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sábado, 11 de febrero de 2017

401.-La Biblioteca de Felipe II de España (Escurialense o la Laurentina).-a



Felipe II de España.

Felipe II de España, llamado «el Prudente» (Valladolid, 21 de mayo de 1527-San Lorenzo de El Escorial, 13 de septiembre de 1598), fue rey de Españad​ desde el 15 de enero de 1556 hasta su muerte; de Nápoles y Sicilia desde 1554; y de Portugal y los Algarbes —como Felipe I— desde 1580, logrando una unión dinástica que duró sesenta años. Fue asimismo rey de Inglaterra e Irlanda iure uxoris, por su matrimonio con María I, entre 1554 y 1558.


  





(Valladolid, 1527 - El Escorial, 1598) Rey de España (1556-1598). A excepción del Sacro Imperio Germánico, cuya corona cedió a Fernando I de Habsburgo, el rey y emperador Carlos V legó todas las posesiones europeas y americanas que constituían el Imperio español a su hijo Felipe II, que pasó a ser entonces (como ya lo había sido su progenitor) el monarca más poderoso de la época.

Hombre austero, profundamente religioso y perfectamente preparado para las labores de gobierno, a las que consagró todas sus energías, «el Rey Prudente» asumió como deber insoslayable la defensa de la fe católica, y combatió tanto la propagación de la Reforma protestante en Europa como los avances del Imperio Otomano en el Mediterráneo. De este modo, aun sin aquella aspiración a formar un Imperio cristiano universal que guió los pasos de su padre, Felipe II hizo de nuevo frente a los turcos, a los que derrotó en la batalla de Lepanto (1571), y extendió hasta dimensiones nunca vistas los dominios del Imperio español con la incorporación de Portugal y de sus colonias africanas y asiáticas.

Pero los designios de consolidar la hegemonía en Europa toparon, como ya había ocurrido en el reinado de Carlos V, con la expansión del protestantismo y la oposición de las potencias rivales: las campañas militares para frenar las revueltas protestantes de los Países Bajos desangraron la hacienda española, y el intento de someter a Inglaterra se saldó con la derrota de la «Armada Invencible» (1588), fracaso en el que suele situarse el inicio de la posterior decadencia española.

Biografía.

Sus maestros le inculcaron el amor a las artes y las letras, y con Juan Martínez Silíceo, catedrático de la Universidad de Salamanca, el futuro soberano aprendió latín, italiano y francés, llegando a dominar la primera de estas lenguas de forma sobresaliente. Juan de Zúñiga, comendador de Castilla, lo instruyó en el oficio de las armas. A los once años quedó huérfano de madre, lo que lo afectó hondamente y marcó para siempre su carácter taciturno.

El joven Felipe participó personalmente en la defensa de Perpiñán con sólo quince años, y a los dieciocho había tenido su primer hijo, Carlos, y había quedado viudo de su primera esposa, su prima doña María Manuela de Portugal. Durante el reinado de su padre asumió varias veces las funciones de gobierno (bajo la tutela de un Consejo de Regencia) por ausencia del emperador, en ocasiones en que la atención de Carlos V era absorbida por conflictos en los Países Bajos (1539) o en Alemania (1543), adquiriendo de esta forma una experiencia directa que complementó los valiosos consejos de su progenitor.

En 1554, el rey y emperador Carlos V le transfirió la corona de Nápoles y el ducado de Milán. Ese mismo año, la boda con María Tudor convirtió a Felipe II en rey consorte de Inglaterra. Finalmente, el fatigado emperador resolvió abdicar en favor de Felipe II, que entre 1555 y 1556 recibió las coronas de los Países Bajos, Sicilia, Castilla y Aragón. Austria y el Imperio Germánico fueron entregados al hermano menor de Carlos V, Fernando I de Habsburgo, quedando separadas las ramas alemana y española de la Casa de Habsburgo.

Felipe II modernizó y reforzó la administración de la monarquía hispana, apartándola de las tradiciones medievales y de las aspiraciones de dominio universal que habían caracterizado el reinado de su padre. Los órganos de justicia y de gobierno sufrieron notables reformas, al tiempo que la corte se hacía sedentaria (capitalidad de Madrid, 1560). Desarrolló una burocracia centralizada y ejerció una supervisión directa y personal de los asuntos de Estado. Pero las cuestiones financieras le sobrepasaron, dado el peso de los gastos militares sobre la maltrecha Hacienda Real; en consecuencia, Felipe II hubo de declarar a la monarquía en bancarrota en tres ocasiones (1560, 1575 y 1596).

Alrededor del rey se disputaban el poder dos «partidos»: el de Fernando Álvarez de Toledo, duque de Alba, y el que encabezaron primero Ruy Gómez de Silva, príncipe de Éboli, y más tarde Antonio Pérez. Las luchas entre ambas redes se exacerbaron a raíz del asesinato del secretario Juan de Escobedo (1578), culminando con la detención de Antonio Pérez y el confinamiento del duque de Alba. Desde entonces hasta el final del reinado dominó el poder el cardenal Granvela, coincidiendo con la época en que, gravemente enfermo, el rey se alejó de los asuntos de gobierno y delegó parte de sus atribuciones en las «Juntas» de nueva creación.

La división de la herencia de Carlos V facilitó la política internacional de Felipe II: al pasar el Sacro Imperio Germánico a manos de Fernando I de Habsburgo, España quedaba libre de las responsabilidades imperiales. En política exterior, Felipe II hubo de abandonar el proyecto de alianza con Inglaterra a causa de la temprana muerte de María Tudor (1558). Las victorias militares de San Quintín (1557) y Gravelinas (1558) pacificaron el recurrente conflicto con Francia (Paz de Cateâu Cambrésis, 1559); el pacto quedó reforzado con el matrimonio de Felipe II con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois. Los inicios de su reinado no podían ser más prometedores: Francia, que había sido la perpetua potencia rival de Carlos V, dejaba de ser el principal problema para España.

En consecuencia, Felipe II pudo orientar su política exterior hacia el Mediterráneo, encabezando la empresa de frenar el poderío islámico representado por el Imperio Otomano; esta empresa tenía tintes de cruzada religiosa, pero también una lectura en clave interna, pues Felipe II hubo de reprimir una rebelión de los moriscos de Granada (1568-1571), musulmanes de sus propios reinos que habían apelado al auxilio turco. Para conjurar el peligro, Felipe formó la Liga Santa, en la que se unieron a España Génova, Venecia y el Papado. La resonante victoria que esta alianza cristiana obtuvo sobre los turcos en la batalla naval de Lepanto (1571) quedó reafirmada en los años posteriores con las expediciones al norte de África.

A finales de la década de 1570, distraída la atención de los turcos por la presión persa en el este, disminuyó la tensión en el Mediterráneo. Ello permitió a Felipe II reorientar su política hacia el Atlántico y atender a la grave situación creada por la sublevación de los Países Bajos contra el dominio español, alentada por los protestantes desde 1568; a pesar del ingente esfuerzo militar que dirigieron, sucesivamente, el duque de Alba, Luis de Requeséns, don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, las provincias del norte de los Países Bajos se declararon independientes en 1581 y ya nunca serían recuperadas por España.

La orientación atlántica de la Monarquía dio como fruto la anexión del reino de Portugal a España en 1580. Aprovechando una crisis sucesoria, Felipe II hizo valer sus derechos al trono lusitano mediante la invasión del país, sobre el que reinó como Felipe I de Portugal, sometiéndolo a la gobernación de un virrey. Con la incorporación de Portugal y, en consecuencia, de sus numerosas posesiones en África y Asia, el Imperio español alcanzó su mayor expansión territorial: la península, los dominios europeos y mediterráneos y las colonias españolas y portuguesas en América, África, Asia y Oceanía componían aquel vasto imperio en el que nunca se ponía el sol.

Aprovechando las guerras de religión, el monarca español se permitió también intervenir entre 1584 y 1590 en la disputa sucesoria francesa, apoyando al bando católico frente a los protestantes de Enrique de Navarra (el futuro Enrique IV de Francia). Felipe II intentó sin éxito poner en el trono francés a su hija Isabel Clara Eugenia, nacida de su matrimonio con la hija de Enrique II de Francia, Isabel de Valois, pero consiguió que Enrique IV abjurase del protestantismo (1593), quedando Francia en la órbita católica.

La mayor presencia española en el Atlántico acrecentó la tensión con Inglaterra, manifestada en el apoyo inglés a los rebeldes protestantes de los Países Bajos, el apoyo español a los católicos ingleses y las agresiones de los corsarios ingleses (con el célebre Francis Drake a la cabeza) contra el imperio colonial español. Todo ello condujo a Felipe II a planear una expedición de castigo contra Inglaterra, para lo cual preparó la «Grande y Felicísima Armada», que, a raíz de su fracaso, fue burlescamente rebautizada como la «Armada Invencible» por los británicos.

 
Compuesta por ciento treinta buques, ocho mil marineros, dos mil remeros y casi veinte mil soldados, la Armada zarpó del puerto de Lisboa en mayo de 1588 con destino a Flandes, donde las tropas habían de engrosarse aún más. En su primer encuentro con el enemigo en el mes siguiente se demostró fehacientemente la superioridad técnica de los ingleses, cuya artillería aventajaba de manera notoria a la española. Tras algunas desastrosas batallas en el mar del Norte, la Armada regresó, pero en el camino de vuelta halló fuertes galernas que provocaron numerosos naufragios y terminaron de malbaratar la expedición. Es fama que, enterado de este descalabro, compungido y contrariado, Felipe II exclamó: «No envié mis naves a luchar contra los elementos».

Con la derrota de la Invencible se iniciaba la decadencia del poderío español en Europa. Tal declive coincidió con la vejez y enfermedad de Felipe II, cada vez más retirado en el palacio-monasterio de El Escorial, construido bajo su impulso entre 1563 y 1584. Al morir le sucedió Felipe III, hijo de su cuarto matrimonio (con Ana de Austria). El primer heredero varón que tuvo (el incapaz príncipe Carlos, hijo de su primer matrimonio con María Manuela de Portugal) había muerto muy joven encerrado en el Alcázar de Madrid y, según la «leyenda negra» que alentaban los enemigos de Felipe II, por instigación de su padre.


La Biblioteca Escurialense o la Laurentina.


  


El 1.º de junio de 1886 se hizo entrega a los padres Agustinos de las misiones de Filipinas, que hoy residen en el monasterio de El Escorial, de la espléndida biblioteca fundada en él por el Rey Felipe II, y donde se atesoran tantas riquezas en peregrinos códices árabes, griegos, latinos y españoles, ediciones de la mayor rareza y todo género de primores de las artes auxiliares del libro y de la imprenta.
El jefe de aquella dependencia es el P. Pedro Fernández, el cual, con un celo digno de todo encomio, no sólo ha procedido desde el primer momento a la rectificación de los inventarios, a la catalogación de impresos y manuscritos y a la clasificación de monedas y medallas, sino que hallándose desprovista la biblioteca de obras de la literatura y de la ciencia modernas, y careciendo la comunidad de recursos para atender a su provisión, se ha dirigido a los presidentes de las Academias, al Ministerio de Fomento y Dirección de Instrucción pública, a los Presidentes del Congreso y del Senado, al Director de la Biblioteca Nacional y a cuantas personas y centros son poseedores de libros destinados a las bibliotecas públicas, en solicitud de ejemplares con que seguir enriqueciendo aquel establecimiento de nombre universal.

El Sr. Conde de Cheste, Presidente de la Academia Española; el Sr. Cánovas del Castillo, que lo es de la de la Historia; el Sr. Marqués de Barzanallana, como individuo de la comisión interior del Senado, y de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, el señor Navarro Rodrigo, y otras dignas personas, se han apresurado a corresponder tan espléndidamente a la invitación del P. Fernández, que ya con las obras regaladas por éstos y por algunos particulares, suben a 415 los volúmenes ingresados de nuevo y consignados en el registro de entradas. De esperar es que los demás centros contribuyan del mismo modo y con igual magnificencia a una obra que no titubeamos en reputar de honor nacional.
El Monasterio de El Escorial, donde se encuentra la biblioteca.


La Biblioteca de El Escorial casi constantemente se halla concurrida por literatos nacionales y extranjeros que van a hacer en ella importantes estudios, principalmente en el arsenal opulento de sus soberbios Códices.

 Desde 1886 [sic por 1876] han trabajado en éstos los extranjeros Mrs. Phil, Heïnebrann, Cruset, Ballaqui Aladás, Hermann Knust, Jules Berioz, Dr. Regel, Theodore Ouspenks, Brunne Keil, Rodolph Beer, Amedée Pagés y Albert Martín, y entre otros españoles, los Sres. Fernández y González (D. Francisco), Amador de los Ríos (D. Rodrigo), Felipe Benicio Navarro, Eduardo Mier, Juan Cuesta y Armiño, Juan Pérez de Guzmán, Jesús Monasterio, Joaquín de Olmedilla, Aznar, Oteyza, Padilla, Amorós, Peña, Fabié, Melgares, Macorra, Iglesias, Maura, Fuentes, &c. En cuanto a los PP. Agustinos, son muchos los que constantemente acuden a consultas, habiendo sido los más continuos fray Tirso López, fray Marcelino Gutiérrez, fray Eustaquio Uriarte, fray Tomás Rodríguez y otros.

Ayudan al P. Fernández en sus trabajos, como auxiliares, los PP. fray Eustasio Esteban, fray Ignacio Monasterio y fray Manuel Fraile, con cuyo concurso se han hecho ya 5.500 papeletas nuevas de impresos y van clasificadas 2.093 monedas, de las que sólo quedan por clasificar parte de las griegas y todas las árabes.
Es indudable que, terminada la catalogación de libros y manuscritos, y la clasificación numismática, a lo que habrá que agregar el catálogo iconoclástico, aunque no muy numeroso, ni rico en grandes obras de arte, se publicará ese trabajo que tanto ha de facilitar los que emprendan los estudiosos. Para esta publicación se impetraría el apoyo de la Real Casa.

Biblioteca de Felipe II

Biblioteca






puerta


La Real Biblioteca de El Escorial, también conocida como la Escurialense o la Laurentina, es una gran biblioteca renacentista española fundada por Felipe II que se halla en la localidad madrileña de San Lorenzo de El Escorial, formando parte del patrimonio del Monasterio de El Escorial.

Motivación
Biblioteca


La idea de Felipe II de hacer una gran biblioteca en España tiene como principales motivos los siguientes:

el carácter humanista del propio rey, persona con gran formación intelectual, además de gran bibliófilo, que asumió como natural el impulso de una biblioteca. La historiografía más reciente ha acuñado el término de Librería Rica para referirse a la biblioteca privada de Felipe II, la cual ha sido considerada como el embrión de la Escurialense o, al menos, una gran inyección a los fondos de ésta última.

El contexto del humanismo, movimiento cultural característico del Renacimiento, que conllevaba el constante fomento de toda actividad intelectual;

la necesidad de sedentarismo de la Corte;
la labor de los asesores del monarca, muchos de ellos humanistas que, con Benito Arias Montano a la cabeza, marcaron el rumbo de la cultura española del momento. Todos ellos eran grandes lectores y bibliófilos, por lo que aconsejaron al rey de buen grado de cara a la política que debía llevar a cabo si quería construir una buena biblioteca.
Proceso de formación
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La creación de una gran biblioteca en España la tuvo en mente Felipe II desde 1556, pero retrasó el proyecto el «carácter trashumante» de la corte española. Por esas fechas, el rey comunicó a algunos de sus asesores, como Páez de Castro, que comenzasen el acopio de libros para una librería regia.
La decisión real de elegir en 1559, con la corte ya establecida en Madrid, San Lorenzo de El Escorial como lugar de construcción fue una decisión polémica, que contravino las indicaciones de sus asesores, los cuales se inclinaban por localidades como Salamanca, ya que contaban con una gran tradición universitaria y por tanto con mayor interés, a nivel general, por los libros. Además, lo apartado del lugar respecto de las plazas universitarias por excelencia de la época, como la propia Salamanca o Valladolid, fue considerado otro problema añadido.
Los primeros libros comienzan a llegar en el año 1565. Las primeras adquisiciones se corresponden con 42 duplicados de libros ya existentes en palacio.

En 1566 llegó una segunda remesa de libros, entre los que se encontraban piezas de gran valor como el Códice áureo, el Apocalipsis figurado o, quizá el más importante, un De baptismo parvulorum, de San Agustín, supuestamente escrito de su puño y letra.
A lo largo de los dos años siguientes se sobrepasó la cifra de los mil volúmenes gracias a las aportaciones de asesores como el obispo de Osma, Honorato Juan. Llegados a este punto, la biblioteca era una realidad, y Felipe II se reunió con representantes destacados de todo tipo de disciplinas para asesorarse en la adquisición de copias. La tendencia en estos años será adquirir originales y volúmenes antiguos, pues según el criterio de la época esto era lo que hacía a una biblioteca «aventajada sobre otras».

Felipe II, el artífice de la Biblioteca.

Biblioteca

En 1571 se adquirió parte de la biblioteca de Gonzalo Pérez, uno de los asesores del rey, muerto cinco años antes, tras negociaciones con su hijo. Esto supuso 57 manuscritos griegos, procedentes de Sicilia, y 112 latinos, procedentes de la biblioteca del Duque de Calabria. Ese mismo año falleció otro de los secretarios reales, Juan Páez de Castro, y nuevamente se procedió a la compra a sus herederos de parte de su biblioteca. Se adquirieron 315 volúmenes, destacando fundamentalmente los de origen griego y árabe.
Siendo la Escurialense en ese momento una institución de gran prestigio, surgió la figura de los embajadores, que por doquier eran enviados con instrucciones y poder adquisitivo para la compra de numerosos ejemplares. Así, en territorio nacional se llevaron a cabo compras procedentes de archivos catedralicios y librerías monacales, mientras que en las principales ciudades europeas había emisarios encargados de adquirir obras de renombre.
 La labor de los emisarios, en el exterior, se coordinaba con la del bibliotecario/comisionado, en la propia biblioteca, pues éste último se encargaba de ordenar y clasificar las piezas que llegaban a la biblioteca de El Escorial. Una de las colecciones más valiosas llegadas a la biblioteca fue la de manuscritos griegos y códices latinos recopilada por Diego Guzmán de Silva durante su estancia como embajador en Venecia (1569-1577).
En 1576 se realizó un inventario que recogió 4546 volúmenes, entre manuscritos (en torno a 2000) y libros impresos (aproximadamente 2500). Ese mismo año se adquirió la biblioteca de Diego Hurtado de Mendoza, la cual era considerada la más importante de España. Este hecho supuso más de 850 códices y 1000 volúmenes impresos, la mayoría adquiridos en el que entonces era el enclave comercial de libros por antonomasia: Italia.
En este momento el volumen de la biblioteca es tal que se requiere la colaboración de Benito Arias Montano, quien necesitó alrededor de diez meses para catalogar las obras, ordenando según el idioma de las mismas.
A comienzos de la década de los 80 del siglo xvi, la Escurialense adquirió obras de gran importancia. El primer ejemplo fue donado por el señor de Soria, Jorge Beteta: un códice de los Concilios visigóticos que data del siglo ix. Además, de la biblioteca de Pedro Fajardo, Marqués de los Vélez, se obtuvieron en torno a 500 impresos. Por otro lado, de la Capilla Real de Granada se tomaron libros pertenecientes a Isabel la Católica, muchos de ellos de gran belleza — algunos, como los Libros de horas, incluso se venden hoy en día en reproducciones facsímiles debido a su belleza visual.
La última década del siglo se iniciaba con la compra de la biblioteca del canonista Antonio Agustín, una de las más extensas de España. No todas sus obras llegaron a San Lorenzo, pues algunas fueron a parar a la Biblioteca Vaticana, pero en torno a mil ejemplares recalaron en la Real Biblioteca de El Escorial.

  

Estructura.

Biblioteca


Salón principal

Se trata de la pieza principal del conjunto; las fuentes hablan de ella como la «mayor y la más noble», y por eso se la conoce como Salón Principal (además de Salón de los Frescos).
Mide 54 metros de largo, 9 de ancho y 10 de alto, siendo lo más impresionante, al menos visualmente, la bóveda de cañón que corona la sala.

Esta bóveda se halla dividida en 7 zonas, cada una de las cuales está ornamentada con pinturas al fresco que representan las siete artes liberales: el Trivium (Gramática, Retórica y Dialéctica) y el Quadrivium (Aritmética, Música, Geometría y Astrología). Cada una de las artes está representada por una figura alegórica de la disciplina, dos historias relacionadas con ella, una a cada lado (habitualmente sacadas de la mitología, la historia clásica, la Biblia y la historia sagrada). Estas historias se complementan con cuatro sabios, nuevamente una mitad a un lado y otra mitad al otro, representativos de cada arte.
Por último, en los frontispicios testeros se hallan representadas la Filosofía (al norte, representando al saber adquirido) y la Teología (al sur, representando el saber revelado).
Esta decoración fue pintada por Pellegrino Tibaldi (Peregrín de Peregrini), en estilo renacentista manierista, siguiendo el programa iconográfico del Padre José de Sigüenza.
En cuanto a las partes laterales del salón principal, el muro de poniente cuenta con 7 ventanas desde las que se observa la sierra de Guadarrama, mientras que el de naciente cuenta con cinco ventanas grandes bajas, con vidrieras y balcones, y cinco pequeñas altas, todas ellas enfocadas hacia el Patio de Reyes.
Los laterales están adornados con multitud de retratos al óleo, entre los que destacan los de Carlos II —pintado por Carreño de Miranda y puesto ahí en 1814—, Felipe II o Carlos V —pintados estos últimos por Pantoja de la Cruz—. Tristemente, durante la invasión napoleónica se perdió el Felipe IV de castaño y plata de Velázquez, ahora en la National Gallery de Londres.

También se encuentran, en este Salón Principal, algunos bustos, como el del marino Jorge Juan. En el hueco de una de las ventanas se halla un armario de finas maderas, el cual está planteado para guardar maderas. Fue realizado a mediados del siglo xviii, y en él se encuentran 2324 piezas.
Las cuatro paredes cuentan con una poderosa estantería diseñada por Juan de Herrera, el arquitecto del monasterio. Es de estilo clásico-renacentista, y está hecha con maderas finas como la caoba, el cedro o el ébano. 

Fray José de Sigüenza dijo en su momento que se trata de «la más galana y bien tratada cosa que de este género [...] se ha visto en librería».

 En cualquier caso, la estantería se encuentra en un zócalo de mármol jaspeado. Cuenta con 54 estantes, cada uno de ellos con seis plúteos. Desde la época en que el padre Antonio de San José fue bibliotecario, a mediados del siglo xviii, el segundo de estos plúteos cuenta con una tapa de madera cerrada con candado, ya que era común que los cortesanos robasen libros.

Los libros de esta estantería se encuentran con el corte hacia fuera, algo que puede deberse a distintas razones:

mostrar que los cortes son dorados;
romper con la monotonía de la vaqueta de los lomos;
leer el título, escrito en ellos;
por la colocación, ya que el lomo es más fino que el borde.

Por último, el piso del Salón Principal está pavimentado con mármoles blancos y pardos. En el eje longitudinal (de norte a sur) hay una mesa de madera, la cual es acompañada por otras cinco, de mármol gris. En cada una de éstas hay dos plúteos con libros, los cuales fueron dotados de puertas a finales del siglo xviii. Datan de la época de Felipe II, y en un primer momento sostenían esferas relacionadas con la geografía y la astronomía. De hecho, una de ellas todavía se encuentra en la sala.

Biblioteca

En la actualidad, esas mesas sirven de expositores para las obras más importantes de la Escurialense, entre las que se hallan las Cantigas de Santa María, de Alfonso X el Sabio, o un Apocalipsis figurado atribuido a Juan Bapteur de Friburgo, Péronet Lamy y Juan Colombe.

  

Otras estancias.

El resto de estancias son espacios que en la actualidad están sin uso. Sin embargo, en las fuentes de la época existen referencias sobre ellas.

En primer lugar, están el Salón Alto y el Salón de Verano. Ambos son señalados, por el Padre José de Sigüenza, como las «dos piezas supletorias» de la biblioteca. En cuanto a la primera de ellas, el Salón Alto, se le conoce así por encontrarse justo encima del salón principal, siendo simétrico a él. 

Por lo que se sabe, contenía «estantes [...] bien labrados [...], una estatua de San Lorenzo [...], retratos de muchos pontífices [...], globos terrestres y celestes y muchas cartas y mapas de provincias», entre otras muchas cosas, además de, evidentemente, libros. 

Como curiosidad hay que decir que Sigüenza describe esta pieza como muy fría en invierno y caliente en verano, debido a su alta ubicación. De todas formas eso no impide que, hasta que se terminó el salón principal, todos los libros fuesen colocados aquí.
Una vez pasaron a la gran sala, el Salón Alto tuvo multitud de usos, pasando a ser desde dormitorio de novicios hasta el lugar donde el bibliotecario organizaba las obras, pasando por almacén de libros prohibidos.
En cuanto al Salón de Verano, la segunda pieza supletoria de las que señala Sigüenza, se encuentra al lado del Salón Principal, siendo perpendicular a este. Mide en torno a 15 metros de largo y 6 de ancho, y cuenta con 7 ventanas orientadas hacia el Patio de Reyes. Por lo que se sabe, esta sala contaba con manuscritos de gran entidad. Estaba dividida en dos partes, de cara a organizar los manuscritos por idiomas. En la actualidad se emplea para conservar impresos en su mayoría modernos, aunque lo importante acaso sea los retratos que en él se encuentran.
Otra estancia es el Salón de Manuscritos, la antigua ropería del monasterio. Mide 29 metros de largo, 10 de ancho y 8 de alto, contando al igual que el Salón Principal con una bóveda. Está orientado al norte, y fue destinado al almacenamiento de manuscritos en la segunda mitad del siglo xix.
 Cuenta con 47 estantes y tres mesas, y a él fueron trasladados los manuscritos tras el incendio de 1671, y fue este desplazamiento el que los salvó del incendio de 1872, pues no afectó a esta sala.
Relacionado con los manuscritos se halla el Salón del Padre Alaejos. 

Su principal referencia se encuentra en su testamento, donde dice que la sala «era entonces una pieza oscura como el dormitorio que es sobre el refitorio, y aun tenía menos la segunda luz de las ventanas que salen a los camaranchones por el lado».

Las fuentes de la época hablan de ella como una «biblioteca de manuscritos» o «librería de mano», pues en ella se hallaban códices de todo tipo.


Esta sala fue pasto de las llamas en 1671, y a partir de ahí perdió el valor que tenía.
Por último, está la Librería del Coro que alberga los libros cantorales utilizados para el rezo y el canto en el oficio divino. Son 221 volúmenes, hechos en pergaminos de pieles de distintos animales, y se hallan repartidos en una única estantería de once cuerpos.

  

Descripción de los principales fondos.

Latinos


Los códices latinos son, tradicionalmente, las obras predominantes de la Laurentina. En la actualidad, se conservan en torno a 1400 ejemplares, pero en la época de plenitud pudieron ser alrededor de 4000. Nuevamente, la base la aporta la biblioteca de Felipe II, que pese a no ser más que 9 códices eran de gran valor, como dan cuenta de ello los Evangelios escritos en letras de oro o el Apocalipsis Figurado atribuido a Juan Bapteur.

Poco a poco fueron llegan ejemplares, en una primera hora la mayoría provenientes de las bibliotecas de sus asesores. Así, Gonzalo Pérez aportó obras de autores clásicos como Tito Livio o Plinio, mientras que Páez de Castro o Arias Montano hicieron lo propio. Otra inyección importante se produce en 1571, cuando el monarca solicita a obispos de toda la nación que le envíen las obras de San Isidoro de Sevilla que posean para hacer una edición completa de sus escritos. Finalmente, como era de esperar, los libros enviados a Felipe II nunca llegaron a su destino y quedaron definitivamente en la Laurentina.

De Venecia también llegó un gran número, destacando 26 códices de alquimia. Por otro lado, el obispo de Plasencia Pedro Ponce de León donó un gran número de códices. También se adquirieron, en 1572, algunos manuscritos que habían pertenecido al rey Alfonso I de Nápoles. Diego Hurtado de Mendoza donó en torno a 300 volúmenes, de los cuales se conserva algo más de un quinto en el 2007.

Antes de la muerte de Felipe II se hicieron muchas aportaciones, fue sin duda la época más gloriosa. Tras su muerte, pese a que el proceso no se interrumpe, si es cierto que languidece. Durante el siglo xvii las principales aportaciones provienen del testamento del difunto rey, aunque a mediados de siglo el Marqués de Liche donó gran parte de la biblioteca del Conde-Duque de Olivares — la cual es, en el 2007, aproximadamente el 50% de los manuscritos que se conservan.

Con el terrible incendio de 1671 se perdieron unas 2000 obras, de valor incalculable. Junto con esa pérdida se daba, como sinergia, que los catálogos existentes perdieron su validez, por lo que durante un tiempo no se supo con exactitud los manuscritos que quedaban. Carlos III, en 1762, se encargó de poner fin a esto y encargó un catálogo que tardó tres años en hacerse. La colección de códices latinos sufrió lo indecible durante el siglo xviii, pues en una época de fervor patriótico se arrancaron páginas de algunos volúmenes, en especial el De habitu clericorum, porque vertían opiniones en contra de la nación.

Durante el siglo xix se estudian los manuscritos, y se publican minuciosos catálogos al hilo de las exigencias de la época. Sea como fuere, en el 2007 los manuscritos latinos ocupan 26 estantes de cuatro plúteos, que suponen más de 1300 obras.

Griegos.

La colección que se halló, en su mejor época, en el Real Monasterio de El Escorial abarcaba 1150 volúmenes, siendo una de las más importantes de Europa. De hecho, la adquisición de volúmenes griegos fue una de las grandes preocupaciones de Felipe II prácticamente desde que decidió organizar una gran biblioteca.

Así, en 1556 se trasladó un copista a París que transcribió docenas de códices de diversos campos. Es así como llega la primera colección, formada por 28 manuscritos. Sin embargo, es a partir de 1570 cuando el ascenso de las obras en griego se hace notable. Antonio Pérez donó 57 códices de su padre, lo mismo que Juan Páez de Castro hizo que algunas de sus pertenencias. De diversas abadías y monasterios llegaron códices en la década de los 70.
Las obras helénicas eran de tal importancia en la biblioteca de El Escorial que se contrató a un copista griego para que organizase y mantuviese en buen estado las compras y donaciones que llegaban a la Laurentina. Diego Hurtado de Mendoza, del que ya se ha hablado, donó 300 manuscritos con obras humanísticas. Previamente a la muerte de Felipe II la biblioteca está en plenitud, y las obras griegas que allí se hallan son una referencia en Europa.
Sin embargo, durante el siglo xvii el catálogo apenas crece. En estos años las labores que se llevan a cabo en torno a ellas son de catalogación y conservación, y de hecho la última aportación que se conoce, de 52 manuscritos, fue realizada en 1656 por Felipe IV. El devastador incendio que se produciría 15 años más tarde acabó con 700 códices griegos, aunque hay que sumar más pérdidas debido a los robos que se produjeron aprovechando el nerviosismo del momento — que hoy se conservan en las universidades de Upsala y Estocolmo.
Durante el siglo xviii se intentan publicar los fondos griegos, bajo el amparo de la corona. Sin embargo, durante la guerra con Francia de comienzos del siglo xix el catálogo helénico sufrió grandes desperfectos, y de hecho no se pudo hacer una catalogación científica completa hasta 1885 —además, esta no finalizó hasta 1967—. En total se cuentan, en el 2007, en torno a 650 manuscritos, que ocupan 9 estantes de tres plúteos.

Árabes.

La Real Biblioteca de El Escorial fue, en un primer momento, una excelente poseedora de manuscritos árabes. Los primeros se adquirieron en 1571 a través de Juan Páez de Castro. A partir de ahí se entrelazaban las compras con las obras incautadas en diversas batallas, como la de Lepanto.

En 1573 llega una nueva serie de obras, provenientes de Juan de Borja, que en el 2007 aún se conservan. A finales de la década se produce la gran aportación de Hurtado de Mendoza, entre la que se hallan 256 manuscritos de lengua árabe. En 1580 existían en torno a 360 volúmenes, pero debido a que prácticamente todos eran de temas médicos Felipe II puso gran empeño en aumentar su colección. Esta labor se encomendó a un miembro de la Inquisición, que revisó las obras incautadas e incorporó algunas a la Escurialense. Así, tras el fallecimiento de Felipe II se contaban en torno a 500 manuscritos.

En 1614 la Laurentina se enriqueció con la biblioteca íntegra de Muley Zidán, sultán de Marruecos. En total, 3975 libros que fueron revisados y clasificados, siendo conservados aparte del fondo ya existente. Cuando en 1651 el sultán de Marruecos pidió la devolución de su biblioteca se le denegó.
En el incendio de 1671 se perdieron 2500 códices. Se salvaron algunos de los más valiosos, como un Corán incautado en Lepanto, pero el destrozo fue irreparable. Cuando en 1691 un emisario del sultán de Marruecos intentó recuperar la biblioteca de Muley Zidán, se le dijo que absolutamente todos los libros habían perecido en el fuego.

Marruecos siguió interesado en recuperar su biblioteca, y varias décadas después, en 1766, se le encargó al secretario del sultán que fuese en misión diplomática a España para recuperarlos. Se le regalaron algunas obras, pero los bibliotecarios de la Escurialense ordenaron esconder los libros «buenos».

Llegados a los siglos XIX y XX apenas hay nuevas incorporaciones. Lo que se produce es una buena tarea de catalogación y estudio, especialmente en esto último ya que hasta la fecha apenas se había trabajado sobre ello. Es destacable la herencia que ha llegado a nuestro tiempo, pues en el 2007 los códices árabes de la biblioteca son casi 2000.

Hebreos.

Los manuscritos hebreos formaron en su mejor momento una colección de 100 volúmenes, todos ellos eran de importante valor debido a su escasez en España por las persecuciones realizadas por el Tribunal de la Santa Inquisición.

Los primeros fondos ingresaron en 1572, y entre ellos se hallaba una Biblia escrita en pergamino. Arias Montano, un reconocido hebraísta, fue el encargado de engrosar el catálogo de obras en hebreo en la biblioteca, haciendo acopio de obras antiguas y muy bellas. A finales de 1576 Hurtado de Mendoza donó 28 manuscritos, entre ellos el Targum Onkelos. Hacia 1585 ingresan algunos más, requisados por el Santo Oficio.
Durante el siglo xvii la colección se estanca hasta el año 1656, en el que se recibió una gran remesa proveniente de la biblioteca del Conde-Duque de Olivares. En el incendio de 1671 se perdieron 40 manuscritos, lo cual supuso más de 1/3 de los existentes. Después de esto, los libros en hebreo permanecieron durante un tiempo almacenados junto a los prohibidos por la Inquisición.
A lo largo del siglo xix se publican catálogos de estos códices, especialmente en la segunda mitad de siglo. Además, las obras de origen judío que se hallaban en la Laurentina fueron objeto de diversos estudios. Durante el siglo xx se siguió trabajando en la catalogación y descripción de las obras, hasta llegar a su estado actual. Se encuentran en un estante de cuatro plúteos, no llegando a las 80 unidades. El ejemplar más importante es la Biblia de Arias Montano, a la que ya se ha hecho referencia.

Castellanos.

Siguiendo la tendencia de los manuscritos hebreos, los castellanos tampoco son excesivamente numerosos aunque sí de indudable calidad. Felipe II albergó en la biblioteca obras escritas en romance, pese a los prejuicios que sobre ella existían en la época.
Debido a que son de lengua castellana, y por tanto más conocidos para la población española, más que su procedencia lo importante son las obras en sí mismas que se hallan.
En un primer momento, se encontraban manuscritos de Francisco de Rojas, Juan Ponce de León, Antonio de Guevara —estas últimas de gran valor, como su Crónica de la navegación de Colón— o Juan de Herrera.
De «palacio» llegaron obras de Francisco Hernández, de Alfonso X el Sabio y de Juan Bautista de Toledo. En 1576 de la biblioteca de Hurtado de Mendoza llegaron 20 códices castellanos, entre ellos el Cancionero de Baena. En los siguientes años llegan nuevas obras de Alfonso X el Sabio, así como de Isabel la Católica.
El incendio fue igual de devastador, en proporción, con las obras escritas en castellano. Durante el siglo xvii hubo pocos incrementos, siendo nuevamente la principal inyección la biblioteca del Conde-Duque de Olivares. No obstante, a partir de aquí las obras en castellano apenas aumentaron.
En la actualidad los manuscritos castellanos se guardan en el Salón de Manuscritos, ocupando una serie de plúteos de dicho espacio.

Otras lenguas.

De menor entidad son los fondos de obras escritas en otros idiomas, entre los que se pueden citar:

Alemanes
: existen dos códices en pergamino.

Armenios: hay otros dos códices, uno proveniente de la biblioteca de Hurtado de Mendoza.

Chinos/nipones: la colección es de 40 volúmenes, todos de grandísima importancia. Fueron, en su mayoría, regalados por el portugués Gregorio Gonzálvez a Felipe II.

Catalanes/valencianos: se conservan unos 50 códices, de entre los que destaca el Flos Sanctorum de finales del siglo xiii.

Franceses: en época de plenitud fueron casi 100, pero en el 2007 no llegan a 30. Destaca un Breviario de Amor de bellísimas ilustraciones.

Italianos: son aproximadamente 80, en su mayoría relacionadas con la música — como el comentario de Ars Amandi atribuido a Bocaccio.

Persas/turcos: se conservan casi 30, y se cree que en su mayoría proceden de la batalla de Lepanto.

Portugueses/gallegos: son solo 15, pero muy notables. Están relacionados con Alfonso X el Sabio e Isabel la Católica.


  

La biblioteca escurialense alberga el fondo árabe más importante de España.

 23 jul 2015 
corán

El curso Codicología árabe: la tradición manuscrita islámica y su recepción en la colección de El Escorial reúne a algunos de los más importantes expertos internacionales en este campo, haciendo especial hincapié en la colección del sultán Muley Zidán, que en el siglo XVII estuvo a un paso de provocar un conflicto internacional.

“Al final, siempre tiene la culpa un francés”, comenta entre risas el catedrático de Historia del Corán del Collège de France, François Déroche. Hace 400 años, su compatriota Jean Philipe Castelane, enviado del rey de Francia ante el sultán marroquí Muley Zidán, era apresado en las costas de Torrox por una pequeña escuadra española. El francés llevaba rumbo a Marsella con el firme objetivo de vender allí todo lo que almacenaban las bodegas de sus naves: ni más ni menos que 4.000 manuscritos pertenecientes a la biblioteca del sultán. Muley Zidán, poseedor de una de las colecciones de manuscritos árabes más importantes de su tiempo, había encargado al capitán galo transportar su valioso tesoro a Agadir, pero éste, en vista de que no le iban a pagar el porte, decidió cambiar de planes.
Pronto, lo que en apariencia no debería ser más que un pillaje en la interminable guerra por el Estrecho, se convirtió en un conflicto internacional. “El rey de Francia no quería saber nada. Marruecos hizo varias tentativas para recuperar los libros, pero fueron un fracaso”, explica el profesor Déroche, que apostilló que la Pax Hispánica del entonces monarca Felipe III prevalecía a ambos lados de los Pirineos.

Una colección de libros que, como apunta Déroche, estuvo a un paso de provocar una guerra:
“Hoy en día parece desproporcionado, pero en ese periodo fue un asunto muy importante”
De hecho, según sostienen los investigadores, se tienen datos de que, dos años después, un agente diplomático francés en Estambul estaba al tanto porque una embajada de Marruecos fue a pedir ayuda al sultán otomano para que hiciese presión sobre los franceses para conseguir los libros.
Una presión diplomática tan intensa en pos de recuperar un tesoro tan valioso que, al fracasar, llevó a la cárcel a todos los residentes galos en suelo marroquí por considerarlos parte del problema.

La Alhambra de los libros


4.000 volúmenes de medicina, filosofía, arquitectura, historia y religión por el que el sultán estuvo dispuesto a pagar un más que generoso rescate, al que el rey español siempre se negó. “La colección de Muley Zidán puede compararse con la Alhambra”, sostiene Déroche. Y es que, hasta principios del siglo XIX, la escurialense fue la biblioteca musulmana más importante de Europa.

“Es una foto de excepción”, subraya la directora del curso y profesora del departamento de Estudios Árabes e Islámicos de la Universidad Complutense, Nuria Martínez de Castilla. Y ello a pesar de que el incendio de 1671 quemó la mitad. Por suerte, los bibliotecarios lograron salvar 1.939 de estos volúmenes, incluidos los más antiguos del siglo XI. 
“No es tanto el valor de cada manuscrito en sí mismo. Sobre todo es el valor de tener en el siglo XII una biblioteca tan grande que se ha conservado tal cual”, precisa Martínez de Castilla.

Una oportunidad de excepción para los 16 alumnos del curso, de doce nacionalidades diferentes, que pueden, no sólo descubrir la historia de esta valiosa colección, sino también repasar sus páginas en las entrañas de la Real Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. “Se junta una buena colección, que se puede ver en directo, con unos buenos profesionales que la enseñan: es un cóctel perfecto”, exclama Martínez de Castilla.
Corán

Cuatrocientos años después de la dolorosa pérdida de su biblioteca, en 2013, el rey Juan Carlos I entregó al  monarca alauita, Mohamed VI, los 1.939 manuscritos que sobrevivieron al fuego y al paso de Napoleón. Un regalo para los tiempos que corren…en forma de copias digitalizadas.
































  

Reportaje
< RICA DECORACIÓN.

En la sala principal de la Biblioteca, la única a la que pueden acceder los visitantes, los frescos de la bóveda emulan a los de Ghirlandaio en la Biblioteca Vaticana. Las figuras representan a las matronas de las artes y a los grandes sabios. Felipe II ansiaba convertir esta biblioteca en una de las mejores del mundo.
En la mañanita fría de marzo, el visitante recuerda la biblioteca de El Nombre de la Rosa mientras el tren de cercanías que lo lleva a El Escorial va dejando atrás los bloques periféricos, los polígonos industriales, los desmontes, las basuras, las encinas, los rebañitos de ovejas con su pastor al frente. El visitante se apea y sube al monasterio por el Paseo de la Estación, una cuesta traidora que empieza suave, entre álamos, y termina brava y jadeante.

La cita es a las once. El visitante entra en el mayor edificio de Europa, se somete al detector de metales y asciende por una escalera de anchos peldaños, suelo, techo, muros de granito ensamblados sin adorno, como en el interior de una pirámide. Felipe II concibió este gigantesco cofre de piedra para que contuviera un monasterio, un palacio, un panteón real, un colegio y una biblioteca, un mundo.

"A Felipe II lo conocemos por la Armada Invencible, por la rebelión de su secretario Antonio Pérez, por la tragedia familiar de su hijo, el príncipe Carlos...", explica el padre Teodoro, bibliotecario de El Escorial, un agustino bajito y cordial que ha consagrado su vida a la ordenación y custodia de este tesoro.
El rey es menos conocido en su faceta de bibliófilo culto. Era el monarca más poderoso de la Tierra y quiso emular a la Biblioteca de Alejandría, reuniendo aquí la sabiduría del mundo renacentista y postridentino.

-¿Y lo consiguió?

-Era difícil. Piense usted que ya existían las Bibliotecas Vaticanas, la Laurenciana de Florencia y la Marciana de Venecia.
Piensa el viajero que la mejor biblioteca es también la expresión del prestigio y el poder. En la actualidad la más numerosa y surtida es la del Congreso de los Estados Unidos.
El padre Teodoro conduce al visitante a la magna sala que se enseña a los turistas. Los muros están cubiertos por estanterías de fina marquetería y la bóveda del techo por frescos que emulan las pinturas de Ghirlandaio en la Biblioteca Vaticana.

"Estas matronas", explica, "representan las siete artes liberales: Astrología, Geometría, Música, Aritmética, Dialéctica, Retórica y Gramática, y en los testeros están la Filosofía y la Teología. Las figuras que las acompañan son los sabios que destacaron en cada materia".

CAPRICHOS REALES

Al visitante le llama la atención que los libros de los estantes estén dispuestos de forma que el lomo quede hacia dentro y las cantoneras hacia fuera. "Como los libros son de diferentes colores, Felipe II hizo dorar las cantoneras para que los estantes hicieran juego con el pan de oro de la bóveda. También hizo tapar los estantes vacíos con lienzos que representaban libros. Era un impaciente".

El sol arranca destellos en la magnífica sala. Salimos a un pasillo, traspasamos una puerta y dos salas en penumbra que tienen los muros cubiertos de libros hasta el techo, descendemos por una escalera de madera estrecha y empinada, atravesamos otra sala pequeña llena de libros y entramos en una cuarta sala grande como un campo de tenis, también llena de libros en dos cuerpos, el más alto rodeado por un pasillo de madera. "Éste es el depósito principal de manuscritos", explica el padre Teodoro.
Felipe II no reparó en gastos. Además de adquirir los libros que le ofrecían los mercaderes, principalmente el griego Andrés Dalmario, despachó a hombres entendidos con "los avisos que conviene usar en la caza de libros para volver con mucha presa de ellos". Los embajadores en París, Roma y Venecia recibieron instrucciones para que compraran libros preciosos y manuscritos. Arias Montano se encargó de buscarlos en Flandes. De este modo comenzaron a llegar a El Escorial remesas de libros, a los que se unieron los que algunos cortesanos legaban al rey en su testamento y los que otros copistas producían. 
En 1573 Felipe II contrató al copista Nicolás Turrianós o de la Torre, natural de Creta, que vivió en el monasterio 30 años -el resto de su vida-, dedicado a copiar hasta 40 códices griegos y a clasificar los que llegaban, añadiendo, cuando era menester, la portada. El encuadernador Pedro del Bosque ennobleció muchas adquisiciones con sus encuadernaciones características en cuero melado, con la parrilla de San Lorenzo en el centro, a fuego.
Los 2.000 manuscritos y los 2.500 impresos que conformaban la biblioteca inicialmente fueron aumentando con documentos diplomáticos, cartas, noticias, episodios, diarios de viajes, mapas, partituras musicales y objetos científicos, esferas armilares, astrolabios, globos terráqueos. Y grabados, unas 7.000 piezas de madera y cobre procedentes de Roma, Venecia, Colonia, Nuremberg y otros famosos centros grabadores del momento. "Parte de los fondos llegaron por caminos insólitos", indica fray Teodoro. 
En la batalla de Lepanto se capturaron muchos libros, de los que fueron a parar a El Escorial 20 códices persas, árabes y turcos, entre ellos el famoso Alcorán de Lepanto, ricamente miniado. Felipe II apreciaba los libros del enemigo. De hecho, comisionó a un morisco, Alonso del Castillo, para que recorriera España buscándolos. El rey reía que la Inquisición quemaba los libros heréticos. 

"Y los quemaba", dice sonriendo el padre Teodoro, "pero El Escorial fue una excepción. Aquí se instaló un archivo de la Inquisición al que vinieron a parar muchas obras que, de otro manera, hubieran sido destruidas. Algunos libros incluso se depositaron cosidos para que no pudieran leerse, pero en cualquier caso, y afortunadamente, escaparon a la condena".

Examinamos un valioso libro en árabe. Llama la atención por la reducida caja del texto, que deja grandes márgenes en los que una mano calígrafa ha plasmado minuciosos comentarios en forma de pájaro o de árbol.

"De este modo, el libro, después de compuesto, se sigue hermoseando, y acrecienta su sabiduría", comenta el bibliotecario. Otra curiosidad de muchos libros árabes es que sus tintas contienen un potente insecticida, de manera que los insectos respetan lo escrito.

Muestra un ejemplar bellamente caligrafiado. "Éste pertenecía a la biblioteca del sultán de Marruecos Muley Zidán, un bibliófilo tan delicado como Felipe II. En 1612 la escuadra de Luis Gajardo apresó cerca de Agadir un navío que transportaba su biblioteca, 4.000 volúmenes que se depositaron en El Escorial. De hecho los fondos árabes son, después de los latinos, los más numerosos". Pero ¿tenía tiempo de leer Felipe II? "El rey vivía asfixiado por la burocracia pero aún así", dice el padre Sigüenza, "se holgaba de leer y se entretenía el tiempo que le quedaba de tantas y tan grandes preocupaciones".

Pasamos a otra sección. Observamos un manuscrito latino, grueso como una albarda, tanto que al abrirlo no se podría leer si no se pusiera un rodillo debajo del lomo que permita su completa apertura.

-¿Qué clase de papel es?

-No es papel, es pergamino: casi 2.000 folios de vitela, o sea de cordero tierno. Un rebaño inmenso sacrificado a la sabiduría y a la belleza.

En las salas de máxima seguridad, el padre Teodoro abre un enorme estuche en forma de libro y nos muestra la máxima joya de la biblioteca, el famoso Códice Áureo, los Evangelios escritos en letras de oro, la cumbre del arte librístico medieval. Repasa las hojas separadas por láminas de seda y muestra las elaboradas miniaturas de vivos colores, las finas líneas, el trazo preciso. Es imponente como una catedral románica, como una vidriera gótica, como una puesta de sol...

PIEZAS ÚNICAS

El Códice "es un regalo que le hizo a Felipe II su tía la reina de Hungría. Data de 1043. Si tuviera que salvar sólo un libro", reflexiona el bibliotecario, "sería éste, aunque tengo predilección por el Misal de Isabel la Católica, procedente de Guadalupe. Entonces estaba de moda entre la gente de alcurnia regalar libros miniados, Libros de Horas, que se atesoraban por su valor material, pero Isabel la Católica usaba el suyo. Se ve que está bastante fatigado".

Abre el fraile un armario metálico de los corrientes que se ven en cualquier oficina y aparecen seis estuches en forma de libro que va extrayendo por su orden y dispone sobre una mesa.

"Éste es el manuscrito de las Cantigas de Alfonso X El Sabio", dice pasando páginas bellamente iluminadas.
 "Casi 1.300 miniaturas que muestran la indumentaria, el mobiliario, los instrumentos musicales, los edificios, la guerra... la vida del siglo XIII. Este otro es el manuscrito más antiguo que tenemos: De baptismo de San Agustín, del siglo VI, que antes se atribuía al propio santo".

 El padre abre otros estuches y continúa: 
"Éstas son las obras de Santa Teresa, escritas del puño y letra de la santa, que Felipe II estimaba mucho".

Pasamos a otro departamento y el bibliotecario nos va diciendo: "El enemigo de los libros es el fuego. En el incendio de 1671 los frailes salvaron muchos libros arrojándolos a las lonjas a través de las ventanas y tapiando puertas para evitar que el fuego se propagara pero, aún así, ardieron unos 4.000 manuscritos, entre ellos un Beato de Liébana y el Lucense, celebre códice de los concilios visigóticos".
Entramos en una sala cuyas estanterías contienen microfilmes y el padre Teodoro me presenta a don Alberto Guzmán Manzano, el funcionario del Ministerio de Cultura que ha invertido 12 años en microfilmar los manuscritos e incunables de la biblioteca, además de los post-incunables editados entre 1501 y 1520, los impresos chinos y japoneses, obras monumentales del siglo XVI o impresos muy raros. En total, casi dos millones de fotografías.

"El master de la microfilmación está depositado en el subterráneo de máxima seguridad del Archivo Histórico Nacional", explica don Alberto, "pero los investigadores pueden acceder a dos copias, ésta de aquí y la del Palacio Real".

-¿Tienen muchos investigadores y visitantes?

-Investigadores, bastantes; visitantes, menos.

-Recuerdo haber visto una foto de la reina de Inglaterra.

-Sí, vino hace unos años. Nos preguntó si teníamos libros de caballos.

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