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sábado, 18 de febrero de 2017

402.-La Biblioteca de la Torre Alta del Alcázar de Madrid (Biblioteca del rey Felipe IV de España) a


Felipe IV


Aldo Ahumada Chu Han
(Valladolid, 1605 - Madrid, 1665) Rey de España (1621-1665), hijo y sucesor de Felipe III. Durante el largo y crucial reinado de Felipe IV la monarquía hispánica, en la pendiente de la decadencia económica y política, vivió los últimos esplendores del Siglo de Oro y hubo de aceptar la pérdida de la hegemonía en Europa, después de guerras agotadoras y una grave crisis interna.

Felipe IV, sensible e inteligente por naturaleza, escudaba su timidez, como su abuelo Felipe II, tras la compostura ceremonial. Fue muy buen deportista, gran jinete y apasionado por la caza. Su evolución física y anímica puede seguirse en los numerosos retratos de Diego Velázquez, su pintor de cámara, que lo inmortalizaría en diversas actitudes. Amante de los placeres y de voluntad un tanto débil, pero dotado de una notable cultura y aficionado a la música y al teatro, su profunda religiosidad estuvo siempre en conflicto con su temperamento sensual. Las derrotas y desgracias de la monarquía agudizaron su sentimiento de culpabilidad. Según se constata en su correspondencia con sor María Jesús de Ágreda, estaba convencido de que aquéllas eran, en buena parte, un castigo divino por sus pecados.

Aunque en algunas etapas de su vida intervino directamente en las cuestiones de gobierno, por lo general (y al igual que su padre), Felipe IV cedió los asuntos de Estado a validos, entre los que destacó Gaspar de Guzmán, conde-duque de Olivares, quien realizó una enérgica política exterior que buscaba mantener la hegemonía española en Europa. La política de Olivares, a quien Felipe IV mantuvo en el poder hasta 1643, renovaba la tradición del imperialismo de Felipe II y reaccionaba contra el pacifismo, considerado claudicante y lesivo, de la etapa anterior. La idea de Olivares era fortalecer la monarquía católica mediante la unificación de los recursos humanos, económicos y militares de sus diferentes reinos, bajo el sistema de gobierno castellano, más absolutista. Para ello puso en marcha todos los recursos de Castilla y solicitó la contribución de los demás reinos de la monarquía (Unión de Armas, 1624), a pesar de vulnerar así sus privilegios.

Finalizada la tregua de los Doce Años con las Provincias Unidas (1621), se reanudó la guerra que, tras el sitio y rendición de Breda por Antonio de Spínola (1624-1625), se alargó sin éxitos contundentes de ningún bando. Paralelamente, los tercios españoles luchaban en Alemania en apoyo de los Habsburgo austríacos (guerra de los Treinta Años) y en Italia (guerra de Sucesión de Mantua, 1629-1631), donde se hizo evidente la rivalidad entre España y Francia. Por otro lado, la ascensión al trono inglés de Carlos I provocó la reanudación de hostilidades entre España e Inglaterra (ataque inglés a Cádiz, 1625).

La victoria española frente a los suecos en Nördlingen (1634) pareció anunciar un triunfo definitivo de los Habsburgo en Alemania, lo que motivó la inmediata intervención de Francia, que declaró la guerra a España (1635). El cardenal-infante don Fernando, hermano de Felipe IV, estuvo a las puertas de París (1636), pero se retiró por escasez de recursos. Francia tomó entonces la iniciativa y, en 1638-1639, los ejércitos franceses ocuparon el Rosellón, mientras que la escuadra holandesa del almirante Tromp derrotaba a la española en las Dunas (1639).
 
Olivares, en un agónico intento de ganar la guerra, obligó a Portugal y a los reinos de la Corona de Aragón a contribuir a los gastos de la contienda, sin respetar los privilegios de dichas provincias de la monarquía. Por este motivo, en 1640, el principado de Cataluña se rebeló contra Felipe IV, al igual que Portugal. En 1643, el fracaso de las tropas que debían sofocar las rebeliones motivó la caída de Olivares y su sustitución por Luis de Haro. Por el Tratado de Westfalia, España reconocía la independencia de las Provincias Unidas. No obstante, la guerra contra Francia continuó.
 En 1653 Francia, aliada a la república inglesa de Oliver Cromwell, retomó la iniciativa en la contienda (conquista inglesa de Jamaica en 1655, victorias sobre los españoles en Las Dunas y Dunkerque en 1658) y obligó a España a firmar la paz de los Pirineos (1659), por la que se cedía el Rosellón, parte de la Cerdaña y de los Países Bajos a Francia, lo que acabó con la hegemonía española en Europa. En los últimos años del reinado de Felipe IV se intentó en vano la recuperación de Portugal, cuya independencia se reconoció en 1668, muerto ya el monarca.

En el orden interno, a pesar de seguir una política reformista, la monarquía española de Felipe IV se vio envuelta en una recesión económica que afectó toda Europa, y que en España se notó más por la necesidad de mantener una costosa política exterior. Esto llevó a la subida de los impuestos, al secuestro de remesas de metales preciosos procedentes de las Indias, a la venta de juros y cargos públicos, a la manipulación monetaria, etc.; todo con tal de generar nuevos recursos que pudiesen paliar la crisis económica.

Discutible como gobernante, Felipe IV presenta un perfil más favorable como esteta y mecenas inteligente y refinado. Su mecenazgo sobre Diego Velázquez y otros pintores y escritores contribuyó al brillo del Siglo de Oro. Incrementó notablemente la pinacoteca real, de la que se nutriría el Museo del Prado (Madrid), adquiriendo unos ochocientos cuadros para el Palacio del Buen Retiro, un palacio de recreo en la afueras de Madrid cuya construcción impulsó Olivares para resaltar la grandeza del “rey planeta” como un ambicioso proyecto artístico. 
En cuanto al teatro, la representación de comedias con gran aparato escenográfico, tan del gusto barroco, fue habitual en la Corte en la década de 1630. Toda una gran generación de autores dramáticos, encabezada por Pedro Calderón de la Barca, fue coetánea de Felipe IV, quien fue también gran aficionado a la música y autor de algunas composiciones.


  

Introducción. 

A diferencia de la biblioteca real creada por el abuelo de Felipe IV en El Escorial, esta biblioteca, conocida como la Librería de la Torre Alta del Alcázar, era en gran medida la biblioteca personal del rey, una biblioteca de trabajo más bien que la biblioteca de un bibliófilo como la del Conde-Duque de Olivares. 
Compuesta de unos 2.200 volúmenes, es el tema de un reciente e imponente estudio del profesor Fernando Bouza.  Su investigación se basa en el inventario que en 1637 hizo de la biblioteca Francisco de Rioja en calidad de bibliotecario real, y el profesor Bouza ha identificado y catalogado los contenidos, localizando alrededor de un tercio de los libros del rey en la actual Biblioteca Nacional.
El problema, naturalmente, es saber en qué medida los libros incluidos en el inventario permiten hacernos una idea de los gustos personales del rey, y hasta qué punto reflejan las sugerencias del Conde-Duque y de Rioja sobre lo que debería estar leyendo. La carta escrita por el nuncio papal en 1633, por ejemplo, dice que la biblioteca anda escasa de libros italianos, difíciles de encontrar en Madrid, y sugiere que el cardenal Barberini debería enviar como regalo de Roma los libros de una lista de desiderata que redactaba el bibliotecario real. 
No obstante, incluso aunque la selección fuera llevada a cabo por Rioja, la biblioteca de obras en castellano, francés e italiano que en aquel momento se estaba reuniendo consistía de libros que Felipe leía por instrucción o placer, o que se consideraba oportuno que tuviera a mano.


  

Pintura del siglo xvii del Real Alcázar de Madrid. La fachada meridional, a la derecha, presenta el aspecto que finalmente le confirió el arquitecto Juan Gómez de Mora, en las obras realizadas en 1636. La occidental, a la izquierda, corresponde a una estructura muy anterior, tal vez la del primitivo castillo musulmán que sirvió de base a las diferentes ampliaciones acometidas.


El desaparecido Real Alcázar de Madrid fue un palacio real de la monarquía Hispánica hasta 1734, año en que fue destruido por un incendio de incierto origen. Estuvo situado en el solar donde actualmente se erige el Palacio Real de Madrid (en ocasiones llamado «Palacio de Oriente», por su ubicación en la plaza de Oriente). Construido como fortaleza musulmana en el siglo ix, el edificio fue ampliándose y mejorándose con el paso de los siglos, especialmente a partir del siglo xvi cuando se convirtió en palacio real de acuerdo a la elección de Madrid como capital del Imperio español. Pese a ello, esta gran construcción siguió conservando su primitiva denominación de alcázar.

La primera ampliación de importancia acometida en el edificio se efectuó en el año 1537, por encargo del emperador Carlos V, pero su aspecto exterior final corresponde a las obras realizadas en 1636 por el arquitecto Juan Gómez de Mora, impulsadas por el rey Felipe IV.
Célebre tanto por su riqueza artística como por su arquitectura irregular, fue residencia de la familia real española y sede de la Corte desde la dinastía de los Trastámara, hasta su destrucción en un incendio en la Nochebuena de 1734, en tiempos de Felipe V. Muchos de sus tesoros artísticos se perdieron, entre ellos más de 500 cuadros, si bien otros pudieron rescatarse (como Las meninas de Velázquez).

  

Historia

Orígenes.

Existe una amplia documentación sobre la planta y el aspecto exterior que tuvo el edificio entre el siglo xvi y 1734, cuando desapareció en un incendio: numerosos textos, grabados, planos, maquetas y pinturas. Sin embargo, las imágenes de su interior son muy escasas y las referencias sobre su origen tampoco son abundantes.

El primer dibujo que se tiene del Alcázar fue realizado por el pintor flamenco Jan Cornelisz Vermeyen hacia el año 1534, tres decenios antes de la designación de Madrid como capital de España.1 En él se muestra un castillo articulado en dos cuerpos principales, que tal vez pueda corresponderse, al menos parcialmente, con la estructura de la fortaleza musulmana sobre la que se asienta.




Esta primitiva fortificación fue levantada por el emir cordobés Muhámad I (852-886), en una fecha indeterminada comprendida entre los años 860 y 880. Era el núcleo central de la ciudadela islámica de Maŷrit, un recinto amurallado de aproximadamente cuatro hectáreas, integrado, además de por el castillo o hisn, por una mezquita y por la casa del gobernador o emir.
Su enclave, en un terreno escarpado, debió de situarse en algún lugar cercano a los altos de Rebeque. Actualmente no existen evidencias ya que sirvió de cantera para los nuevos edificios cristianos. Su ubicación tenía un gran valor estratégico, dado que permitía la vigilancia del camino fluvial del Manzanares. Este resultaba clave en la defensa de Toledo, ante las frecuentes incursiones de los reinos cristianos en tierras de Al-Ándalus.
Tras la conquista del Madrid islámico en el 1083 por parte de Alfonso VI y ante la necesidad de alojar a la corte castellana itinerante en sus numerosas estancias en la ciudad, se construyó un nuevo alcázar, al norte del primer recinto amurallado. Es decir, el alcázar islámico muy probablemente nunca se ubicó bajo el actual Palacio Real tal y como apuntan muchas crónicas que están equivocadas y que han ido copiándose unas a otras hasta ser la teoría más extendida, pero rebatida por la historia y la arqueología.
Es probable que el castillo fuera fruto de la evolución, en ese mismo lugar, de diferentes construcciones militares anteriores: primeramente, una atalaya de observación y, con posterioridad, quizá un pequeño fortín.
El viejo castillo cristiano fue objeto de diferentes ampliaciones con el paso del tiempo, quedando la estructura original integrada dentro de los añadidos. Así puede observarse en algunos grabados y pinturas del siglo xvii, en los que aparecen, en la fachada occidental (la que da al río Manzanares), cubos semicirculares que desentonan con el diseño general del edificio.

Los Trastámara.
Evolución histórica de la planta del Real Alcázar de Madrid.

La dinastía de los Trastámara convirtió el edificio en su residencia temporal, de tal modo que, a finales del siglo xv, el alcázar de Madrid era ya una de las principales fortalezas de Castilla y la villa madrileña sede habitual en la convocatoria de las Cortes del Reino.​ En consonancia con su nueva función, el castillo incorporó en su topónimo el apelativo de real, indicativo de su uso exclusivo por la monarquía castellana.
Enrique III promovió el levantamiento de diferentes torres, que cambiaron el aspecto del edificio, otorgándole un aire más palaciego. Su hijo, Juan II, construyó la Capilla Real y añadió una nueva dependencia, conocida como la Sala Rica, por su decoración suntuosa. Estos dos nuevos elementos, levantados junto a la fachada oriental, supusieron ampliar la superficie del primitivo castillo aproximadamente en un 20 % más.
Enrique IV fue uno de los reyes que más frecuentaron el lugar. Residió en el Alcázar durante largas temporadas y en él nació el 28 de febrero de 1462 Juana la Beltraneja, su única hija.
En 1476, los seguidores de Juana la Beltraneja fueron sitiados en el edificio, en el contexto de las disputas por el control del trono de Castilla con Isabel la Católica. El recinto acusó daños de consideración durante este cerco.
Real Alcázar de Madrid


Carlos I

El Real Alcázar de Madrid volvió a sufrir importantes destrozos durante la Guerra de las Comunidades de Castilla, que se extendió desde 1520 hasta 1522, en tiempos de Carlos I.
En vista de su estado, Carlos I decidió ampliar el edificio, en lo que puede considerarse como la primera obra de importancia en la historia del Alcázar. Esta remodelación se relaciona probablemente con la voluntad del emperador de fijar la Corte de forma definitiva en la villa de Madrid, algo que no se materializó hasta el reinado de Felipe II. Así sostienen diferentes investigadores, caso de Luis Cabrera de Córdoba (siglo xvi), que, en un escrito referido a este último monarca, se manifiesta en los siguientes términos:
El Rey Católico [por Felipe II], juzgando incapaz la habitación de la ciudad de Toledo, ejecutando el deseo que tuvo el emperador su padre [por Carlos I] de poner su Corte en la Villa de Madrid, determinó poner en Madrid su real asiento y gobierno de su monarquía.
Desde esta perspectiva se entienden los esfuerzos de Carlos I de dotar a la villa de una residencia regia, a la altura de las necesidades de un estado moderno o, al menos, a lo que él estaba acostumbrado antes de su llegada a Castilla. En vez de derruir el incómodo y anticuado castillo medieval, iniciativa que habría podido ser tachada de demasiado radical, el emperador tomó la decisión de utilizarlo como base para la edificación de un palacio. La nueva construcción siguió llevando el nombre de la fortaleza preexistente, Real Alcázar de Madrid, pese a que, siglos atrás, ya había perdido su función militar.
Las obras comenzaron en 1537, bajo la dirección de los arquitectos Luis de Vega y Alonso de Covarrubias, quienes renovaron las dependencias antiguas, articuladas alrededor del Patio del Rey, ya existente en el castillo medieval. Con todo, su aportación más valiosa fue la construcción de unas nuevas salas para la reina, distribuidas en torno al Patio de la Reina, de nueva factura. Asimismo, fue edificada la denominada Torre de Carlos I, en uno de los ángulos de la fachada septentrional, la que da a los actuales Jardines de Sabatini. Estos nuevos añadidos supusieron duplicar la superficie original del edificio.
El proyecto estaba presidido por inequívocos rasgos renacentistas, muy visibles en los casos de la escalera principal y de los citados Patios del Rey y la Reina, jalonados por continuos arcos de medio punto y sustentados por columnas que daban ligereza al edificio.
La ampliación impulsada por Carlos I fue la primera obra de envergadura realizada en el Alcázar, a la que siguieron numerosas reformas y remodelaciones que se sucedieron, de manera prácticamente ininterrumpida, hasta la destrucción del edificio en el siglo xviii.

Felipe II
Detalle del dibujo realizado por Antoon Van Den Wijngaerde en 1562, donde se puede contemplar el edificio un año después de que Felipe II designara a Madrid como capital de España.


Felipe II prosiguió con las ampliaciones. Ya en su etapa como príncipe, mostró un gran interés por las obras promovidas por su padre, el emperador Carlos I. Como rey, impulsó la adaptación definitiva del edificio en residencia palaciega, especialmente a partir de 1561, cuando decidió establecer la Corte de forma permanente en Madrid.
El monarcá ordenó la reforma de sus aposentos, así como de otras estancias, y puso un empeño especial en la decoración de las salas, labor que se encomendó a entalladores, vidrieros, carpinteros, pintores, escultores y demás artesanos y artistas, muchos de ellos llegados de los Países Bajos, de Italia y de Francia. Las obras, que se extendieron desde 1561 hasta 1598, fueron dirigidas inicialmente por Gaspar de la Vega.
Sin embargo, la Torre Dorada, la aportación más relevante del rey en el Alcázar, se debió al arquitecto Juan Bautista de Toledo, sustituto de aquel en la ejecución de las obras. Este torreón presidía la arista suroccidental del Alcázar y estaba rematado con un chapitel de pizarra, cuyo trazado recuerda la factura de las torres esquinadas del Monasterio de El Escorial, que se estaba construyendo simultáneamente en la sierra de Guadarrama.
Durante el reinado de Felipe II, el Real Alcázar de Madrid conoció, como se ha señalado, su conversión definitiva en palacio real. En lo que respecta a su interior, la parte comprendida entre las dos torres primitivas de la fachada meridional adoptó un aire más ceremonial, mientras que en el ala septentrional se dispuso el área de servicios.
La zona occidental quedó reservada a las dependencias del rey, enfrentadas por el este con las de la reina. Ambas áreas estaban separadas por dos grandes patios, según la estructura concebida por Alonso de Covarrubias, en tiempos de Carlos I. Esta distribución de las diferentes funcionalidades se mantuvo prácticamente inalterada hasta el incendio de 1734.
A Felipe II también se debió la construcción de la Armería Real, derribada en el año 1894. Ocupaba el lugar donde hoy se alza la cripta de la catedral de la Almudena y formaba parte del complejo de las Reales Caballerizas, dependiente del alcázar.

Felipe III, Felipe IV y Carlos II

Vista del Alcázar Real y entorno del Puente de Segovia, anónimo, c. 1670.

A pesar del impulso dado al edificio por Felipe II, el Real Alcázar presentaba, al final de su reinado, un aspecto heterogéneo. Su fachada principal, situada al sur, integraba elementos medievales, que desentonaban con los añadidos del monarca. El choque de estilos era muy visible en lo que respecta a la Torre Dorada, incorporada por el rey, y los dos grandes torreones del castillo musulmán, cuya disposición en cubos, sin prácticamente vanos, restaba ligereza al conjunto.
Llegado al trono Felipe III, hijo de Felipe II, la fachada meridional se convirtió en el principal empeño del monarca. Su proyecto, encomendado a Francisco de Mora, consistía en armonizar la fachada sur a partir de las características arquitectónicas de la citada Torre Dorada. A este arquitecto se debió también la remodelación de las habitaciones de la reina.
Sin embargo, las obras de la fachada fueron ejecutadas finalmente por Juan Gómez de Mora, su sobrino, quien introdujo importantes novedades sobre el diseño de su tío, al compás de las corrientes barrocas de la época. El nuevo trazado empezó a realizarse en el año 1610 y se extendió al reinado de Felipe IV, hasta 1636, cuando culminó la fachada que pervivió hasta el incendio de 1734 y se realizaron las obras de cerramiento de la plaza exterior.
El conjunto ganó en luminosidad y equilibrio, gracias a una sucesión de ventanas y columnas articuladas a partir de dos torres simétricas. Además de la citada fachada meridional, se remodelaron las restantes fachadas, excepción hecha de la occidental, que continuó siendo la del antiguo castillo medieval. En 1680 se hicieron obras realizadas por Bartolomé Hurtado.
Curiosamente fue Felipe IV quien dotó al edificio de su traza más armoniosa, a pesar de su desapego por el mismo. El monarca rehusó habitar en el alcázar y mandó construir un segundo palacio, el del Buen Retiro, igualmente desaparecido. Fue levantado extramuros, al este de la ciudad, en los terrenos que hoy ocupa el parque de El Retiro.
El proyecto iniciado por Felipe III y concluido por Felipe IV tuvo continuidad durante el reinado de Carlos II, a través de diferentes retoques. La Torre de la Reina, emplazada en el flanco suroriental, fue rematada con un chapitel de pizarra, para mantener la simetría con la Torre Dorada, erigida en tiempos de Felipe II, en el otro extremo. Asimismo, la plaza surgida a los pies de la fachada meridional incorporó diferentes dependencias y galerías.

Felipe V
Grabado de Filippo Pallotta, donde se puede apreciar la fachada principal del Alcázar de Madrid en 1704, treinta años antes del incendio que lo destruyó.


Felipe V se proclamó rey de España el 24 de noviembre de 1700, en un acto celebrado en la plaza meridional del palacio, coincidente, en líneas generales, con la actual plaza de la Armería.
El Real Alcázar de Madrid, el austero edificio que iba a ser su residencia, chocaba frontalmente con el gusto francés que había impregnado la vida del monarca, desde su nacimiento en Versalles en 1683 hasta su llegada a España en 1700. De ahí que las reformas que impulsó en el palacio afectaran, en su inmensa mayoría, a su parte interior.
Las estancias principales fueron redecoradas, siguiendo las pautas de los palacios franceses. La reina María Luisa de Saboya dirigió las reformas, con la ayuda de su camarera mayor, Ana María de la Tremoille, princesa de los Ursinos, su mano derecha en estas labores. Esta última marcaba las directrices en la ejecución de las obras, al margen de cualquier trámite burocrático.
La remodelación interior del Álcazar corrió a cargo inicialmente del arquitecto Teodoro Ardemans, sustituido, en una segunda fase, por el arquitecto francés René Carlier.

El incendio de 1734

En la Nochebuena de 1734, con la Corte desplazada al Palacio de El Pardo, se declaró un pavoroso incendio en el Real Alcázar de Madrid. El fuego, que pudo tener su origen en un aposento del pintor de Corte Jean Ranc, se propagó rápidamente, sin que pudiera ser controlado en ningún momento. Se extendió a lo largo de cuatro días y fue de tal intensidad, que algunos objetos de plata quedaron fundidos por el calor y los restos de metal (junto con piedras preciosas) tuvieron que recogerse en cubos.
Según el relato de Félix de Salabert, marqués de la Torrecilla, realizado días después de producirse el suceso, la primera voz de aviso se dio aproximadamente hacia las 00:15, por parte de unos centinelas que hacían su guardia. El carácter festivo de la jornada impidió que la alerta saltase de inmediato a la calle e, incluso, el toque a fuego de los campanarios fue inicialmente desatendido, ya que la gente «discurría que eran maitines» (rezos de antes del amanecer), en palabras del citado autor. Los primeros en colaborar, tanto en la extinción del fuego como en el rescate de personas y objetos, fueron los frailes de la congregación de San Gil.
Por temor a saqueos, la reacción inicial fue no abrir las puertas del Alcázar, lo que restó tiempo para el desalojo cuando este era ya forzoso. Se hizo un ímprobo esfuerzo en la recuperación de los objetos religiosos que se custodiaban en la Capilla Real, además de dinero en efectivo y joyas de la Familia Real, como la Perla Peregrina y el diamante El Estanque. Algún cofre con monedas hubo de arrojarse por una ventana.
La recuperación de los numerosos cuadros del Alcázar se dejó en un segundo plano, ante las dificultades que implicaba por su tamaño y ubicación a varias alturas y en múltiples salas. Algunos de dichos cuadros estaban encastrados en las paredes. De ahí que se perdiera un buen número de las pinturas que se guardaban en el edificio en aquel momento (como La expulsión de los moriscos de Velázquez), y otras (como Las meninas) se salvaron desclavadas de los marcos y arrojadas por las ventanas. No obstante, una parte de las colecciones pictóricas había sido trasladada previamente al Palacio del Buen Retiro, para preservarla de las obras de reforma que estaban teniendo lugar en el interior del Real Alcázar, lo que las salvó de una probable destrucción. Por otro lado, el incendio también destruyó las colecciones americanas que los reyes de España habían ido formando, que incluían las piezas ofrecidas a la Corona por los conquistadores.​
Extinguido el incendio, el edificio quedó reducido a escombros. Los muros que quedaron en pie tuvieron que ser demolidos, dado su estado de deterioro. Cuatro años después de su desaparición, en 1738, Felipe V ordenó la construcción del actual Palacio Real de Madrid, cuyas obras se extendieron a lo largo de tres decenios. El nuevo edificio fue habitado por primera vez por Carlos III en el año 1764.

  

Características.



El Real Alcázar hacia 1710.


A pesar de los esfuerzos realizados por dotar al edificio de una traza armoniosa, las modificaciones, ampliaciones y reformas realizadas a lo largo de los siglos no llegaron a darle un aspecto homogéneo. Los visitantes franceses e italianos criticaban que las fachadas eran irregulares y la distribución interior, laberíntica. Muchos de los salones privados eran oscuros y no tenían ventanas, lo que se explica por el clima caluroso de Madrid (en el que se buscaba la sombra) y también por la escasez del vidrio. Todavía a principios del siglo xviii, muchas ventanas del palacio se cerraban con celosías para disimular la falta de cristales.
La primera asimetría provenía de su fachada occidental, que, al estar situada al borde del barranco configurado por la hondonada del valle del Manzanares, resultaba la menos visible desde el casco urbano de Madrid. Pero, al mismo tiempo, era la primera que veían los viajeros que entraban en la ciudad por el puente de Segovia.
Esta fachada fue la que experimentó el menor número de remodelaciones y, en consecuencia, la que más denotaba el origen medieval del edificio. Era íntegramente de piedra, con cuatro cubos o torres semicirculares, si bien es cierto que se habían practicado ventanas más grandes y numerosas que las dispuestas en la fortaleza primitiva. Los cuatro cubos fueron rematados con chapiteles cónicos de pizarra, semejantes a los del Alcázar de Segovia, lo que suavizó el aire militar del conjunto.

Las restantes fachadas estaban construidas en ladrillo rojo y granito (aparejo toledano), lo que daba al edificio una coloración muy característica de la arquitectura tradicional de Madrid, en la que se emplean estos dos materiales tan abundantes en el área de influencia de la ciudad (la arcilla es abundante en la ribera del río Manzanares y la piedra de granito en la cercana sierra de Guadarrama).
El acceso principal estaba en la fachada meridional, que resultó especialmente problemática en las diferentes remodelaciones acometidas, al estar presidida por dos grandes volúmenes cuadrangulares, construidos en el medievo. Ambos cuerpos quebraban la línea longitudinal de la fachada, la que unía la Torre Dorada, alzada en tiempos de Felipe II, con la Torre de la Reina, correspondiente a las reformas de Felipe III y Felipe IV.
Con el diseño de Juan Gómez de Mora, las citadas torres fueron ocultadas, lográndose un mayor equilibrio del conjunto, según puede observarse en el dibujo de Filippo Pallota, del año 1704. Este arquitecto también armonizó el aspecto de las Torres Dorada y de la Reina, al colocar sobre la segunda un chapitel piramidal, idéntico al de la primera.
El Real Alcázar de Madrid era de planta rectangular. Su interior, articulado a partir de dos grandes patios, estaba organizado también asimétricamente. El Patio del Rey, situado al oeste en la parte correspondiente al castillo medieval, era más pequeño que el de la Reina que, emplazado en el lado opuesto, distribuía las dependencias construidas durante la ampliación de Carlos I. Entre ambos, se levantaba la Capilla Real, fruto del impulso de los Trastámara, en concreto, del rey Juan II de Castilla. Durante largo tiempo los patios estuvieron abiertos al pueblo, y en ellos se vendían todo tipo de artículos como en un mercado, costumbre que sorprendía a los viajeros extranjeros.


  

El Real Alcázar, galería de pintura.

En el Real Alcázar de Madrid había una ingente cantidad de obras de arte, de las que han quedado referencias gracias a los inventarios realizados en los años 1600, 1636, 1666, 1686 y 1700, además de los efectuados después del incendio de 1734 y tras la muerte de Felipe V (1683-1746).
Se estima que, en el momento del incendio, en el palacio se guardaban cerca de dos mil pinturas, entre originales y copias, de las que se perdieron más de quinientas. Los aproximadamente mil cuadros que pudieron ser rescatados se custodiaron en diferentes edificios en los días posteriores al suceso, entre ellos el Convento de San Gil, la Armería Real y las casas del Arzobispo de Toledo y del Marqués de Bedmar. Una parte importante de la pinacoteca del Alcázar había sido trasladada provisionalmente al Palacio del Buen Retiro para facilitar la ejecución de unas obras, con lo que quedó a salvo del incendio.
Entre las obras perdidas, una de las más valiosas, tanto por factura como por su valor histórico, era La expulsión de los moriscos, de Diego de Silva y Velázquez, que le valió en el concurso de 1627 el ganar el cargo de ujier de cámara, paso decisivo en su carrera, ya que le permitió realizar su primer viaje a Italia. De Velázquez eran también un retrato ecuestre del rey, e igualmente se perdieron tres de los cuatro cuadros de una serie mitológica que pintó hacia 1659 (Apolo y Marsias, Adonis y Venus, y Psique y Cupido). Sólo se recuperó de esta serie Mercurio y Argos. El famoso cuadro Las meninas, que colgaba en un despacho de la planta baja, se pudo rescatar pero sufrió una perforación en una mejilla de su protagonista, la infanta Margarita. Este daño fue reparado hábilmente en esa época, y no requirió mayor retoque cuando el cuadro se restauró en 1984.
Otro de los grandes pintores del que se perdieron numerosas obras fue Rubens. Entre sus bajas podemos citar un precioso retrato ecuestre de Felipe IV especialmente querido por el retratado, y que ocupaba un lugar de privilegio en el Salón de los Espejos, enfrentado al famoso retrato de Tiziano Carlos V en Muhlberg. Del cuadro destruido de Rubens queda una buena copia en los Uffizi de Florencia. También se perdió de Rubens El rapto de las Sabinas, o las veinte obras que ornaban la Pieza Ochavada.
Del mencionado Tiziano se perdió la serie de Los Doce Césares, presente en el Salón Grande, conocida actualmente por copias y una serie de grabados de Aegidius Sadeler II. También se quemaron dos de las cuatro Furias que había en el Salón de los Espejos (las otras dos están en el Museo del Prado). Además de los citados, se perdió una invaluable colección de autores con obras que (según los inventarios) eran de Tintoretto, Veronés, Ribera, el Bosco, Brueghel, Sánchez Coello, Van Dyck, El Greco, Annibale Carracci, Leonardo da Vinci, Guido Reni, Rafael de Urbino, Jacopo Bassano, Correggio... entre otros muchos.

  

El Cuarto del Rey del Alcázar de Madrid era un conjunto de estancias destinadas a ser morada del monarca español en ese edificio, algunas de ellas presentaban un marcado carácter ceremonial.

Historia

El cuarto del rey se formó especialmente a partir de la reformas acometidas en el Alcázar por Carlos I de España. Éstas reformas llevaron a la ampliación del Alcázar formando un segundo patio al oeste del existente. Alrededor de este nuevo patio se disponía el Cuarto de la Reina, una serie de nuevas habitaciones que fueron destinadas a las reinas de España. Este desdoblamiento llevo a la formación en las estancias primitivas de lo que se conoció como el cuarto del rey. Esta zona del Alcázar sufrió diversas modificaciones a lo largo de su historia, desde su formación en época de los Trastámara hasta el incendio del Alcázar en 1734.
Será especialmente a partir del reinado de Felipe IV cuando se realizará una cierta distinción entre los espacios de uso ceremonial, situados en la crujía norte y parte de la crujía oeste alrededor del patio del rey, situado en la mitad oeste del Alcázar; y los espacios que presentaron un carácter más privado en el resto de la crujía oeste y la crujía sur.
En la mitad del siglo xvii algunas de las salas, situadas en la cara sur de la crujía sur tomaron un papel público y ceremonial relevante, por ejemplo, el salón de espejos o la pieza ochavada.

Descripción.

Cuarto del Rey, como detalle de una copia del Plano de Gómez de Mora. La numeración corresponde al listado del artículo.

El Cuarto se situaba en el piso principal del Alcázar de Madrid, alrededor del patio del Rey. Empezando por la crujía central (al este del patio) en que se situaba la escalera principal y siguiendo el sentido contrario a las agujas del reloj.

Siguiendo la distribución del Plano de Gómez de Mora, realizado alrededor de 1625, el Cuarto del Rey se componía entonces de las siguientes estancias, por el orden ceremonial y el dado por sucesión numérica en el Plano (las cursivas expresan el texto de Gómez de Mora):

1. - Escalera principal.

4. - Sala de guardas.

5. - Saleta (anteriormente, unida a la siguiente formando la Sala Rica).

6. - Antecámara.

7. - Antecamarilla de embajadores.

8. - Cámara.

9. - Piezas del comedor privado, una circular y una cuadrada de paso seguidas hacia el sur por otra mayor, verdadero comedor privado con estradillo.Nota 1​

10. - Galería dorada.

11. - Alcoba del Rey, donde çena de ordinario el Rey.

12. - Dormitorio del Rey y después, pieza oscura.

13. - Galería del Rey.

14. - Alcobilla, enclavada en la Torre Dorada.

15. - Despacho, enclavado en la Torre Dorada.

16. - Pieza donde tiene el Rey todo lo perteneciente a la mussica, de libros e instrumentos de diferentes suertes y grandeça.

17. - Camarín en que se guardan diferentes cossas del gusto del Rey.

18.- Cubo de las trazas, están todas las traças de las cassas reales, para las obras y relaçiones de los caminos tocantes a los reinos de España, que están a cargo (los planos, no los caminos) del traçador mayor del Rey y maestro de sus obras.

19. - Torre de Francia,Nota 2​ o apossento donde el Rey guarda sus libros.

20. - Galería del Cierzo.

21. - taller de uno de los pintores.Nota 3​

22. - Escalera por donde baja el Rey a los apossentos de las bovedas para pasar las oras de la siesta en el berano.

23. - Sala de Comedias o de Saraos.

24. - Dormitorio del Rey, después conocida como Pieza de las Furias.

26. - Salón grande, después conocido como Salón de Espejos.

27. - Paso, de la gran sala (23) a la galería (13).

28. - Dormitorio del infante don Carlos.

31. - Cuarto de paso y armarios.

32. - Apossento donde se ponen las mesas de la parada y bianda.

33. - Retrete.

34.- Guardarropa del Rey y de su hermano el infante don Carlos.

35. - Pasillo de servicio.

36.- Escalera secreta para bajar al campo, enclavado en la Torre Dorada.

86. - Dormitorio de invierno del Cardenal-infante don Fernando, antes dormitorio de su abuelo Felipe II.

Además, el rey contaba con una serie de habitaciones más frescas situadas en la planta baja de la crujía norte del alcázar conocidas como cuarto bajo del Rey o cuarto de verano del Rey.

  

La Torre Dorada (también conocida como Torre nueva o Torre del Despacho) fue una estructura integrada en el Alcázar de Madrid, en su ángulo suroeste, conocida por su importancia artística.

Historia

La construcción de la torre tuvo su origen en el advenimiento al trono de Felipe II y en su voluntad de continuar las reformas emprendidas por su padre, Carlos I en el alcázar madrileño.
Hacia febrero de 1559, Felipe II escribe una carta al arquitecto Gaspar de Vega desde Bruselas en que se incluye la orden de estudiar una nueva fachada. Posteriormente, este monarca plantea la posibilidad de realizar una torre en la zona sur de las habitaciones destinadas a cuarto del Rey.
La autoría de las trazas ha sido atribuida a distintos arquitectos por diversos historiadores del arte:​

A Juan Bautista de Toledo la atribuye Martín González y Ribera Blanco.
A Juan de Vergara y otros flamencos la atribuye Véronique Gerard.
A Gaspar de Vega, es atribuida por José Manuel Barbeito.
La Torre a la izquierda de la imagen (Maqueta del Alcázar de Madrid)

Hacia finales de la década de 1560 debían estar completadas las obras exteriores de la Torre, siendo finalizado el capitel en 1569. A principios del verano de 1586 su capitel sufre un incendio y es reconstruido.
En la construcción de la torre va a primar la comodidad para el monarca, más que continuar con el estilo utilizado en el resto del Alcázar. El aspecto y estructura de la torre acabarían siendo determinantes para la posterior configuración de la fachada sur del Alcázar que plantearía Juan Gómez de Mora en el primer tercio del siglo xvii.

Descripción
La Torre, desde el sur, en un detalle de un grabado realizado según dibujo de Filippo Pallota (1704)


La torre estaba situada en el ángulo suroeste del alcázar. Se trataba de una estructura de planta cuadrada y cuatro alturas. Se coronaba por un capitel de dos cuerpos. El nombre de la torre se derivaba del dorado aplicado en su veleta y la decoración de sus balcones.

Portada del Índice de la biblioteca que se situaba en el piso alto de la Torre.

La torre contaba con unas importantes vistas al Campo del Moro, la Casa de Campo y la sierra madrileña, en su lado occidental; así como a la plaza del Alcázar, al sur.
En su interior, en el piso principal, contenía el despacho del monarca y en el piso inmediatamente superior, su biblioteca. La pieza de despacho fue definida por Vicente Carducho en sus Diálogos de la pintura:

pieza Real de singular traza y adorno que la pintó al fresco bóvedas, y paredes hada el suelo el mismo [Gaspar] Bezerra, adornándola de estuques y oro, que todo publica majestad, e ingenio.

Posteriormente, el despacho contaba con dieciséis mapas de los distintos territorios de la monarquía hispánica realizados por Pedro Teixeira.
Además del despacho, el piso principal de la torre contaba con un pequeño oratorio, según se representa en el Plano de Gómez de Mora. La biblioteca de la Torre llegó a contar con alrededor de 2.200 libros. El humanista Francisco de Rioja llegaría a ser bibliotecario de esta y componer su Índice en 1637, conservado en la Biblioteca Nacional de España. La biblioteca estaba ricamente decorada y contaba en su entrada con el mote: Animi medicamentum​, que atribuyó Diodoro Sículo a la biblioteca de un rey egipcio.

Hacia 1626, según se recoge en el Plano de Gómez de Mora del piso bajo, la estancia de esta altura correspondiente a la Torre Dorada era el vestidero y tocador de la hermana de Felipe IV: María, entonces reina consorte de Hungría, bajo el número 26. Así mismo bajo la terraza saliente del piso principal (en paralelo a los dos huecos más al sur del flanco oeste) se disponía un escritorio, representado en el plano citado bajo el número 30.

A los pies del lado sur de la torre se disponía un jardín privado para el monarca, conocido como Jardín de los emperadores. Este nombre le era dado por las veinticinco estatuas de emperadores romanos que lo decoraban. Este jardín desaparecería por la ampliación de la plaza en 1674.


    

Recintos anexos.

Las sucesivas ampliaciones acometidas en el Real Alcázar de Madrid a lo largo de la historia no sólo afectaron al edificio propiamente dicho, sino también a sus inmediaciones, con la construcción de una serie de recintos anexos.
Al sur del Alcázar fueron levantadas las Caballerizas Reales, donde se integraron las dependencias de la Armería Real. En su parte septentrional y occidental, se extendían la plaza del Picadero y los Jardines o Huerto de la Priora, que comunicaban el palacio con el Real Monasterio de la Encarnación. Hacia el este, se edificó la Casa del Tesoro.




Casa del Tesoro.
Detalle del plano de Frederic de Wit (1635), de la Casa del Tesoro. A la izquierda se puede observar que este edificio tenía comunicación directa con el Alcázar.


Con esta denominación se designaba a un complejo arquitectónico, destinado a diferentes servicios, que constaba de dos recintos principales: las Casas de Oficios y las cocinas nuevas.
Sus obras, que comenzaron en 1568, en tiempos de Felipe II, se realizaron a partir de un diseño que contemplaba inicialmente una construcción independiente, pero que finalmente fue anexada a la fachada oriental del Alcázar, del tal forma que existía comunicación directa entre ambos núcleos.
En el siglo xvii, se levantó un pasadizo que unía la Casa del Tesoro con el Real Monasterio de la Encarnación, para que los reyes pudiesen acceder directamente desde el palacio al citado edificio religioso.
La Casa del Tesoro llegó a albergar la Biblioteca Real, antecedente de la Biblioteca Nacional, por iniciativa del rey Felipe V. El complejo, que sobrevivió al incendio del Alcázar de 1734, fue demolido por orden de José I, que pretendía crear una gran plaza junto a la fachada oriental del Palacio Real.
Los sótanos, pavimentos y restos de muros del edificio fueron descubiertos en el siglo xx durante las obras de remodelación de la plaza de Oriente, realizadas en 1996 por el alcalde José María Álvarez del Manzano. Pese a su importancia histórica, los vestigios fueron destruidos.

Caballerizas Reales y Armería Real.

Jardines del cabo Noval, en la Plaza de Oriente, donde estaba situado el Huerto de la Priora. El edificio de menor altura que aparece en la parte central de la fotografía corresponde a la fachada sur del Real Monasterio de la Encarnación, del que dependía este recinto. Los Jardines de la Priora fueron destruidos a principios del siglo xix.
En el año 1553, Felipe II decidió crear un complejo que albergase las Caballerizas Reales, en las inmediaciones del Alcázar. Fue levantado en el extremo opuesto de la plaza meridional del palacio, en el lugar que hoy ocupa la cripta de la catedral de la Almudena, sin comunicación directa con la residencia regia. Las obras, dirigidas por el maestro Gaspar de Vega, se extendieron desde 1556 hasta 1564, año a partir del cual se sucedieron algunas modificaciones.
El edificio era de planta rectangular. Presentaba una nave corrida, de 80 m de largo por 10 de ancho, dividida en dos series de columnas, con un total de 37, que soportaban una techumbre de bóvedas de arista. A ambos lados del pasillo central, definido por ambas series de columnas, se situaban los pesebres. Las Caballerizas Reales constaban de tres portadas: la principal, integrada por un arco de piedra de granito, daba al Real Alcázar, otra se situaba en el extremo de la nave y la última, abierta a la plaza del palacio, se localizaba en la fachada sur. Esta última era conocida como el Arco de la Armería.
En 1563, el monarca ordenó instalar en el piso superior la Armería Real, que hasta entonces se guardaba en la ciudad de Valladolid, lo que significó variar el diseño inicial, que reservaba esa planta a los aposentos de los mozos de servicio. En 1567, se añadieron cubiertas abuhardilladas de pizarra, con lo que el conjunto quedó finalmente integrado por tres alturas.
El edificio fue derribado en el año 1894, para la construcción de la cripta neorrománica de la Catedral de la Almudena.

Jardines de la Priora.

Jardines del cabo Noval, en la Plaza de Oriente, donde estaba situado el Huerto de la Priora. El edificio de menor altura que aparece en la parte central de la fotografía corresponde a la fachada sur del Real Monasterio de la Encarnación, del que dependía este recinto. Los Jardines de la Priora fueron destruidos a principios del siglo xix.

Los Jardines o Huerto de la Priora fueron el resultado de la remodelación emprendida a principios del siglo xvii, en los terrenos situados al norte y oeste del Real Alcázar de Madrid, a raíz de la fundación del Real Monasterio de la Encarnación en el año 1611.
Situados en el lugar que hoy ocupan los Jardines del cabo Noval, dentro de la Plaza de Oriente, el recinto estaba gestionado por el citado convento. En los años 1809 y 1810, el rey José I ordenó la expropiación y destrucción del Huerto de la Priora, así como el derribo de las manzanas de edificios existentes en sus inmediaciones, con objeto de crear una gran plaza monumental al este del Palacio Real. Este proyecto no pudo materializarse hasta el reinado de Isabel II, cuando fue concluido el trazado definitivo de la actual plaza de Oriente.

  

Torre Alta del Alcázar.

Junto a la Torre Dorada estaba el propio despacho del Rey, un soberano que entendió y dio a entender que entre sus posesiones más preciadas y sus instrumentos de gobierno figuraban sus libros.

Catálogo.

Catalogada por el bibliotecario  Rioja en cuarenta divisiones, la biblioteca, como era de esperar por los propios comentarios del rey sobre sus lecturas, estaba muy bien nutrida de obras de historia, que de una forma u otra representaban diecisiete de los cuarenta encabezamientos. Además, había 79 entradas bajo el encabezamiento -Gobierno y Estado», incluidos Los seis libros de las Políticas de Justo Lipsio, 164 libros de devoción y piedad, 78 relativos a Filosofía Natural y Moral y Racional, 39 sobre arquitectura, pintura, escultura y medallas, y no menos de 114 obras de poetas españoles.  
También había un encabezamiento, «Libros varios de diversas lenguas», compuesto de 245 títulos que abarcaban una variedad de temas que iban desde las obras de ficción a los libros sobre los modales cortesanos.

Siglo de Oro.

Los escritores del Siglo de Oro están bien representados. El Quijote, sorprendentemente, no figura en la lista, pero Cervantes aparece con sus Novelas ejemplares y Persiles y Segismunda. Lazarillo de formes, Guzmán de Alfarache y La picara Justina de López de Úbeda están allí. También se encuentran las Soledades de Góngora, y la edición de sus obras completas de 1633, junto con un número enorme de obras de Lope de Vega. No cabe duda de que lo que el rey no podía ver de Lope en el escenario lo podía leer en su biblioteca. No hay nada, sin embargo, de Tirso de Molina ni de Vélez de Guevara, ni por cierto de Calderón, aunque en su caso el inventario quizá fue redactado demasiado pronto.
Al parecer, sus libros estaban lujosamente encuadernados de manera uniforme en estantes dorados. Estaban divididos en materias, con gran protagonismo para la historia y la poesía, pero también con secciones correspondientes en Arquitectura, Esfera y Cosmografía.

Educación de Felipe IV

He hecho hincapié en la educación y el programa de lecturas del joven Felipe IV porque nos da una idea del tipo de príncipe que se estaba formando bajo la tutela de Olivares hacia 1633-34, cuando el valido le estaba construyendo el palacio de recreo del Buen Retiro en las afueras de Madrid.
 Ya cercano a los treinta años, el rey no sólo había heredado el buen ojo de los Habsburgo para la pintura y las obras de arte, sino que además gracias al trato con Rubens y la observación casi diaria de su trabajo en su estudio del Alcázar durante la estancia del artista en Madrid en 1628-29, se estaba convirtiendo en un auténtico experto, con un gusto cada vez mayor por las obras de los grandes pintores venecianos, especialmente Tiziano, cuyas obras estaban tan bien representadas en la colección real.

Teatro

Desde sus años mozos también mostró su pasión por el teatro, asistiendo de incógnito, como es bien sabido, a las representaciones de comedias en los corrales de Madrid.
El gusto por el teatro cortesano se había desarrollado durante el reinado de su padre, y Felipe como rey lo adoptó con entusiasmo, patrocinando con su presencia las tres espectaculares producciones puestas en escena en Aranjuez en 1622, incluida la de La gloria de Niquea del Conde de Villamediana. Durante esa década hubo numerosas representaciones en el Alcázar, puestas en escena en el Salón Grande, también conocido como el Salón de Comedias.
 El cardenal Francesco Barberini, por ejemplo, vio varias comedias en el Alcázar durante su visita a Madrid en l620 ó, aunque la única descrita en el diario de la visita llevado por Cassiano dal Pozzo, publicado por completo hace poco por primera vez, fue una obra que se ha atribuido a Luis Belmonte Bermúdez sobre el Archiduque Alberto y la defensa de Lisboa contra el ataque inglés de 1589.
 El gusto del rey por las obras de Lope de Vega es evidente por el número de ellas que se puede encontrar en las estanterías de su biblioteca, pero también parece haber adquirido un particular entusiasmo por las comedias de Jerónimo de Villaizán, cuyo Sufrir más por querer más fue representado durante algún tiempo, por orden real, sólo en palacio y no en los corrales. Villaizán se vio favorecido, según palabras de Lope, por «el voto singular del Sol Felipe».

«Siglo de Oro es para España el reinado del rey nuestro señor Felipe IV, prometiendo tan felices principios prósperos fines», escribió ese publicista profesional, Andrés Almansa y Mendoza, en una carta del 31 de agosto de 1621.


Esta Biblioteca se encontraba en el pasadizo de La Encarnación, lo que evitó su destrucción en el incendio que devastó el Alcázar en 1734.  Sus procedencias son variadas. Como es habitual en las colecciones reales, algunos libros son regalos que los propios autores le hacían llegar al monarca.

Libro. 


 Este es  el caso  del ejemplar que aquí se expone, escrito por  Giovanní Rho, jesuita que durante 37 años dirigió  las cátedras de los colegios de Milán, Florencia, Roma, Nápoles y Venecia y que murió en Roma siendo Provincial de la Casa profesa de Roma. 
La dedicatoria del autor a Felipe IV se encuentra en las dos hojas manuscritas en pergamino a tinta negra y dorada, con cabecera y pie con motivos vegetales coloreados. Procede del Colegio Imperial de Madrid, fundación real de comienzos del siglo XVII, que Felipe IV  convirtió en Estudios  Reales en 1625.
El rectángulo central de la decoración está formado por cuatro abanicos  con un gran escudo central  con las Armas Reales de Felipe IV rodeado del collar del Toisón de Oro.

Armas del Rey Felipe IV



Nota

La Biblioteca de  Felipe IV es el objeto del estudio realizado por el profesor Fernando Bouza a partir del manuscrito que se encuentra en la Biblioteca Nacional: Índice de los libros que tiene su Majestad en la Torre Alta del Alcázar de Madrid, confeccionado en 1637 por el entonces bibliotecario real Francisco de Rioja.

El primer bibliotecario que la organizó fue el humanista y poeta sevillano Francisco de Rioja, amigo personal del Conde Duque de Olivares, el gran valido del Rey. Rioja fue el verdadero alma mater de la primera biblioteca real, un hombre extraordinariamente culto, vinculado a los círculos sevillanos en los que merodeaban el pintor Francisco Pacheco y el propio Velázquez. Cronista de Su Majestad y redactor de cámara, de su pluma salieron muchos de los documentos personales del Rey y del Conde Duque de Olivares.


Una biblioteca para un rey.

EL LIBRO Y EL CETRO: LA BIBLIOTECA DE FELIPE IV EN LA TORRE ALTA DEL ALCÁZAR DE MADRID
Fernando J. Bouza Álvarez

Instituto de Historia del Libro y de la Lectura, Salamanca

En un epílogo que pensaba añadir a su traducción de la Historia de Italia de Guicciardini, Felipe IV (r. 1621-1665) presentaba una corta semblanza de su desarrollo intelectual1. Desde muchos puntos de vista, el texto es una pequeña joya. Lo es, en primer lugar, porque en ella Felipe IV se desnuda políticamente con una candidez que no era normal entre los monarcas hispanos. Pueden encontrarse pocos, muy pocos, testimonios de este tipo no sólo entre los monarcas, sino incluso entre otros líderes políticos de la época. Ya en El cortesano, Castiglione había sugerido a sus lectores –y tuvo muchos– que para brillar en la corte uno tenía que disimular toda clase de debilidades y carencias. Si esta era una de las recomendaciones a un simple cortesano, pensemos en qué no se le diría a un monarca. Incluso el jesuita Juan de Mariana, quien no tuvo problemas en defender el derecho de los ciudadanos a resistir e incluso asesinar a los malos gobernantes, creía que los monarcas te­nían la obligación de presentarse en público «como una especie de divinidad, como un héroe bajado del cielo, superior a la naturaleza de los demás mortales».

Felipe IV ofrece una imagen de la realeza completamente distinta a la sugerida por Mariana. Después, por ejemplo, de certificar que cuando entró a reinar era un ignorante en materias políticas y de gobierno, Felipe IV presentaba esto no como excepcional, sino como algo «común a todos los hombres: humanidad de que hasta las mismas leyes nos excusan, presumiéndonos sabios de los más escondidos por sólo la dignidad y carácter real. No llegando a decir que sé, sino que voy sabiendo, desnudándome de la divinidad por afectar más la filosofía y moderación y sobre todo la rectitud y verdad» (p. 231). Felipe IV también reflexiona e informa sobre otros muchos temas. Algunos de ellos son estrictamente políticos: cuándo y por qué comenzó a asistir a las reuniones de los Consejos, cuándo se sintió con la confianza necesaria para intervenir en las discusiones, si leía a solas los informes de las distintas instituciones o qué pensaba sobre su obligación de dar audiencias a sus súbditos.

Pero lo que destaca del texto es la constante referencia a la lectura de libros. Después de declarar que su educación formal había sido muy pobre, aseguraba que lo que le había salvado de convertirse en un inútil ignorante era la lectura. Así cuenta su gusto por las historias, pero también por todos aquellos textos que le «despertasen el gusto por las buenas letras». Relata también sus opiniones sobre la necesidad de aprender lenguas a través de nuevo de los libros, algunas extranjeras para entender a los enemigos –el francés o el alemán–, pero sobre todo aquellas que hablaban sus vasallos, «pues nunca pudiera acabar conmigo el obligarles a aprender otra para dárseme a entender», y así, dice, aprendió la italiana, y las «lenguas de España, la mía, la aragonesa, catalana y portuguesa».

Fernando Bouza, el autor de estudios ya clásicos para entender la España moderna, nos ofrece ahora El libro y el cetro, quizás uno de sus más importantes estudios hasta la fecha, ciertamente el más trabajado y, a nuestro entender, uno de sus mejores. La mencionada «Autosemblanza» de Felipe IV es sin duda parte importante de este trabajo, pero todavía lo es más otro texto, el inventario preparado en 1637 por Francisco de Rioja de la biblioteca de Felipe IV en el Alcázar de Madrid. La centralidad de este segundo documento es obvia si se tiene en cuenta que la recomposición sistemática de la biblioteca real partiendo del inventario ocupa casi dos terceras partes del libro. La reproducción del inventario, la identificación de una gran mayoría de los libros que se citan en él, y la presentación de varios y muy útiles índices sin duda convertirán este libro en un perenne clásico.

Pero lo que hace de El libro y el cetro una obra fundamental para todos los que se interesen en la historia de la España moderna es la combinación de este estudio para especialistas con los capítulos introductorios que lo acompañan. Aquí nos encontramos con un excelente análisis (capítulo 1) de los contextos políticos, históricos y literarios que explican la creación y contenidos de esta biblioteca real, y también (capítulos 2 y 3) con un análisis pormenorizado de los contenidos de la biblioteca, de las materias o, por ponerlo en palabras de la época, los saberes en que estaba dividida, la significación e importancia de estos saberes para Felipe IV, pero en general también para sus contemporáneos.

Hay aquí información importante y en algunos casos sorprendente. Entre los textos de la biblioteca de Felipe IV domina la historia, pero es una historia amplia y diversa, dando así cuenta del carácter compuesto de la monarquía y sus intereses globales. Había muchos libros sobre España y Castilla (53 libros), pero también muchos otros sobre los demás reinos (44), sobre «Portugal y su India, China, Japón, Filipinas y Etiopía» (77), o sobre las Américas (31), aunque nada sobre Brasil, pero sí sobre «África y Tur­quía» (26). También muchas historias sobre las luchas civiles y religiosas en Francia e Inglaterra, los conflictos de la Monarquía Hispana con estas dos monarquías y su participación en las guerras de los Países Bajos. El protagonismo de la historia se complementa con la importancia de las obras sobre «gobierno y estado», una sección que claramente indica la gran riqueza y variedad de las ideas políticas que estaban en circulación en ese período. Así lo demostraría la presencia en la biblioteca de muchos autores extranjeros (entre ellos, Bodino, Castiglione, Lipsio, Guicciardini y Botero, aunque al parecer no Maquiavelo), pero también muchos nacidos en España, como Pedro de Ribaneyra, Juan de Santamaría, Alonso Ramírez de Prado, Castillo de Bovadilla y, curiosamente, las obras del famoso secretario de Felipe II, Antonio Pérez.

Había también obras sobre la conquista árabe de la Península, pero también sobre la guerra de Granada y la expulsión de los moriscos a comienzos del siglo xvii, en una clara indicación, como señala el autor, de que estos conflictos se veían, primero, como «una empresa hispánica» y no de cada uno de los reinos, y, segundo, en su continuidad como momentos específicos en la larga guerra entre el islam y la cristiandad. Había también libros de música, geografía, agricultura, historia eclesiástica, las obras de los grandes místicos y teólogos (Granada, León, Teresa de Jesús y otros), pero también novelas, muchas, de ca­balle­rías, picarescas (La Celestina, El Lazarillo o el Guzmán de Alfarache entre ellas); obras del dramaturgo más importante del período, Lope de Vega, algunas, aunque pocas, de ese escritor tan ligado a la historia del reinado de Felipe IV, Francisco de Quevedo, y tres de las obras de Cervantes, sus novelas ejemplares entre ellas, pero no curiosamente el Quijote.

La autosemblanza de Felipe IV también provee información sobre algunos de los temas que preocupan a los expertos en la historia del libro y de la lectura, sin duda uno de los campos historiográficos más ricos y dinámicos en los últimos años: por qué y cómo leía, qué leía –o parte de lo que leía–, y el sentido, los objetivos, de estas lecturas. Pocas veces se encuentran los expertos con documentos de este tipo, pero cuando lo hacen los resultados suelen ser de gran interés. Primero porque nos permiten analizar las acciones y prácticas de individuos, un paso importante para entender la complejidad de las sociedades pasadas. Pero, también, porque este tipo de textos nos permiten entender cómo los libros eran leídos en diferentes contextos y tiempos, y por individuos de distintos grupos sociales; es decir, no sólo lo que se leía, sino sobre todo qué era leer en cada período, cómo cambian estas formas de leer y cómo influye en la lectura el género literario y la materialidad de los textos.

Es en el capítulo 4 donde Fernando Bouza reconecta la autosemblanza de Felipe IV con la utilización de su biblioteca. Aquí el autor insiste precisamente en las prácticas de lectura del monarca, quien favorecía la lectura privada y en voz baja frente a la lectura pública y en voz alta. Pero también por qué leía. En este sentido, los análisis de Fernando Bouza son muy significativos.
 Felipe IV leía ciertamente para deleitarse, o simplemente para aprender. Pero también leía en función de sus obligaciones como gobernante: es decir, leía por razones prácticas. O, como él mismo decía, dadas sus obligaciones, su biblioteca le daba la oportunidad de «aprender de aquellos sucesos de guerras y ligas» para ayudarle a decidir qué política debería seguir para resolver los muchos conflictos que caracterizaron su reinado. Todos los demás lectores, los de ahora, tienen aquí una oportunidad para introducirse en este dramático período de la historia de España a través de las obras producidas en los siglos xvi y xvii, las experiencias como lector de Felipe IV y los magistrales análisis de uno de nuestros mejores intérpretes del pasado. 

Itsukushima Shrine.

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