van desgajando del tronco central. También le faltaba quien ayudase a sus raíces a penetrar hasta las capas subterráneas más profundas, quien apurase la consistencia y el sabor de sus frutos, quien ampliase y robusteciese su copa para hacer de ella abrigo de aves migratorias y amparo de nidos. Al pintar a mis padres y a mis abuelos con tintas de literatura, transformándolos de las simples personas de carne y hueso que habían sido, en personajes nuevamente y de otro modo constructores de mi vida, estaba, sin darme cuenta, trazando el camino por donde los personajes que habría de inventar, los otros, los efectivamente literarios, fabricarían y traerían los materiales y las herramientas que, finalmente, en lo bueno y en lo menos bueno, en lo bastante y en lo insuficiente, en lo ganado y en lo perdido, en aquello que es defecto pero también en aquello que es exceso, acabarían haciendo de mí la persona en que hoy me reconozco: creador de esos personajes y al mismo tiempo criatura de ellos. En cierto sentido se podría decir que, letra a letra, palabra a palabra, página a página, libro a libro, he venido, sucesivamente, implantando en el hombre que fui los personajes que creé. Considero que sin ellos no sería la persona que hoy soy, sin ellos tal vez mi vida no hubiese logrado ser más que un esbozo impreciso, una promesa como tantas otras que de promesa no consiguieron pasar, la existencia de alguien que tal vez pudiese haber sido y no llegó a ser.

Ahora soy capaz de ver con claridad quiénes fueron mis maestros de vida, los que más intensamente me enseñaron el duro oficio de vivir, esas decenas de personajes de novela y de teatro que en este momento veo desfilar ante mis ojos, esos hombres y esas mujeres, hechos de papel y de tinta, esa gente que yo creía que iba guiando de acuerdo con mis conveniencias de narrador y obedeciendo a mi voluntad de autor, como títeres articulados cuyas acciones no pudiesen tener más efecto en mí que el peso soportado y la tensión de los hilos con que los movía. De esos maestros el primero fue, sin duda, un mediocre pintor de retratos que designé simplemente por la letra h., protagonista de una historia a la que creo razonable llamar de doble iniciación (la de él, pero también, de algún modo, la del autor del libro, protagonista de una historia titulada Manual de pintura y caligrafía, que me enseñó la honradez elemental de reconocer y acatar, sin resentimientos ni frustraciones, sus propios límites: sin poder ni ambicionar aventurarme más allá de mi pequeño terreno de cultivo, me quedaba la posibilidad de cavar hacia el fondo, hacia abajo, hacia las raíces. Las mías, pero también las del mundo, si podía permitirme una ambición tan desmedida. No m compete a mí, claro está, evaluar el mérito del resultado de los esfuerzos realizados, pero creo que es hoy patente que todo mi trabajo, de ahí para adelante, obedeció a ese propósito y a ese principio.

Vinieron después los hombres y las mujeres del Alentejo, aquella misma hermandad de condenados de la tierra a que pertenecieron mi abuelo Jerónimo y mi abuela Josefa, campesinos rudos obligados a alquilar la fuerza de los brazos a cambio de un salario y de condiciones de trabajo que sólo merecerían el nombre de infames. Cobrando por menos que nada una vida a la que los seres cultos y civilizados que nos preciamos de ser llamamos, según las ocasiones, preciosa, sagrada y sublime. Gente popular que conocí, engañada por una Iglesia tan cómplice como beneficiaria del poder del Estado y de los terratenientes latifundistas, gente permanentemente vigilada por la policía, gente, cuántas y cuántas veces, víctima inocente de las arbitrariedades de una justicia falsa. Tres generaciones de una familia de campesinos, los Mau-Tempo, desde el comienzo del siglo hasta la Revolución de Abril de 1974 que derrumbó la dictadura, pasan por esa novela a la que di el título de Alzado del suelo y fue con tales hombres y mujeres del suelo levantados, personas reales primero, figuras de ficción después, con las que aprendí a ser paciente, a confiar y a entregarme al tiempo, a ese tiempo que simultáneamente nos va construyendo y destruyendo para de nuevo construirnos y otra vez destruirnos. No tengo la seguridad de haber asimilado de manera satisfactoria aquello que la dureza de las experiencias tornó virtud en esas mujeres y en esos hombres: una actitud naturalmente estoica ante la vida.

Teniendo en cuenta, sin embargo, que la lección recibida, pasados más de veinte años, permanece intacta en mi memoria, que todos los días la siento presente en mi espíritu como una insistente convocatoria, no he perdido, hasta ahora, la esperanza de llegar a ser un poco más merecedor de la grandeza de los ejemplos de dignidad que me fueron propuestos en la inmensidad de las planicies del Alentejo. El tiempo lo dirá.

¿Qué otras lecciones podría yo recibir de un portugués que vivió en el siglo XVI, que compuso las Rimas y las glorias, los naufragios y los desencantos patrios de Os Luisiadas, que fue un genio poético absoluto, el mayor de nuestra Literatura, por mucho que eso pese a Fernando Pessoa, que a sí mismo se proclamó como el Super-Camoens de ella? Ninguna lección a mi alcance, ninguna lección que yo fuese capaz de aprender salvo la más simple que me podría ser ofrecida por el hombre Luis Vaz de Camoens en su más profunda humanidad, por ejemplo, la humildad orgullosa de un autor que va llamando a todas las puertas en busca de quien esté dispuesto a publicar el libro que escribió, sufriendo por eso el desprecio de los ignorantes de sangre y de casta, la indiferencia desdeñosa de un rey y de su compañía de poderosos, el escarnio con que desde siempre el mundo ha recibido la visita de los poetas, de los visionarios y de los locos. Al menos una vez en la vida, todos los autores tuvieron o tendrán que ser Luis de Camoens, aunque no escriban las redondillas de Sobolos rios. Entre hidalgos de la corte y censores del Santo Oficio, entre los amores de antaño y las desilusiones de la vejez prematura, entre el dolor de escribir y la alegría de haber escrito, fue a este hombre enfermo que regresa pobre de la India, adonde muchos sólo iban para enriquecerse, fue a este soldado ciego de un ojo y golpeado en el alma, fue a este seductor sin fortuna que no volverá nunca más a perturbar los sentidos de las damas de palacio, a quien yo puse a vivir en el teatro en el escenario de la pieza de teatro llamada Que farei con este livro? (¿Qué haré con este libro?), en cuyo final resuena una otra pregunta, aquélla que importa verdaderamente, aquélla que nunca sabremos si alguna vez llegará a tener respuesta suficiente:
 "¿Qué haréis con este libro?". 
Humildad orgullosa fue ésa de llevar debajo del brazo una obra maestra y verse injustamente rechazado por el mundo. Humildad orgullosa también, y obstinada, esta de querer saber para qué servirán mañana los libros que vamos escribiendo hoy, y luego dudar que consigan perdurar largamente (¿hasta cuándo?) las razones tranquilizadoras que quizá no estén siendo dadas o que estamos dándonos a nosotros mismos. Nadie se engaña mejor que cuando consiente que lo engañen otros.

Se aproxima ahora un hombre que dejó la mano izquierda en la guerra y una mujer que vino al mundo con el misterioso poder de ver lo que hay detrás de la piel de las personas. El se llama Baltasar Mateus y tiene el apodo de Siete-Soles, a ella la conocen por Bilmunda, y también por el apodo de Siete-Lunas que le fue añadido después porque está escrito que donde haya un sol habrá una luna y que sólo la presencia conjunta de uno y otro tornará habitable, por el amor, la tierra. Se aproxima también un padre jesuita llamado Bartolmeu que inventó una máquina capaz de subir al cielo y volar sin otro combustible que no sea la voluntad humana, ésa que según se viene diciendo, todo lo puede, aunque no pudo, o no supo, o no quiso, hasta hoy, ser el sol y la luna de la simple bondad o del todavía más simple respeto. Son tres locos portugueses del siglo XVIII en un tiempo y en un país donde florecieron las supersticiones y las hogueras de la Inquisición, donde la vanidad y la megalomanía de un rey hicieron levantar un convento, un palacio y una basílica que asombrarían al mundo exterior, en el caso poco probable de que ese mundo tuviera ojos bastantes para ver a Portugal, tal como sabemos que los tenía Bilmunda para ver lo que escondido estaba. Y también se aproxima una multitud de millares y millares de hombres con las manos sucias y callosas, con el cuerpo exhausto de haber levantado, durante años sin fin, piedra a piedra, los muros implacables del convento, las alas enormes del palacio, las columnas y las pilastras, los aéreos campanarios, la cúpula de la basílica suspendida sobre el vacío. Los sonidos que estamos oyendo son del clavicornio del Doménico Scarlatti, que no sabe si debe reír o llorar. Esta es la historia del Memorial del convento, un libro en que el aprendiz de autor, gracias a lo que le venía siendo enseñado desde el antiguo tiempo de sus abuelos Jerónimo y Josefa, consiguió escribir palabras como éstas, donde no está ausente alguna poesía: "Además de la conversación de las mujeres son los sueños los que sostienen al mundo en su órbita.

Pero son también los sueños los que le hacen una corona de lunas, por eso el cielo es el resplandor que hay dentro de la cabeza de los hombres si no es la cabeza de los hombres el propio y único cielo". Que así sea. De las lecciones de poesía, sabía ya alguna cosa el adolescente, aprendidas en sus libros de texto cuando, en una escuela de enseñanza profesional de Lisboa, andaba preparándose para el oficio que ejerció en el comienzo de su vida de trabajo: el de mecánico cerrajero. Tuvo también buenos maestros del arte poético en las largas horas nocturnas que pasó en bibliotecas públicas, leyendo al azar de encuentros y de catálogos, sin orientación, sin alguien que le aconsejase, con el mismo asombro creador del navegante que va inventando cada lugar que descubre. Pero fue en la biblioteca de la escuela industrial donde El año de la muerte de Ricardo Reis comenzó a ser escrito.

Allí encontró un día el joven aprendiz de cerrajero (tendría entonces 17 años) una revista Atena era el título en que había poemas firmados con aquel nombre y, naturalmente, siendo tan mal conocedor de la cartografía literaria de su país, pensó que existía en Portugal un poeta que se llamaba así: Ricardo Reis. No tardó mucho tiempo en saber que el poeta propiamente dicho había sido un tal Fernando Nogueira Pessoa que firmaba poemas con nombres de poetas inexistentes nacidos en su cabeza y a quien llamaba heterónimos, palabra que no constaba en los diccionarios de la época, por eso costó tanto trabajo al aprendiz de las letras saber lo que ella significaba. Aprendió de memoria muchos poemas de Ricardo Reis ("Para ser grande sé inteiro / Poe quanto és no mínimo que fazes"), pero no podía resignarse, pesar de tan joven e ignorante a que un espíritu superior hubiese podido concebir, sin remordimiento, este verso cruel: 
"Sábio e o que se contenta com o espectáculo do mundo".
 Mucho, mucho tiempo después, el aprendiz de escritor ya con el pelo blanco y un poco más sabio de sus propias sabidurías se atrevió a escribir una novela para mostrar al poeta de las Odas algo de lo que era el espectáculo del mundo en ese año de 1936 en que lo puso a vivir sus últimos días: la ocupación de la Renania por el Ejército nazi, la guerra de Franco contra la República española, la creación por Salazar de las milicias fascistas portuguesas. Fue como si estuviese diciéndole: 

"He ahí el espectáculo del mundo, mi poeta de las amarguras serenas y del escepticismo elegante. Disfruta, goza, contempla, ya que estar sentado es tu sabiduría".

El año de la muerte de Ricardo Reis terminaba con unas palabras melancólicas: "Aquí donde el mar acabó y la tierra espera". Por tanto no habría más descubrimientos para Portugal, sólo como destino una espera infinita de futuros ni siquiera imaginables: el fado de costumbre, la saudade de siempre y poco más. Entonces el aprendiz imaginó que tal vez hubiese una manera de volver a lanzar los barcos al agua, por ejemplo mover la propia tierra y ponerla a navegar mar adentro. Fruto inmediato del resentimiento colectivo portugués por los desdenes históricos de Europa (sería más exacto decir fruto de mi resentimiento personal), la novela que entonces escribí La balsa de piedra separó del continente europeo a toda la península Ibérica, transformándola en una gran isla fluctuante, moviéndose sin remos ni velas, ni hélices, en dirección al Sur del mundo, "masa de piedra y tierra cubierta de ciudades, aldeas, ríos, bosques, fábricas, bosques bravíos, campos cultivados, con su gente y sus animales", camino de una utopía nueva: el encuentro cultural de los pueblos peninsulares con los pueblos del otro lado del Atlántico, desafiando así, a tanto se atrevió mi estrategia, el dominio sofocante que los Estados Unidos de la América del Norte vienen ejerciendo en aquellos parajes. Una visión dos veces utópica entendería esta ficción política como una metáfora mucho más generosa y humana: que Europa, toda ella, deberá trasladarse hacia el Sur de manera que, en descuento de sus abusos coloniales antiguos y modernos, ayudar a equilibrar el mundo. Es decir Europa finalmente como ética. Los personajes de La balsa de piedra dos mujeres, tres hombres y un perro viajan incansablemente a través de la Península mientras ella va surcando el océano. El mundo está cambiando y ellos saben que deben buscar en sí mismos las personas nuevas en que se convertirán (sin olvidar al perro que no es un perro como los otros). Eso les basta.

Se acordó entonces el aprendiz que en tiempos de su vida había hecho algunas revisiones de pruebas de libros y que si en La balsa de piedra hizo, por decirlo así, revisión del futuro, no estaría mal que revisara ahora el pasado inventando una novela que se llamaría Historia do cerco de Lisboa, en la que un revisor trabajando un libro del mismo título, aunque de historia, y cansado de ver cómo la citada historia cada vez es menos capaz de sorprender, decidió poner en lugar de un "sí" un "no", subvirtiendo la autoridad de las "verdades históricas". Raimundo Silva, así se llamaba el revisor, es un hombre simple, vulgar que sólo se distingue de la mayoría por creer que todas las cosas tienen su lado visible y su lado invisible y que no sabremos nada de ellas, mientras no les hayamos dado la vuelta completa.

De eso precisamente trata una conversación que tiene con el historiador. Así: "Les recuerdo que los revisores ya vieron mucho de literatura y vida, Mi libro, se lo recuerdo, es de historia. No es propósito mío apuntar otras contradicciones, profesor, en mi opinión todo cuanto no sea vida es literatura. La historia también. La historia sobre todo, sin querer ofender.

Y la pintura, y la música. La música va resistiéndose desde que nació, unas veces otras viene, quiere librarse de la palabra, supongo que por envidia, pero regresa siempre a la obediencia. Y la pintura, mire, la pintura no es más que literatura hecha con pinceles. Espero que no se haya olvidado de que la humanidad comenzó pintando mucho antes de saber escribir. Conoce el refrán, si no tienes pero caza con el gato, o dicho de otra manera, quien no puede escribir, pinta, o dibuja, es lo que hacen los niños. Lo que usted quiere decir, con otras palabras, es que la literatura ya existía antes de haber nacido, sí señor, como el hombre, con otras palabras, antes de serlo ya lo era. Me parece que usted equivocó la vocación, debería ser historiador. Me falta preparación profesor, qué puede un simple hombre hacer sin preparación, mucha suerte he tenido viniendo al mundo con la genética organizada, pero, por decirlo así, en estado bruto, y después sin más pulimento que las primeras letras que se quedaron como únicas. Podía presentarse como autodidacta producto de su digno esfuerzo, no es ninguna vergüenza, antiguamente la sociedad estaba orgullosa de sus autodidactas.

Eso se acabó, vino el desarrollo y se acabó, los autodidactas son vistos con malos ojos, sólo los que escriben versos o historias para distraer están autorizados a ser autodidactas, pero yo para la creación literaria no tengo habilidad. Entonces métase a filósofo. Usted es un humorista, cultiva la ironía, me pregunto cómo se dedicó a la historia, siendo ella tan grave y profunda ciencia. Soy irónico, sólo en la vida real. Ya me parecía a mí que la historia no es la vida real, literatura sí, y nada más. Pero la historia fue vida real en el tiempo en que todavía no se le podía llamar historia.

Entonces usted cree, profesor, que la historia es la vida real. Lo creo, sí.

Que la historia fue vida real, quiero decir. No tengo la menor duda. Qué sería de nosotros si el deleatur que todo lo borra no existiese, suspiró el revisor". Escusado será añadir que el aprendiz aprendió con Raimundo Silva la lección de la duda. Ya era hora. Fue probablemente este aprendizaje de la duda el que le llevó, dos años más tarde, a escribir El Evangelio según Jesucristo. Es cierto, y él lo ha dicho, que las palabras del título le surgieron por efecto de una ilusión óptica, pero es legítimo que nos interroguemos si no habría sido el sereno ejemplo del revisor el que, en ese tiempo, le anduvo preparando el terreno de donde habría de brotar la nueva novela. Esta vez no se trataba de mirar por detrás de las páginas del Nuevo Testamento a la búsqueda de contradicciones, sino de iluminar con una luz rasante la superficie de esas páginas, como se hace con una pintura para resaltarle los relieves, las señales de paso, la oscuridad de las depresiones. Fue así como el aprendiz, ahora rodeado de personajes evangélicos, leyó, como si fuese la primera vez, la descripción de la matanza de los inocentes y habiendo leído, no comprendió. No comprendió que pudiese haber mártires de una religión que tuviese que esperar treinta años para que su fundador pronunciase la primera palabra de ella, no comprendió que no hubiese salvado la vida de los niños de Belén precisamente la única persona que lo podría haber hecho, no comprendió la ausencia, en José, de un sentimiento mínimo de responsabilidad, de remordimiento, de culpa o siquiera de curiosidad, después de volver de Egipto con su familia. Ni se podrá argumentar en defensa de la causa que fue necesario que los niños de Belén murieran para que pudiese salvarse la vida de Jesús: El simple sentido común, que a todas las cosas, tanto a las humanas como a las divinas, debería presidir, está ahí para recordarnos que Dios no enviaría a su hijo a la Tierra con el encargo de redimir los pecados de la humanidad, para que muriera a los dos años de edad degollado por un soldado de Herodes. En ese Evangelio escrito por el aprendiz con el respeto que merecen los grandes dramas, José será consciente de su culpa, aceptará el remordimiento en castigo de la falta que cometió y se dejará conducir a la muerte casi sin resistencia, como si eso le faltase todavía para liquidar sus cuenta con el mundo. El Evangelio del aprendiz no es, por tanto, una leyenda edificante más de bienaventurados y de dioses, sino la historia de unos cuantos seres humanos sujetos a un poder contra el cual luchan, pero al que no pueden vencer. Jesús, que heredará las sandalias con las que su padre había pisado el polvo de los caminos de la tierra, también heredará de él el sentimiento trágico de la responsabilidad y de ella la culpa que nunca lo abandonará, incluso cuando levante la voz desde lo alto de la cruz:
 "Hombres, perdonadle, porque él no sabe lo que hizo", refiriéndose al Dios que lo llevó hasta allí, aunque quien sabe si recordando todavía, en es última agonía, a su padre auténtico, aquel que en la carne y en la sangre, humanamente, lo engendró. Como se ve, el aprendiz ya había hecho un largo viaje cuando en el herético evangelio escribió las últimas palabras del diálogo en el templo entre Jesús y el escribá: "La culpa es un lobo que se come al hijo después de haber devorado al padre, dijo el escribá. Ese lobo de que hablas ya se ha comido a mi padre, dijo Jesús. Entonces sólo falta que devore a ti. Y tú, en tu vida, fuiste comido o devorado. No sólo comido y devorado, también vomitado, respondió el escriba".

Si el emperador Carlomagno no hubiese establecido en el norte de Alemania un monasterio, si ese monasterio no hubiese dado origen a la ciudad de Münster, si Münster no hubiese querido celebrar los 1.200 años de su fundación con una ópera sobre la pavorosa ópera que enfrentó en el siglo XVI a protestantes anabaptistas y católicos, el aprendiz no habría escrito la pieza de teatro que tituló In nomine Dei. Una vez más, sin otro auxilio que la pequeña luz de su razón, el aprendiz tuvo que penetrar en el oscuro laberinto de las creencias religiosas, ésas que con tanta facilidad llevan a los seres humanos a matar y a dejarse matar. Y lo que vio fue nuevamente la máscara horrenda de la intolerancia, una intolerancia que en Münster alcanzó el paroxismo demencial, una intolerancia que insultaba la propia causa que ambas partes proclamaban defender. Porque no se trataba de una guerra en nombre de dos dioses enemigos sino de una guerra en nombre de un mismo dios.

Ciegos por sus propias creencias los anabaptistas y los católicos de Münster no fueron capaces de comprender la más clara de todas las evidencias: en el día del Juicio Final, cuando unos y otros se presenten a recibir el premio o el castigo que merecieron sus acciones en la tierra, Dios, si en sus decisiones se rige por algo parecido a la lógica humana, tendrá que recibir en el paraíso tanto a unos como a otros, por la simple razón de que unos y otros en El creían. La terrible carnicería de Münster enseñó al aprendiz que al contrario de lo que prometieron las religiones nunca sirvieron para aproximar a los hombres y que la más absurda de todas las guerras es una guerra religiosa teniendo en consideración que Dios no puede, aunque lo quisiese, declararse la guerra a sí mismo. Ciegos. El aprendiz pensó "estamos ciegos", y se sentó a escribir el Ensayo sobre la ceguera para recordar a quien lo leyera que usamos perversamente la razón cuando humillamos la vida, que la dignidad del ser humano es insultada todos los días por los poderosos de nuestro mundo, que la mentira universal ocupó el lugar de las verdades plurales, que el hombre dejó de respetarse a sí mismo cuando perdió el respeto que debía a su semejante. Después el aprendiz, como si intentara exorcizar a los monstruos engendrados por la ceguera de la razón, se puso a escribir la más simple de todas las historias: Una persona que busca a otra persona sólo porque ha comprendido que la vida no tiene nada más importante que pedir a un ser humano. El libro se llama Todos los nombres. No escritos, todos nuestros nombres están allí. Los nombres de los vivos y los nombres de los muertos. Termino. La voz que leyó estas páginas quiso ser el eco de las voces conjuntas de mis personajes. No tengo, pensándolo bien, más voz que la voz que ellos tuvieron. Perdóneseme si les pareció poco esto que para mí es todo.

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