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jueves, 2 de febrero de 2017

400.-Los Reyes Felipe V, e Isabel de Farmesio, y la biblioteca Nacional de España.-a


Rey Felipe V de España.
 


Felipe V de  España,  creó de la Real Biblioteca.


(Felipe de Borbón o de Anjou, llamado el Animoso; Versalles, Francia, 1683 - Madrid, 1746) Rey de España (1700-1746). Segundo hijo del gran delfín Luis de Francia y de María Ana Cristina de Baviera, fue designado heredero de la Corona de España por el último rey español de la dinastía de los Habsburgo, Carlos II, que murió sin descendencia. La coronación de Felipe de Anjou en 1700 como Felipe V de España supuso el advenimiento de la dinastía borbónica al trono español.
En su primera etapa, el reinado de Felipe V estuvo tutelado por su abuelo, Luis XIV de Francia, a través de una camarilla de funcionarios franceses encabezada por la princesa de los Ursinos. Esta circunstancia indignó a la alta nobleza y la oligarquía españolas y creó un clima de malestar que se complicó cuando el archiduque Carlos de Austria (el futuro emperador Carlos VI del Sacro Imperio Romano Germánico) comenzó a hacer efectivas sus pretensiones a la Corona española, con el apoyo de los antiguos reinos de la Corona de Aragón, pues los catalanes mantenían su resentimiento hacia los franceses a raíz de la pérdida del Rosellón y la Cerdaña transpirenaicos.
Tras contraer matrimonio con Maria Luisa Gabriela de Saboya, Felipe V marchó a Nápoles en 1702 para combatir a los austriacos. Poco después regresó a España para hacer frente a los ataques de la coalición angloholandesa que apoyaba al archiduque Carlos de Austria y que precedieron al estallido de la guerra de Sucesión en 1704. El largo conflicto internacional adquirió en España un carácter de guerra civil en la que se enfrentaron las antiguas Coronas de Castilla y Aragón.
En 1707, la situación se tornó crítica para el soberano español, dado que, si bien había obtenido algunas victorias importantes, perdió el apoyo de Luis XIV de Francia, quien hubo de retirarse de la contienda a raíz de los reveses sufridos en el continente. Sin embargo, al margen de las alternativas en el campo de batalla, la muerte del emperador austriaco José I y la coronación como emperador del archiduque Carlos de Austria en 1711 dieron un vuelco radical a las cosas.
Si el origen del conflicto había sido el peligro de una unión de Francia y España, a pesar de la cláusula que lo impedía en el testamento de Carlos II, la nueva situación dio lugar a que británicos y holandeses dejaran de apoyar a Austria, también por razones geoestratégicas, y negociaran con España los tratados de Utrecht, de 1713, y de Rastadt, del año siguiente, por los que Felipe V cedía su soberanía sobre los Países Bajos, Menorca, Gibraltar, la colonia de Sacramento y otras posesiones europeas y al mismo tiempo renunciaba a sus derechos sucesorios en Francia, a cambio de lo cual era reconocido como rey de España.
Los catalanes, que entretanto habían proseguido la guerra en solitario, capitularon finalmente en 1715. El monarca emprendió entonces una profunda reforma administrativa del Estado de carácter centralista, cuyas líneas más significativas fueron el fortalecimiento del Consejo de Castilla y el Decreto de Nueva Planta de la Corona de Aragón, por el que disolvía sus principales instituciones y reducía al mínimo su autonomía.
Tras enviudar, Felipe V se casó enseguida con Isabel de Farnesio, quien se convirtió en su principal consejera y, tras apartar al grupo francés, tomó las riendas del poder con el propósito de asegurar el futuro de sus hijos, Carlos y Felipe. A través del cardenal Alberoni, promovió las campañas de Italia y de los Pirineos con la intención de recuperar los territorios perdidos a raíz de la guerra, pero la intervención británica impidió su propósito.
En 1723, a la muerte del regente francés, Felipe V abdicó en favor de su hijo Luis con la esperanza de reinar finalmente en Francia. Sin embargo, la muerte de Luis I ese mismo año a causa de la viruela lo llevó de nuevo al trono español. Esta segunda etapa de su reinado estuvo señalada por el avance de su enfermedad mental y el control que su esposa ejercía sobre los asuntos del reino. Las guerras de Sucesión de Polonia y Austria originaron los pactos de familia con Francia de 1733 y 1743, que clarificaron el futuro de los hijos de Isabel de Farnesio, al asegurar al infante Carlos el trono de España y al infante Felipe el Milanesado, Parma y Plasencia.
La ocupación de este territorio suscitó el bloqueo naval por parte de Gran Bretaña, cuyas graves consecuencias económicas para España no llegó a ver el rey Felipe. Le sucedió en el trono Fernando VI (1746-1759), último hijo de su primer matrimonio con Maria Luisa Gabriela de Saboya; al morir sin descendencia Fernando VI, el trono español recayó en Carlos III (1759-1788), primogénito del segundo matrimonio de Felipe V con Isabel de Farnesio.


  

Biografía de Real Academia de Historia..

Felipe V. Versalles (Francia), 19.XII.1683 – Madrid, 9.VII.1746. Rey de España.

Primer Rey de la dinastía de los Borbón. Segundo de los hijos de Luis de Borbón, Gran Delfín de Francia, y de María Ana Cristina Victoria de Baviera, y nieto, por tanto, de Luis XIV. En su educación influyeron decisivamente cuatro personas: su tía abuela, la duquesa de Orleans, hermana de Luis XIV que procuró que el niño superase su timidez; el médico Helvetius; la marquesa de Maintenon, la “esposa secreta” de Luis XIV, que intentó dotarle de afecto maternal (su madre había muerto cuando él tenía siete años); y el teólogo Fénelon, luego arzobispo de Cambrai, que le inculcaría una religiosidad ferviente y el rechazo a la disipación de la Corte versallesca. El 3 de octubre de 1700, el rey Carlos II, el último Austria, firmaba su testamento tras no pocas tensiones y el uno de noviembre murió. En el testamento se establecía que su sucesor debía ser Felipe, el duque de Anjou. A los diecisiete años, Felipe V asumiría las responsabilidades del trono español. El recibimiento en Madrid no pudo ser más triunfal. Desde el principio de su reinado, dejó muestras de su voluntad de respetar las costumbres y ceremonias hispánicas y asumir el relevante papel político de los nobles palaciegos que habían condicionado la resolución final del testamento de Carlos II en los términos que se produjo (el cardenal Portocarrero, el obispo Arias, Antonio Ubilla, el marqués de Villafranca, el conde de Santisteban, el duque de Medinasidonia...).

El 8 de mayo de 1701 se hacía público el compromiso matrimonial de Felipe con la princesa María Luisa Gabriela de Saboya. El primer encuentro entre Felipe y María Luisa se produjo en La Junquera y la ceremonia de la boda se celebró en el monasterio de Vilabertrán (Figueras). A Cataluña llegó Felipe tras un largo viaje a través del reino de Aragón. Tanto en Zaragoza como en Barcelona, recibió múltiples testimonios de apoyo y agasajos. En Barcelona, juró los fueros en las Cortes y concedió varios títulos de nobleza.

Las relaciones con Cataluña entonces no podían ser más idílicas, a lo que contribuyó la larga estancia (cinco meses) de luna de miel de los recientes esposos en el Principado. La princesa de los Ursinos, enviada por Luis XIV para controlar los movimientos y las relaciones de María Luisa de Saboya, llegó a tener enorme influencia sobre la joven Reina. En marzo de 1702, las potencias de la Gran Alianza (Inglaterra, Holanda y el Imperio), que se había constituido seis meses antes, declararon la guerra a Francia y España en defensa de la candidatura del archiduque Carlos de Austria a la sucesión de España, negando la validez del testamento de Carlos II. Dos años más tarde, a la Gran Alianza se unirían el ducado de Saboya y el reino de Portugal. La primera iniciativa de Don Felipe fue desplazarse desde Barcelona a Nápoles y Milán para intentar pacificar a la nobleza napolitana y controlar sus posesiones italianas amenazadas por los austrinos. Hasta su regreso de Nápoles (enero de 1703), María Luisa se ocupó en Madrid de los asuntos de Estado con notable eficacia.

Durante la guerra, la adhesión a Felipe V de Castilla fue casi absoluta. Sólo puede registrarse a favor del archiduque Carlos la conspiración nobiliaria de Granada (los condes de Luque y Eril y los marqueses de Cazorla y Trujillo) y determinados sectores de la nobleza cortesana que, por diversos motivos, eran hostiles a Felipe (Enríquez de Cabrera, almirante de Castilla; el conde de Corzana; el conde de Cifuentes; Oropesa; Medinaceli; Leganés; Lemos y pocos más), que sobre todo se radicalizaron desde junio de 1705 con la ocupación de Madrid por los aliados. En Valencia el campesinado fue austrino y la nobleza muy partidaria, en cambio, de Don Felipe. La guerra en el reino de Valencia tomó perfiles de revuelta social encabezada por Juan Bautista Basset. En Aragón, muy pocos nobles fueron leales a los Austrias (Sástago, Coscuyuela, Plasencia, Fuertes, Luna). Las ciudades aragonesas se dividieron, y destacaron por su apoyo a Felipe Jaca, Huesca, Calatayud, Alcañiz, Tamarit, Fraga, Caspe, Borja o Tarazona.

En Cataluña, aunque el peso de los austrinos fue muy grande desde 1704, no faltaron sectores favorables a Felipe V dentro de la nobleza (Cardona, Bac, Agulló, Potau, Taverner, Copons, Perelada, Aytona), del clero (obispos de Gerona, Lérida, Tortosa, Vic y Urgell) y algunas ciudades (Cervera, Berga, Manlleu, Ripoll, Centelles). Los navarros y los vascos se mostraron absolutamente fieles a Felipe de Borbón.

La guerra ocupó intensamente al Rey hasta su definitiva resolución en 1714. La movilidad de Don Felipe fue constante, determinada por los avatares bélicos: campaña en la frontera portuguesa tras el desembarco del pretendiente Carlos en Lisboa, con larga estancia del Rey en Extremadura (primavera de 1704); estabilidad en la Corte, con instalación en el Buen Retiro (hasta febrero de 1706), mientras se desarrollaban acontecimientos fundamentales de la guerra de Sucesión (pérdida de Gibraltar e incorporación de la mayor parte de la Corona de Aragón a la causa austrina); asedio frustrado a Barcelona tras la caída de la ciudad en manos del archiduque Carlos (abril-mayo de 1706); situación de máximo peligro, con salida obligada de Madrid y toma fugaz de esta ciudad por los austrinos (julio de 1706); retorno a Madrid, con estancia continuada (1706-1709), período en el que se produce la victoria borbónica de Almansa, que generó renovadas ilusiones en la causa de Felipe V; nueva crisis en 1710, que obligó al Rey a combatir directamente en el frente de Aragón (derrota de Almenara, retirada forzosa de la Corte de Madrid, que tuvo que desplazarse a Valladolid y Vitoria); revitalización posterior desde diciembre de 1710 (retorno a Madrid, victorias de Brihuega y Villaviciosa, asunción por el archiduque Carlos del Imperio Austríaco a la muerte de José I), que fue el pórtico al fin de la guerra.

El 11 de septiembre de 1714, las tropas borbónicas pudieron culminar el largo sitio de Barcelona, con la entrada en esta ciudad, que fue la que más se aferró a la causa de los Austrias.

La Paz de Utrecht legitimó el reconocimiento de Felipe V como rey de España por todas las potencias (salvo Austria, que no lo hizo hasta 1725), a cambio de la renuncia formal a sus derechos a la Corona de Francia, y otorgó a Inglaterra Gibraltar y Menorca, así como concesiones comerciales (derecho de asiento y navío de permiso), y al Imperio, los Países Bajos y las posesiones italianas. El fin de la guerra casi coincidió con la muerte por tuberculosis de la reina María Luisa (febrero de 1714). La Reina dio a Felipe cuatro hijos: Luis, el heredero; Felipe, que murió recién nacido; Felipe, que vivió sólo siete años; y Fernando, el futuro Fernando VI. Además de la princesa de los Ursinos, los personajes que tuvieron mayor protagonismo en las decisiones políticas de estos años fueron los franceses Orry y Amelot, el murciano Macanaz y el flamenco Bergeyck.

La irrupción de la nueva Reina, con la que se casó el Rey en Guadalajara, la parmesana Isabel de Farnesio, sobrina de Mariana de Neoburgo, la viuda de Carlos II, supuso el desalojo inmediato de la Ursinos, que se exilió a Francia primero y luego a Roma, la construcción de la Granja de San Ildefonso, como palacio de verano, y una mayor presencia de la Reina en las decisiones políticas.

Los decretos de Nueva Planta desmantelaron los fueros que permitían a los distintos reinos limitar el ejercicio del poder real. Los fueros navarros y vascos, en contraste, se mantendrían plenamente. En junio de 1707 se abolieron los fueros de Valencia y Aragón, en noviembre de 1715 los de Mallorca y en enero de 1716, los de Cataluña. La Nueva Planta trataba de hacer de España un Estado-nación en el que todos los súbditos quedaran sujetos a un régimen común, a unas mismas leyes, a una misma administración. El nuevo sistema institucional en los reinos de la Corona de Aragón se fundamentaba en la instalación en la cumbre del poder del capitán general que ejercía el mando militar y presidía la Real Audiencia, con la cual formaba una suerte de gobierno dual conocido como el Real Acuerdo; el territorio fue dividido en corregimientos y los grandes municipios fueron reorganizados según el modelo castellano (fin de la autonomía y designación de sus cargos por la autoridad real); el intendente, cargo de nueva creación, se situó al frente de la Hacienda, se estableció un nuevo régimen contributivo (Equivalente en Valencia, Catastro en Cataluña, Única Contribución en Aragón, Talla en Baleares); se suprimieron las Cortes, las Diputaciones de Cortes y las Juntas de Brazos (salvo en Navarra) y se constituyeron unas únicas Cortes de Castilla y Aragón, según el modelo castellano que representaban no a los estamentos sino a unas determinadas ciudades con voto, y se derogó el privilegio de extranjería en la provisión de cargos de la Audiencia, por el que tradicionalmente se reservaban los mismos a los regnícolas. En Valencia, se suprimió el Derecho Civil privado, lo que no ocurrió en los demás reinos. En Cataluña, se exigió que se sustanciaran en castellano las causas de la Audiencia y se suprimieron todos los estudios superiores de las distintas universidades, que se concentraron en la Universidad de Cervera. Pese al componente punitivo visible en la propia letra de los Decretos y a la implantación violenta de la nueva realidad administrativa, la valoración de la Nueva Planta exige algunas precisiones. La aplicación de la Nueva Planta fue distinta en 1707, lógicamente precipitada e improvisada, a 1715-1716, mucho más madura y reflexionada.

De los dos criterios que se barajaron —el radical de Macanaz, que postulaba un absolutismo ilimitado, con uniformización total según el modelo castellano; y el moderado de los Ametller o Patiño— se impuso el segundo. La situación foral previa era difícilmente sostenible, y el propio pretendiente a la Corona, el archiduque Carlos, postulaba un absolutismo muy posiblemente similar al que, a la postre, se implantó. La Nueva Planta no sólo afectó a la Corona de Aragón. Medidas como el despliegue de los intendentes subvirtieron la Planta castellana tanto como la Corona de Aragón. El catastro catalán se aplicaría a toda España con Ensenada años más tarde. Por otra parte, toda Europa, a lo largo del siglo xviii, caminaría en la misma dirección centralista, abierta por Felipe V (incluso el parlamentarismo inglés).

En una de sus agudas crisis depresivas, Felipe V abdicó en marzo de 1724, en su hijo Luis I. Las razones de tal decisión fueron complejas, pero sin duda debieron contar sus escrúpulos religiosos y el afán de evasión de responsabilidades en pleno hundimiento psicológico. No parece que tenga lógica el presunto interés de desembarazar de obstáculos su camino hacia el trono de Francia. Luis XV gozaba de buena salud y era altamente improbable que se diera tal oportunidad.

Su retiro en La Granja duró poco. Luis I murió de viruelas en agosto de 1724. En los pocos meses del reinado de Luis I, el control político de Don Felipe se dejó sentir en los hombres del primer gabinete ministerial de aquél, con la influencia del tándem Grimaldo-Orendain. El testamento de Luis I le devolvía la Monarquía a Felipe V y la reasunción del trono por éste supuso un relanzamiento de la influencia de Isabel de Farnesio y la búsqueda ansiosa de la salud del Rey con viajes frecuentes, como el que llevó a la Familia Real a Extremadura o la larga estancia en Sevilla, donde se alojó la Corte cinco años (1729-1733).

Con Isabel Felipe V tuvo siete hijos: Carlos, el futuro Carlos III; Francisco, que sólo vivió un mes; María Ana Victoria, futura reina de Portugal; Felipe, futuro rey de Nápoles-Sicilia; María Teresa, que se casó con el Delfín de Francia; Luis Antonio Jaime, futuro arzobispo-cardenal de Toledo; y María Antonia Fernanda, futura reina-consorte de Cerdeña.

Los primeros políticos después de la Nueva Planta fueron el parmesano Alberoni y el holandés Ripperdá.

Su ocupación principal fue en la dirección de recuperar los territorios italianos perdidos en Utrecht. En este revisionismo, debió de contar la voluntad de Isabel Farnesio, quien pretendía obtener para sus hijos algún trono italiano, ya que la sucesión de España se hallaba asegurada, en principio, para los hijos del primer matrimonio del Rey. El fracaso de Alberoni tras la expectativa inicial que había generado la expedición a Cerdeña (invasión con un ejército de 40.000 hombres y derrota del cabo Passaro), se reflejó en la formación de la Cuádruple Alianza europea (Francia, Inglaterra, Holanda y el Imperio) contra España que supuso la ruptura de las alianzas de la Guerra de Sucesión aislando políticamente a España. La reacción de los aliados implicó la invasión de las Provincias Vascas y de Cantabria en mayo y junio de 1719, el saqueo de Vigo y Pontevedra y la ocupación por Francia del Valle de Arán hasta la Seu d’Urgell, plaza que no se podría recuperar hasta 1720 y que se erigió en uno de los núcleos de la resistencia austrina en Cataluña que se prolongó hasta 1725 (destacó, en este sentido, el maquis guerrillero de Carrasclet). Ripperdá logró articular el tratado de Viena de 1725 de España con Austria que supuso, en la práctica, el fin de la Guerra de Sucesión, en tanto que generó el retorno de buena parte del exilio austrino europeo a España y la apertura de relaciones diplomáticas entre Felipe V y el emperador Carlos VI, antes archiduque Carlos.

A estos políticos aventureros les sucedieron los políticos tecnócratas reformistas españoles entre los que sobresalieron Patiño y Campillo. El primero fue el político más poderoso de España de 1726 a 1736; el segundo tuvo el máximo poder entre 1741 y 1743.

Ambos fundamentaron su carrera política en su experiencia previa al frente de intendencias. El legado de ambos fue positivo: mejoras en la administración fiscal —los ingresos del Estado se triplicaron—, eficacia en el aprovisionamiento militar con reestructuración del ejército —se sustituyó el tercio por el regimiento, se inició la recluta forzosa de los quintos, la creación de la Guardia de Corps, base de la Guardia Real, o la construcción de nuevos arsenales en Cartagena y Ferrol—, extirpación del contrabando o el traslado de la Casa de Contratación de Sevilla a Cádiz, entre otras acciones. Y en política internacional, Patiño llevó a cabo una estrategia oscilante: asedio frustrado a Gibraltar en 1727, giro proinglés (Acta de El Pardo y tratado de Sevilla), acercamiento a Portugal (enlaces de Fernando y María Ana Victoria con infantes portugueses), segundo tratado de Viena, reconquista de Orán, primer Pacto de Familia (1733) e involucración de España en la guerra de Sucesión de Polonia, de lo que, a la postre, resultaría el reconocimiento de Carlos, hijo de Felipe, como rey de Nápoles y Sicilia.

Campillo promovió por su parte la intervención de España en la Guerra de Sucesión de Austria y la firma del segundo Pacto de Familia (1743). La conclusión fue que en Italia se consiguió el ducado de Parma para otro hijo de Isabel Farnesio, el infante Felipe. Si el revisionismo de Utrecht en lo que se refiere a las posesiones italianas quedó relativamente satisfecho, no se logró en cambio la recuperación de Gibraltar y Menorca.

La racionalización administrativa fue uno de los mejores logros de la política de Felipe V. Se articularon las secretarías de Despacho, se convirtió el viejo sistema polisinodial en sistema ministerial con cuatro áreas (Estado, Guerra, Marina e Indias y Justicia y Hacienda). Y en el ámbito de ultramar se creó el virreinato de Nueva Granada, se multiplicaron las visitas de control y se organizaron expediciones científicas, como las de Jorge Juan y Antonio de Ulloa. El regalismo, la política de absorción de la jurisdicción eclesiástica por la soberanía real, generó no pocas colisiones con el Papado. El documento más representativo de los criterios regalistas fue el Pedimento fiscal de Macanaz de 1713. El Concordato de 1717 con la Iglesia supuso una marcha atrás de la posición del Rey y el exilio forzoso de Macanaz. El Concordato de 1737 implicó un cierto avance en la política de rearmar los derechos del Real Patronato frente a la Iglesia, la capacidad del Rey para controlar los nombramientos eclesiásticos y para intervenir en la tramoya económica de los intereses de la Iglesia.

La política económica del reinado de Felipe V se caracterizó por su voluntad reformista para intentar superar el retraso económico del que partía España y que reflejaban bien las encuestas de Campoflorido y las informaciones publicadas por Uztáriz. La Monarquía llevó a cabo una importante ejecución de obras públicas, la adopción de medidas proteccionistas (la introducción de tejidos producidos en Asia e imitados en Europa, con el nacimiento de la industria algodonera catalana reflejada en el surgimiento de fábricas de indianas dedicadas al tejido y estampado de algodón a base de materia prima hilada fundamentalmente en Malta), la creación de manufacturas reales —con las pañerías de Segovia y Guadalajara, la fábrica de algodón de Ávila, la cristalería de La Granja o las porcelanas del Buen Retiro de Madrid—, la erección de compañías privilegiadas de comercio, dentro de una política típicamente mercantilista potenciadora de los intercambios. La fiscalidad mejoró sensiblemente con los nuevos impuestos en la Corona de Aragón que al gravar las propiedades y no a los propietarios, redujo las exenciones que habían caracterizado tradicionalmente a los estamentos privilegiados. Se mantuvo la fiscalidad paralela de las rentas generales y de los estancos.

Por último, el reinado de Felipe V representó un gran impulso para el proceso de renovación cultural de la Ilustración ya iniciado con la generación de los novatores a fines del siglo XVII. Ciertamente, continuó la actividad represiva de la Inquisición (1.467 procesados en el reinado de Felipe V) con su penosa influencia sobre la cultura del momento, pero el reformismo monárquico se dejó sentir en iniciativas culturales a la larga provechosas como la creación de la Universidad de Cervera —que contaría con figuras brillantes, como los filósofos Mateu Aymeric y Antonio Nicolau, el matemático Tomás Cerdá y, sobre todo, el jurisconsulto Josep Finestres—, el establecimiento de seminarios de nobles para elevar la formación de la nobleza española —Seminario de Nobles de Madrid, relanzamiento del Colegio de Cordelles de Barcelona— y el nacimiento de las Academias. La Real Academia Española, con origen en la tertulia del marqués de Villena, se creó en 1714 con gestión cultural temprana y fructífera de la que fueron buenos indicadores el Diccionario de Autoridades y la Ortografía. 
La Real Academia de la Historia se gestó en casa del abogado Julián Hermosilla y se aprobaron sus estatutos en 1738. Agustín de Montiano fue su director en esos años. La Real Academia de Bellas Artes, larvada en la tertulia del escultor Olivieri, tuvo sus primeros estatutos en 1744, aunque su definitiva constitución se produjo en 1752. El apoyo prestado a la Regia Sociedad de Medicina de Sevilla —derivada de la tertulia sevillana de Muñoz Peralta— fue también constante a lo largo del reinado. Felipe V fundó, asimismo, la Real Librería o Biblioteca Pública, abierta al público en 1712, que empezó nutriéndose de los libros del Rey (más de 6.000) y que sería el germen de la futura Biblioteca Nacional de Madrid. También en el reinado de Felipe V empezaron la Academia Médica Matritense, la Academia de Buenas Letras de Barcelona, el Real Colegio de Cirugía de Cádiz y la Academia de Buenas Letras de Sevilla.

El dirigismo reformista se ejerció también en el ámbito artístico. La pasión constructiva de los Reyes se reflejó en la conservación de la herencia arquitectónica recibida de los Austria (Casa del Campo, Pardo, Zarzuela y, sobre todo, Buen Retiro), en la restauración de palacios (Balsaín) y la edificación del Palacio de la Granja y de Segovia y el Palacio Real de Madrid, tras la destrucción del Alcázar en 1734 por un incendio.

Se promocionaron pintores como Houasse, Ranc y Van Loo, con algún pintor de cámara autóctono como Miguel Jacinto Meléndez. También hay que destacar en el legado artístico de Felipe V, la Real Fábrica de Vidrio o Cristales de La Granja y la Real Manufactura de Tapices de Santa Bárbara. La música alcanzó un extraordinario desarrollo, sobre todo tras la llegada a España del músico Domenico Scarlatti y del tenor Carlos Broschi, Farinelli que, a través de su prodigiosa voz, se convirtió en la mejor terapia de los problemas depresivos del Rey. El pensamiento experimentó signos visibles del desperezamiento lastrado por la resistencia de no pocos sectores reaccionarios ante los retos de la modernidad europea. Las figuras de Feijoo y Mayans representaron las dos principales corrientes intelectuales de la época. El primero defendió una conciencia nacional española que no es ni el mimetismo respecto a lo extranjero ni la falsa pasión hacia lo propio de los casticistas. Mayans fundamentó su sentido nacional en la exaltación de la tradición cultural hispánica, despojada de lo supersticioso o folclórico. Los principales hitos culturales del período fueron: la publicación del primer volumen del Teatro Crítico Universal de Feijoo; el nombramiento de Mayans como bibliotecario real, con el apoyo del cardenal Cienfuegos; la edición de los Pensamientos literarios que propuso Mayans a Patiño y que constituyó todo un programa modernizador; la edición de la Medicina vetus et nova de Andrés de Piquer; el comienzo de la publicación del Diario de los literatos de España, primer gran periódico ilustrado, que se inició en 1737 y concluyó en 1742.

Una de las sombras que se proyecta sobre Felipe V es la presunta responsabilidad de la Monarquía en la imposición forzosa de la lengua castellana a costa de las lenguas vernáculas, en particular, el catalán. Es incuestionable que en el propio decreto de Nueva Planta se establecieron medidas coercitivas contra el catalán, pero también es notorio que la decadencia de la lengua catalana arrancó desde comienzos del siglo XVI, que la misma obedeció a múltiples factores y que, por último, la continuidad de la lengua catalana, no ya sólo ejercida en privado, sino a través de una literatura pública, es evidente. En 1727, los prelados del Principado disponen que no se permita explicar el Evangelio en otra lengua que la catalana. Contra los tópicos de la decadencia conviene recordar las múltiples ediciones de las obras clásicas de la literatura catalana que se llevan a cabo en el siglo XVIII. Se editaron, asimismo, en ese siglo diversas obras de defensa del catalán (Ferreres, Eura, Bastero, Tudó...).

No estuvo exento de limitaciones el reinado de Felipe V. La modernización fue superficial, se mantuvieron las estructuras heredadas del pasado sin transformación alguna en el régimen señorial y se conservaron los privilegios sociales. Pero en la valoración del reformismo de Felipe V debe tenerse presente que los logros acreditados y reconocidos de Carlos III no se hubieran alcanzado sin las semillas sembradas durante el reinado de Felipe V.

 

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Isabel, Reina consorte de Felipe V, Rey de España, 1692-1766, y su Biblioteca personal.
 


  


Isabel de Farnesio (Parma, actual Italia, 1692 - Aranjuez, España, 1766) Reina de España (1714-1746). Hija de Eduardo III, duque de Parma, en 1714 se convirtió en la segunda esposa de Felipe V. Dotada de una gran cultura y de indudable atractivo, a pesar de padecer las secuelas de la viruela, supo ganarse la voluntad del rey e imponer sus propios criterios en la corte. Así, logró ejercer una gran influencia en la política española: apartó de la corte a los elementos profranceses y patrocinó el ascenso de Giulio Alberoni y Johan Willem Ripperdá. Su política exterior estuvo centrada, sobre todo, en Italia, donde luchó por situar a sus hijos. De esta forma, Carlos (el futuro Carlos III de España) obtuvo Nápoles, y Felipe, Milán y Parma. Tras la muerte de su esposo, consiguió mantener su influencia en la política italiana, y llegó a ejercer la regencia española al morir sin sucesión su hijastro Fernando (Fernando VI) en 1759, a la espera de que su hijo Carlos llegase desde Nápoles para ocupar el trono.
Isabel de Farnesio tenía veintiún años cuando en 1714 se casó en Parma por poderes con Felipe V. Estaba previsto que se trasladará por mar a España, adonde debía arribar por Alicante. Pero dando muestras de iniciativa, se detuvo en Génova y decidió cambiar de planes y viajar por tierra, deteniéndose para rendir visita en su retiro francés a su tía doña Mariana de Neuburg, la viuda de Carlos II de España. En Pau, en el mes de noviembre, se produjo el encuentro de las dos reinas. Después, en Pamplona, se encontraría Isabel de Farnesio con Alberoni. El rey la esperaba en Guadalajara y la hasta entonces muy influyente Marie-Anne de la Trémoille, princesa de los Ursinos, se adelantó hasta Jadraque para darle la bienvenida.
El 23 de diciembre por la noche, en el viejo castillo de Jadraque, se produjo el tan esperado encuentro entra la princesa de los Ursinos e Isabel de Farnesio. No se sabe qué pasó entre las dos ambiciosas mujeres en aquella su primera y última entrevista que transcurrió a solas, pero el final fue tempestuoso.
 Según el relato de Louis de Rouvroy, duque de Saint-Simon, "la reina se puso en seguida a decir cosas ofensivas, a gritar, a llamar, a pedir que viniesen los oficiales de la guardia y a ordenar a madame de los Ursinos, de forma insultante, que se quitase de su presencia. La princesa quiso hablar y defenderse de los reproches que recibía; la reina, redoblando el furor y las amenazas, empezó a decir a gritos que echaran aquella loca de su presencia y de su casa".
Y así se hizo inmediatamente. "A las once de la noche, entre una nieve, un viento y un frío espantosos", como recordaba la propia princesa, fue conducida sin más dilación a la frontera francesa, con una fuerte escolta armada.
Aquel abrupto y fulminante final tuvo el inmenso poder que la princesa de los Ursinos había disfrutado en España durante los cruciales años del comienzo del reinado de Felipe V. Isabel de Farnesio no estaba dispuesta a tolerar rivales. El marqués de San Felipe atribuía la decisión a la "ambición de mandar" de la reina, y el ministro de Hacienda Jean Orry escribía:
"Hay que considerar esta acción simplemente como la decisión de la reina de aprovechar la primera oportunidad para ejercer su dominio sobre el rey."
Isabel de Farnesio partió de Jadraque hacia Guadalajara para encontrarse con Felipe V, que la aguardaba en el hermoso palacio plateresco de los duques del Infantado, impaciente por celebrar con su regia esposa la Nochebuena. Como escribió Saint-Simon: 
"El rey, habiendo dado la mano a la reina, la llevó en seguida a la capilla, donde se ratificaron expeditivamente las bodas. De allí a su habitación, donde en el acto se metieron en la cama antes de las seis de la tarde, para no levantarse más que para la misa del gallo".

Felipe V se conformó en todo con lo dispuesto por su esposa. Despedida la princesa de los Ursinos, su desgracia arrastró a sus colaboradores. El 7 de febrero de 1715 terminó la misión de Orry al frente de la Hacienda. El mismo día Melchor Rafael de Macanaz fue destituido de sus cargos y enviado al exilio. El padre Robinet fue sustituido como confesor real por el padre Daubenton. El único superviviente del gobierno caído fue el marqués de Grimaldo.
En cambio, personajes antes alejados del favor de la corte recuperaron su posición, como sucedió con el cardenal Giudice, amigo de Alberoni. Aprovechó el cardenal su nueva influencia para vengarse de su antiguo enemigo. En agosto de 1715 mandó procesar por la Inquisición a Macanaz, que se hallaba desterrado en París. En octubre de 1716 fue condenado y sus bienes confiscados. El proceso de Macanaz fue uno de los más escandalosos ejemplos de utilización política de la Inquisición. Si el de Macanaz fue un caso expresivo de lo resbaladizo que es el poder, muy pronto volvería a experimentar Giudice lo tornadizo de la fortuna. Giudice fue desterrado en 1717 y Macanaz permaneció fuera de España hasta que en 1748 se le ordenó regresar, pero no para mejorar su suerte, sino para ser encarcelado, hasta que en 1760 recobró la libertad.



Felipe V tenía dos obsesiones, el sexo y la religión. Con humor lo expresaba Giulio Alberoni, afirmando que lo único que el rey necesitaba era "un reclinatorio y una mujer". La mujer fue primero María Luisa Gabriela de Saboya y, a partir de la Nochebuena de 1714, Isabel de Farnesio. A ella se entregó Felipe V sin límite ni medida. El embajador francés Saint-Aignon escribía en 1717:
"El monarca se está destruyendo visiblemente a causa de la utilización excesiva que hace de la reina. Está completamente agotado."
Fue a través de esta debilidad del rey como la reina se hizo poderosa e influyente, en la alcoba y en el reino. Isabel de Farnesio utilizaba el placer al servicio de su designio de poder, de su ambición de mando. Pero este control que ejercía sobre el rey, y a través de él sobre el poder y el gobierno de la monarquía, para que resultara todavía más eficaz debía ser exclusivo, y así puso en práctica otro recurso típico, aislar al monarca de toda otra posible influencia. La reina Isabel, ayudada por Giulio Alberoni, fue también maestra en el arte de monopolizar a Felipe V, "manteniendo totalmente al rey Felipe para ellos y haciendo que resultara inaccesible para todos los demás", como observaba Saint-Simon.
Es así como el rey mandaba en España y la reina en el rey. Isabel de Farnesio, sin poseer un gran talento político, disfrutó durante los largos años de reinado de su marido de un gran poder. Enérgica, voluntariosa, ambiciosa, su figura preside medio siglo de la historia de la monarquía española. La reina Isabel tenía personalidad, pero aunque algunos la criticaban, otros, como el duque de Saint-Simon, que era un verdadero experto en realeza, la alababan:
 "Era realmente encantadora [...] con un aire de grandeza y una majestad que nunca la abandonaban."
En torno a la reina otros personajes influían y participaban en el poder. Fundamental fue desde 1715 Alberoni, que contaba con la confianza de la reina y que actuó como un verdadero primer ministro, con influencia decisiva en la orientación de la política exterior española inmediatamente después del tratado de Utrecht. También fue importante el confesor real, el padre Daubenton, a quien el rey recurría constantemente para consultarle sobre sus infinitos escrúpulos religiosos y también para pedirle consejo sobre los más variados asuntos de estado, pues si en una monarquía absoluta de derecho divino resulta siempre difícil distinguir el ámbito temporal del ámbito espiritual, en la insegura e indecisa conciencia del rey Felipe V resultaba casi imposible.


  

Isabel de Farnesio.


Biografía

Isabel de Farnesio. Parma (Italia), 25.X.1692 – Aranjuez (Madrid), 11.VII.1766. Reina de España, segunda esposa de Felipe V, madre de Carlos III.

Era hija de Odoardo Farnesio, duque de Parma, y de su esposa, Dorotea Sofía de Neoburgo, que era hermana de la reina Mariana, esposa de Carlos II. Su padre falleció muy pronto y su madre volvió a casarse con el hermano de su difunto esposo, el duque Francisco, que actuó como padre para su sobrina Isabel.

Su vida en la Corte parmesana fue sencilla. Su suerte cambió en 1714, al ser elegida para casarse con Felipe V, que ese mismo año había perdido a su primera esposa, María Luisa Gabriela de Saboya. Isabel era joven, pero no una niña. Hermosa y de buen porte, se hallaba algo afeada por las marcas de la viruela que había padecido en su niñez. Había recibido una educación esmerada, especialmente desde el punto de vista artístico. El abate Alberoni, que era agente en Madrid del duque de Parma y que se había ganado la confianza de la Corte española, defendió la causa de la princesa parmesana y logró convencer al Rey y a la princesa de los Ursinos de la conveniencia de ese matrimonio. La razón de Estado hizo que Felipe V se inclinara por la candidata italiana, Isabel de Farnesio, que tenía a su favor el aportar a la dinastía borbónica sus derechos a la sucesión de los estados de Parma y Toscana. La Paz de Utrecht, recién acordada, había ratificado la pérdida de los dominios españoles en Italia, pero Felipe V no se resignaba, y nada mejor que los derechos de Isabel de Farnesio, para ayudar a reivindicar en el futuro los territorios perdidos. El marqués de San Felipe explicaba la importancia política de la elección de la princesa parmesana:

 “[...] las utilidades que hallaba el Rey en este casamiento, porque no teniendo hijos su tío, era heredera del Estado de Parma y Piacenza, y tenía los derechos inmediatos a la Toscana, [...] que era éste el único medio de volver a poner el pie en Italia el Rey Católico, y que al fin no había otra princesa heredera en Europa digna del tálamo del Rey”. 

Aunque Alberoni la presentó como una criatura ingenua y sencilla, demostraría inmediatamente su ambición política.

El 16 de septiembre de 1714 se celebró el matrimonio por poderes en Parma. El siguiente día 22 partió Isabel hacia su nuevo reino. El viaje se hizo lentamente.

Estaba previsto ir a Génova y, desde allí, por mar, hasta España, pero, alegando que navegar le sentaba mal a su salud, cambió de planes y decidió viajar por tierra. En San Juan de Pie de Puerto, la nueva reina se encontró con su tía, la reina viuda Mariana de Neoburgo, que se hallaba retirada en Bayona.

En Pamplona la esperaba su gran valedor, Alberoni.

El marqués de San Felipe recogía las intrigas urdidas durante el viaje:

 “Es muy oscuro lo que quedó acordado en San Juan de Pie de Puerto entre las dos Reinas; cierto es que la reinante salió instruida y noticiosa de la inmoderada autoridad de la princesa, de su ambición al mandar y del rígido sistema de apartar de los oídos de los Reyes cuantos no eran sus parciales y amigos. En Pamplona, donde la encontró Alberoni, acabó de confirmarse en el dictamen, que era ya insufrible en el Palacio la princesa, porque aquél, con la libertad de ministro de su tío, tuvo ocasión de dar a entender a la Reina sería la princesa su inquietud”.
El Rey esperaba a Isabel en Guadalajara y la princesa de los Ursinos se adelantó hasta Jadraque para darle la bienvenida. Su idea era repetir con Isabel la alianza que la había unido a María Luisa, pero las cosas sucederían de muy distinta manera. El 23 de diciembre, por la noche, en el viejo castillo se produjo el encuentro entre las dos mujeres. No se sabe con certeza lo que pasó entre las dos en aquel su primer y último encuentro, que transcurrió a solas. Pero la entrevista fue tempestuosa y tuvo como ganadora a Isabel. En este duelo entre las dos mujeres, Felipe V no estuvo presente. Isabel de Farnesio ni siquiera había visto nunca a su esposo cuando tomó la decisión de expulsar a la princesa. El duque de Saint-Simon y el marqués de San Felipe dan una versión parecida de lo sucedido. Este último escribió: 

“Preocupada de estas impresiones la Reina llegó a Jadraque; se encontró con la Princesa, que después de las primeras palabras de obsequio la quiso advertir que llegaba tarde en noche tan fría, y que no estaba prendida a la moda.
Escandalizada la Reina del modo o de la temprana licencia de advertir, mandó en voz airada al jefe de las guardias del Rey, que la servía, que se la apartasen de delante y que, puesta en un coche, la sacasen luego y condujesen fuera de los reinos de España, dándola el epíteto de loca. Valor hubo menester la Princesa para resistir este golpe; más la Reina para mandarlo, sin haber visto aún la cara del Rey. Fue luego obedecida la orden sin dejar que amaneciese [...]”. 

Isabel de Farnesio no estaba dispuesta a tolerar rivales. El resultado de la entrevista de Jadraque ocasionó general sorpresa y estupor. El marqués de San Felipe decía: 
“Ninguna acción en este siglo causó mayor admiración. Cómo esto lo llevase el Rey es oscuro; hay quien diga que estaba en ello de acuerdo”.
 En Jadraque Isabel había comenzado a reinar. Tras apartar a la princesa de los Ursinos, sólo le quedaba luchar contra el recuerdo de la reina difunta, María Luisa Gabriela de Saboya. Le costaría borrarla de la memoria popular, pues había sido muy querida.

Desde Jadraque, Isabel de Farnesio salió hacia Guadalajara, para encontrarse con el Rey, que la aguardaba en el palacio de los duques del Infantado. Saint- Simon hace el siguiente relato del encuentro de los dos esposos:

“La reina llegó la tarde de la vigilia de la Navidad, a la hora fijada, a Guadalajara, como si no hubiera pasado nada. El rey, lo mismo, la recibió en la escalera, le dio la mano, y de inmediato la llevó a la capilla, donde el matrimonio fue en seguida celebrado de nuevo; porque en España la costumbre es casarse por la tarde; de allí a su habitación, donde en el acto se metieron en la cama antes de las seis de la tarde para levantarse para la misa de medianoche. Lo que pasó entre ellos sobre el acontecimiento de la víspera fue enteramente ignorado. No hubo aclaraciones posteriores. Al día siguiente, día de Navidad, el Rey declaró que no habría ningún cambio en la casa de la Reina, toda compuesta por la princesa de los Ursinos, lo que tranquilizó un poco los ánimos. Pasada la Navidad, el siguiente día, el rey y la reina, solos, juntos en la misma carroza y seguidos de toda la corte, tomaron el camino de Madrid”.

La unión de los Reyes fue desde el principio absoluta.

El Rey seguía teniendo dos obsesiones, el sexo y la religión, y se entregó a su esposa sin medida y sin límite. Fue a través de la dependencia del Rey como la Reina se hizo poderosa e influyente. Isabel de Farnesio desplegó una gran estrategia. Tenía una misión que cumplir, “el secreto de los Farnesio”, la gloria de los Borbones españoles, la recuperación de Italia, el trono para sus hijos. Su país de origen, su familia y la herencia italiana la obsesionaban. Al servicio de su misión consagró su vida entera. Felipe e Isabel estaban siempre juntos, juntos en el lecho, juntos en la mesa, juntos en los consejos de gobierno, juntos en la caza y las diversiones. No se separaban nunca. Su vida transcurrió entre Madrid y los Reales Sitios, especialmente el nuevo palacio de La Granja que hicieron construir para su retiro.
El 10 de enero de 1724, Felipe V abdicó a favor de su hijo primogénito Luis. Dejó la Corte de Madrid y se retiró a La Granja de San Ildefonso. Isabel, como fiel esposa, le siguió en su retiro. Lamentó mucho su alejamiento del poder, aunque, debido a la inexperiencia del nuevo Monarca, los Reyes siguieron influyendo en la política de la Monarquía española. Su vida en La Granja fue entonces muy sencilla, sin lujos ni ceremonias, dedicados a las prácticas religiosas, la caza y los paseos. Se consagró a una de sus mayores aficiones, el arte, rodeándose de una espléndida colección de pinturas y esculturas. Sin embargo, el retiro fue corto. Luis I murió el 31 de agosto de 1724.
Isabel aprovechó la circunstancia para influir en su esposo Felipe, para que volviera a ceñir la Corona. Así sucedió, y comenzó su segundo reinado, tiempo en el que la Reina se consagraría a desarrollar una enérgica acción política. Apoyaba al Rey continuamente, ayudándole en el gobierno, y en algunas de las peores crisis de su enfermedad depresiva llegó a sustituirle, como ocurrió en 1727. Siempre pendiente, vigilaba que no se repitiera la abdicación, como sucedió en mayo de 1728, cuando Felipe V intentó enviar un documento de renuncia al Consejo de Castilla, que fue interceptado por la Reina.
Durante un quinquenio, de 1729 a 1733, los Reyes residieron en Andalucía, adonde habían ido tratando de distraer al Monarca de sus depresiones. En esos años visitaron diversos lugares. Salieron de Madrid el 7 de enero de 1729 para encontrarse con la Familia Real portuguesa en la frontera, en el río Caya, con motivo de las dobles bodas de la infanta María Ana Victoria con el príncipe del Brasil, José, y de Bárbara de Braganza con el príncipe de Asturias, Fernando.
Celebrado el intercambio de princesas, desde Badajoz, lugar donde residieron los Reyes durante esos días, en lugar de regresar a Madrid, el 27 de enero marcharon a Sevilla, donde hicieron su entrada solemne el 3 de febrero. Tras unas semanas de estancia, en las que la Familia Real fue muy agasajada. El 21 de febrero se trasladaron a la Isla de León. Del 28 de febrero al 3 de marzo visitaron Cádiz. En la Isla de León permanecieron un mes, y después regresaron a Sevilla, donde llegaron el 10 de abril. Desde finales de junio hasta finales de septiembre residieron en Sanlúcar de Barrameda. La primavera y el verano de 1730 lo pasaron en Granada. De nuevo en Sevilla la salud del Rey empeoró y nada pudo hacer Isabel para animarle, a pesar de todos sus desvelos. Finalmente, el 16 de mayo de 1733 los Reyes dejaron Sevilla, de regreso a Madrid.
El control que Isabel de Farnesio ejercía sobre el Rey y, a través de él, sobre el gobierno de la Monarquía española, para que resultara todavía más eficaz debía ser exclusivo, y así procuró aislar al Monarca de toda otra posible influencia. Saint-Simon explicaba los recursos utilizados por Isabel de Farnesio:

 “Arrogante, arrebatada, violenta incluso con el rey, le trata en ocasiones con humor, que no le falta, y algunas veces con habilidad; pero su éxito ha sido diverso. [...] Deseosa de autoridad, de saber y de tomar parte en todas las decisiones, sin osar mostrarlo demasiado. [...] El rey tiene necesidad de dirección y de una gran paciencia, sería infinitamente perjudicial estar mal con ella [...], si no se la tiene favorable, al menos que no sea contraria. Pero ella no tiene éxito siempre, incluso en lo que muestra al rey desear”. 

Isabel de Farnesio disfrutó, durante los largos años de reinado de su marido, de un gran poder. Obtenía del Rey casi todo lo que se proponía, Felipe V pocas veces le negaba algo.

Y cuando el Rey caía en sus estados de postración, sobre todo en la última etapa del reinado, la casi totalidad del peso del gobierno reposaba sobre sus hombros y ella lo asumía con la ayuda de algunos ministros de su confianza. Como observaba Saint-Simon, Isabel prefería el trato con hombres, mejor que con mujeres. Nunca tuvo una favorita entre sus damas. El mundo de Isabel era el mundo masculino, el mundo del poder. Y para ejercer el poder no bastaba su relación con el Rey, era también fundamental su relación con los ministros, una relación diferente, pero también muy estrecha. Alberoni, Ripperdá, Patiño la utilizaban para llegar al Rey y ella los utilizaba para obtener sus fines. Para los ministros el consentimiento de Isabel era importante, su oposición era casi insalvable.

No influyó sólo en el ámbito político, desarrolló además un brillante patronazgo artístico.

Con el paso de los años, la Reina perdió la belleza de su juventud, por la edad, los numerosos embarazos y su desmedida afición a comer mucho y bien; pero nunca perdió su encanto, su energía y su ambición.

Isabel de Farnesio tenía personalidad, a veces seductora, a veces avasalladora. Muchos la criticaban, pero otros la alababan. El duque de Saint-Simon, que la conoció durante su embajada en España, aunque le negaba verdadero talento político y criticaba sus defectos, también le dedicó grandes elogios: 

“La Reina de España tiene tanta gracia en su talle, en todo lo que hace y dice, en su espíritu y en todas sus maneras, es tan natural aún y tiene tanta soltura aparente, que se olvidan al momento los daños que la viruela le ha hecho y esto aumenta los encantos y la intención de su espíritu. Sería todavía mejor y de más alcance, si no careciera de toda educación y cultura. Su familiaridad, aunque grande, no ofende en nada la majestad y no sirve más que para hacerla amable. Sigue todas las prácticas de devoción de su país y del que ahora habita, sin ninguno de los escrúpulos del rey. [...] Parece unida al rey hasta el olvido de ella misma, con una atención a complacerle en cosas, en discursos, en alabanzas grandes y continuadas que nada distrae ni un momento, y con una amabilidad hacia él tan absoluta y que parece tan fácil y tan natural, que con frecuencia uno se equivoca en creer que es de su propio gusto lo que es lo menos, bien que continuo, fatigoso, aventurado, molesto. Tal es este particular tête-à-tête que no hubo jamás uno parecido, esta asiduidad de todos los días a la caza, embarazada, enferma, recién parida, expuesta al peligro infinito de los carruajes y a todos los daños del aire libre y otras mil cosas que, sin cesar, se suceden y se repiten. Se creería incluso que tiene aversión por lo que a ella le gustaría más, el juego, la música, que conoce a la perfección, las fiestas y las diversiones de una gran corte, en una palabra, el mundo, al que ella sería completamente apropiada, y la conversación que sostiene y en la que participa muy agradablemente y varias incluso a la vez, tanto como las ocasiones se presenten. Naturalmente buena, compasiva y alegre, se inclina a la broma y a burlarse de las ridiculeces, que remeda a la perfección. Sus bromas son finas y casi siempre corteses; pero nada faltaría al picante, si quisiera permitirlo; tiene con bastante frecuencia un aire de modestia y embarazo y gran cuidado en hablar y en entretener a cada uno, cuando es el momento conveniente, con una atención que impulsa a mostrarse solícito con ella. [...] Monta bien a caballo y es atrevida, baila a la perfección y con majestad toda clase de bailes, está hecha para el paseo, es ligera, camina y actúa con la mayor gracia del mundo. Extremadamente desigual y algunas veces ruda, infinitamente viva, siente todo de manera muy intensa, pero no es nada atolondrada. Es enemiga de toda afectación y disimulo tanto como le es practicable, por encima de los atavíos y adornos a los que se acomoda por gusto del rey y por ciertas conveniencias, detesta los enredos, en los que de buena gana hace caer a las mujeres y prefiere el trato con los hombres”.

Muy unida al Rey, no lo estuvo demasiado con el pueblo español. Como indica Carlos Seco, Isabel “alejó a su marido del afecto de sus súbditos casi tanto como María Luisa le había aproximado a él”. Saint-Simon observó la falta de sintonía con sus súbditos españoles: “Su acritud y el poco miramiento en sus palabras sobre los españoles, y en particular sobre las damas, han acabado por enajenarlos y la comparación entre la difunta reina y ella ha sido el colmo. El rey comparte este distanciamiento de los ánimos, que estallan a veces en imprecaciones en voz alta, en lugar de aclamaciones, cuando SS.MM. pasan, y sobre todo cuando se marchan de Madrid. Raramente, en las ocasiones más comunes a los españoles, son acogidos por la multitud con aclamaciones, y los oídos de la reina son con frecuencia ofendidos por el grito público de “¡Viva la Saboyana!”.

Cumplió con el deber de dar descendencia a la Corona.

Aunque la sucesión de Felipe V estaba, en principio, asegurada por los hijos del primer matrimonio del Rey, Isabel tuvo una familia numerosa de siete hijos, a los que se esforzó en situar convenientemente, consiguiendo el triunfo de ver a su hijo primogénito en el trono español. Tuvo cuatro hijos y tres hijas.

El primogénito fue Carlos, nacido el 20 de enero de 1716, que llegó a ser rey de las Dos Sicilias y rey de España. Francisco, que nació el 21 de enero de 1717, sólo vivió un mes. María Ana Victoria, la primera de las niñas, nació el 31 de enero de 1718 y llegó a ser reina de Portugal. Otro infante, Felipe, nacido el 1 de marzo de 1722, obtendría la herencia de los Farnesio y sería duque de Parma. El 11 de junio de 1726 nació su segunda hija, la infanta María Teresa, que se casaría en 1745 con el príncipe Luis, Delfín de Francia, hijo de Luis XV, pero no llegaría a ser reina de Francia, pues murió de parto en 1746. Luis Antonio, nacido el 25 de julio de 1727, el infante cardenal, fue el compañero de su madre, pero tuvo una vida atípica, tras abandonar la carrera eclesiástica acabaría por contraer un matrimonio desigual. Y por último nació el 17 de noviembre de 1729 la infanta María Antonia Fernanda, que se casaría en 1750 con Víctor Amadeo de Saboya y se convertiría en reina de Cerdeña. Isabel de Farnesio fue una gran madre. Como destacaba Saint-Simon, “sentía pasión por sus hijos, por afecto y por razón y estaba dispuesta a intervenir en todo lo que fuera menester para facilitarles grandes establecimientos”.

Los problemas de una reina viuda, sobre todo cuando no era hijo suyo el heredero del trono, como era su caso, estremecían el ánimo de Isabel. Le atemorizaba el día en que se vería despojada de su privilegiada situación. El alejamiento del gobierno era su desgracia más temida. Llevó mal la abdicación de Felipe V en 1724. Le preocupaba todavía más que el Rey falleciera. Ya en 1722 Saint-Simon describió los temores de la Reina a quedarse viuda:

  “Está preocupada por lo que le sucederá si el rey, que ha tenido enfermedades amenazantes, llegara a faltar, impresionada por el estado de la reina viuda y de la última reina madre, y oculta este tipo de reflexión y las opiniones que surgen con mucho arte y esmero”.

A la muerte de su esposo en julio de 1746, Isabel de Farnesio no tuvo más remedio que ceder el protagonismo a los nuevos reyes, Fernando y Bárbara. Pero no se resignó y llevó muy mal su forzado retiro en el palacio de La Granja, donde vivió recluida desde 1747.

Con enorme satisfacción recuperó el primer plano del poder en 1759 a la muerte de Fernando VI, como gobernadora del reino hasta la llegada de su hijo Carlos III. Intentó influir en los primeros años del nuevo reinado, pero su hijo, aunque le manifestaba un gran respeto, no parece que hiciera demasiado caso a sus recomendaciones. Pese a todo, como Reina madre conservó su pasión de mandar, y el instinto político no lo perdió nunca. En 1766, con ocasión del motín contra Esquilache, aconsejó a su hijo que no abandonara Madrid, pero él no siguió su consejo. Dejó la capital, siguiendo a su familia, y murió poco después en el palacio de Aranjuez, veinte años después de su esposo el rey Felipe V. Fue enterrada junto a él en la capilla del Real Sitio de La Granja de San Ildefonso.

 

Bibl.: L. de Saint-Simon, duc de Rouvroy, Mémoires, Paris, Truc, 1953-1961, 7 vols. (Bibl. de la Pléiade); V. Bacallar y Sanna, marqués de San Felipe, Comentarios de la guerra de España e historia de su rey Felipe V, el Animoso, ed. y est. prelim. de C. Seco Serrano, Madrid, Atlas, 1957 (Biblioteca de Autores Españoles, 99); J. del Campo-Raso, Memorias políticas y militares para servir de continuación a los “Comentarios” del Marqués de San Felipe, Madrid, Biblioteca de Autores Españoles, 1957; L. de Taxonera, Isabel de Farnesio, Barcelona, Planeta- De Agostini, 1996; M. Mafrici, Fascino e potere de una regina. Elisabetta Farnese sulla scena europea (1715-1759), Cava di Tirreni, Avagliano Editore, 1999; M.ª V. López-Cordón, M.ª Á. Pérez Samper y M.ª T. Martínez de Sas, La Casa de Borbón. Familia, corte y política, Madrid, Alianza Editorial, 2000, 2 vols.; M.ª Á. Pérez Samper, Isabel de Farnesio, Barcelona, Plaza y Janés, 2003; Poder y seducción. Grandes damas de 1700, Madrid, Temas de Hoy, 2003; M. Simal López, “Isabel de Farnesio y la Colección Real Española de Escultura. Distintas noticias sobre compras, regalos, restauraciones y el encargo del Cuaderno de Aiello”, en Archivo Español de Arte, LXXIX, 315 (julio-septiembre de 2006), págs. 263-278

Libros de la Reina.

  

Los libros pertenecientes a la reina presentan una encuadernación característica de color avellana, con los escudos acolados de Felipe V e Isabel de Farnesio. En la Biblioteca Histórica se han localizado 48 ejemplares con esta procedencia, en su mayor parte de obras impresas en el siglo XVIII, todas ellas escritas en francés.



Libro encuadernado

Isabel de Farnesio reunió una importante biblioteca para su uso privado. Gran lectora, con el tiempo su colección, de más de ocho mil volúmenes, se convirtió en una de las más importantes de su época. Inteligente y culta, dominaba el francés y el italiano, también sabía latín y alemán y pronto aprendió español. 
Su colección estaba formada por libros de narrativa, obras científicas, arte, gacetas y almanaques. Interesada por el momento histórico que le había tocado vivir,  recogía información sobre  política,  biografías, filosofía, viajes y emblemas, libros que dos libreros franceses a su servicio le hacían llegar desde París  o bien eran enviados por sus hijos desde Italia.


Real Biblioteca.
 

  


La Real Biblioteca, denominación a la que se añadió después el adjetivo “Pública”, y a la que el siglo XIX llamó, parece que ya definitivamente, Biblioteca Nacional, es uno de estos lugares básicos para entender algunas de las claves de ese siglo XVIII que, en palabras de Aguilar Piñal, algunos llaman “ilustrado”. 

Si Felipe II de España, fue el impulsor de la escurialense Biblioteca Laurentina, a semejanza de las grandes bibliotecas humanistas de su época, como la Vaticana de Roma o la Marciana de Venecia, ahora un borbón, el recién entronizado Felipe V, favorece la creación de una biblioteca que se inspirará, en este caso, en los nuevos aires venidos de Francia.
Si bien tendemos a analizarlos de forma separada, la suma resultante de ligar el poder como el amor a los libros explica buena parte de las claves que definen una y otra institución, pues la cultura nunca ha sido inocente: si rey Felipe II quería ser un príncipe humanista, el rey  Felipe V pretende ser un monarca ilustrado, y necesitaban de vehículos de representación.
En 2004, se celebró una preciosa exposición dedicada a esta biblioteca. La exposición se repartía en cuatro secciones generales: una Introducción Histórica que arranca de la Guerra de Sucesión, una segunda dedicada a la Real Biblioteca Pública como tal, y otras dos secciones destinadas, respectivamente, a las Ciencias y las Artes.
Escudo de armas de Felipe V

El latín.

El monumental catálogo que recoge la muestra incluye, además, documentados trabajos de algunos de nuestros mejores especialistas en el XVIII, como Antonio Mestre, a quien los latinistas conocemos, sobre todo, por sus estudios sobre el ilustrado levantino Gregorio Mayans, activo bibliotecario e inteligente contrapunto, merced a su marcado talante clásico e hispano, a una Ilustración muy dominada por las corrientes francesas.
 Permítaseme ensayar un sucinto recorrido por la exposición, precisamente con los ojos del humanismo clásico y sus inevitables transformaciones en el nuevo contexto de la cultura ilustrada. El siglo XVIII trae nuevos rumbos para la historia de la cultura. Entre otros, cabe señalar el historicismo, concebido como una manera de situar las obras en un contexto temporal determinado, con todo lo que ello implica de distanciamiento y de valoración ponderada.
Las lenguas clásicas van a verse implicadas en esa nueva “mentalidad burguesa”, en palabras de José Antonio Maravall, cuando paulatinamente comienza a primar su valor de llaves para comprender y reconstruir un mundo pasado a partir de la correcta interpretación de los más importantes documentos artísticos y literarios.

Los nuevos monarcas siguen aprendiendo latín, y el caso de Felipe V es significativo. Ha estudiado según un modelo diseñado para los nietos de Luis XIV por Fénelon y Fleury, en el que se incluye una nutrida nómina de autores latinos. De este tiempo es el Terencio publicado en París en 1642 que se expone en una de las vitrinas.
Pero los documentos que más llaman la atención a este respecto son el manuscrito de la traducción de una parte de la Guerra de las Galias hecha por Luis XIV que, como podemos comprobar, su nieto guarda y atesora, o las mismas epístolas latinas que compone Felipe V a manera de ejercicios escolares. Véase, como ejemplo, la descripción que hace de los jardines de Versalles en la epístola XIII:

Mane princeps in horto deambulavimus. Hunc statuae tum antiquae cum recenter factae undique ornant. Nec desunt fontes quorum aqua limpidissima gratísima visu est. Vndique apparent umbrosa nemora omnibus avium generibus plena.

Más allá de estos aspectos ligados a la formación y recuerdos personales del rey, la historia de la Real Biblioteca nos ofrece perspectivas sobre la nueva situación de las ciencias y las artes que nos llevan a pensar inevitablemente en aspectos relacionados con las propias lenguas clásicas.

Avances Científicos. 

La biblioteca muestra un vivo interés por los nuevos avances científicos, como vemos, por ejemplo, en los herbarios y los diferentes libros dedicados a la matemática o la cartografía.
 Es significativo que en algunas de las obras aquí expuestas puedan leerse nombres significativos de la ciencia hispana, como el “novator” Juan Caramuel o el, entre otras cosas, matemático Torres Villarroel, o la aportación de los jesuitas, tanto antes como después de su expulsión. En este sentido, como bien apunta José Luis Peset en uno de los capítulo del catálogo, no deben olvidarse acontecimientos que dan cuenta de esta preocupación como el nacimiento de diferentes academias o la impartición de materias científicas en el flamante Seminario de Nobles, anejo al Colegio Imperial.
Las humanidades clásicas también fueron testigos de estos aires renovadores, tanto en los intentos de reforma de la enseñanza del latín, aun presa de la barroquización del siglo anterior, como en el papel documental, testimonio de un estado de los conocimientos de la Antigüedad, que van a ir ocupando los tratados científicos grecolatinos.
No olvidemos, por ejemplo, el interés de un ministro ilustrado como Campomanes por la recuperación de los viejos tratados de agronomía. Sin embargo, el intento de creación de una academia dedicada a las lenguas clásicas no tuvo jamás ni la coherencia interior ni los apoyos externos suficientes, ni tan siquiera ante el vacío que dejara la expulsión de los jesuitas en 1767.
En lo que respecta a las bellas artes, lo más destacable desde el punto de vista que hemos adoptado es la huella que en la biblioteca encontramos de los descubrimientos de los frescos de Herculano, verdadero punto de inflexión para los estudiosos de la reinterpretación del arte antiguo en el mundo moderno. Así lo vemos en el hermoso ejemplar napolitano de 1757 titulado Le antichità di Ercolano esposte, acompañado de un hermoso grabado con el retrato de Carlos III.


Real Biblioteca del Palacio Real de Madrid



  

La Real Biblioteca​ está ubicada en el Palacio Real de Madrid. Tanto esta biblioteca, en su día particular de los reyes de España y su familia y hoy gestionada por Patrimonio Nacional, como la actual Biblioteca Nacional, se deben al impulso creador del primer rey Borbón español, Felipe V. La Real Biblioteca, antigua Librería de Cámara en el siglo xviii, contó en su día con patrimonio no librario debido al concepto dieciochesco de gabinete de saberes, patrimonio que en parte conserva a través de su monetario y medallero. 
Felipe V creó así dos instituciones bien diferenciadas desde el principio: la Real Biblioteca o Librería Particular para uso de los monarcas y su familia, y la Real Biblioteca Pública, pensada especialmente para uso abierto. Esta segunda biblioteca, de fundación real, pasó a depender del Estado en 1836, bajo la tutela del Ministerio de la Gobernación, tomando el nombre de Biblioteca Nacional.

En sus salas se custodian hoy unos 300 000 impresos, sobresaliendo entre sus fondos 263 incunables y 119 000 impresos de los siglos XVI al XIX inclusive. Además, hay 4755 manuscritos, 4169 obras musicales, 1027 piezas de fotografía histórica (álbumes, la fotografía suelta está en el Archivo General de Palacio), 4330 publicaciones periódicas, unas 7000 piezas de cartografía y unas 10 000 del fondo de Grabado y Dibujo, que está actualmente en proyecto de catalogación. De la cartografía manuscrita (unas 1600 piezas) se realizó catálogo en papel en 2010 tras la conclusión del proyecto de catalogación y de la colección de manuscritos hay catálogo general en cuatro volúmenes más dos de índices (1994ss) y otro específico de la Correspondencia del conde de Gondomar, en cuatro volúmenes (1999-2003).
De la colección gondomariense se ha hecho asimismo de las alegaciones en Derecho (2002), y de papeles varios y de Historia (2003, 2005). También se han publicado catálogos en papel de los manuscritos musicales (2006) y, en la segunda mitad de los noventa del siglo xx, de los fondos de los conventos de patronato regio (Descalzas, Encarnación y Huelgas). Más allá de ser un depósito librario de grandes piezas, hoy la Real Biblioteca es un centro de investigación en historia del libro, abordándose en sus seminarios científicos no solamente realidades de sus colecciones sino aspectos de imprenta, encuadernación y otros.

Evolución

La biblioteca privada se fue organizando poco a poco en el piso principal, en el ala del ángulo este. Al principio con los volúmenes aportados por el propio rey, unos 6000 traídos de Francia, que se sumaron a los existentes en el viejo Alcázar, los que básicamente reunió Felipe IV en la Torre Alta. 
Todos ellos pasaron a la Real Pública tras el incendio de la Nochebuena de 1734, al salvarse por estar ubicada en el llamado Pasadizo de la Encarnación, que unía el Alcázar con este convento, realizado para que los miembros de la Familia Real visitaran a monjas de clausura de sangre real del convento de la Encarnación. Desde entonces, los que se adquieren sí que permanecen en la Librería de Cámara, que cobra fuerza con Carlos III al empezar a residir este soberano en el Palacio Nuevo, a mediados de los años sesenta. La Familia Real vivió en el viejo Palacio del Buen Retiro, hasta que concluyeron las obras del nuevo Palacio Real.
 La colección se fue ampliando durante los sucesivos reinados, colocándose los libros en estanterías cerradas.​ Durante el reinado de Carlos III hubo un aumento de ejemplares del libro impreso y se añadieron los curiosos manuscritos del sacerdote (matemático, botánico y lingüista) José Celestino Mutis que había estudiado las lenguas indígenas por tierras americanas y con cuyo material elaboró una serie de vocabularios de unas cien palabras de cada idioma.
A través del Bibliotecario Mayor Juan Manuel de Santander y Zorrilla, Carlos III promovió la edición española y la organización de la futura Imprenta Real mediante encargos de ediciones eruditas. Santander también dirigió el grabado de una colección completa de letras y la puesta en marcha de un taller de fundición que dependió de la propia biblioteca, regido por el académico y grabador Gerónimo Gil.
Con Carlos IV (1788-1808) se incrementó la biblioteca con colecciones particulares tales como la procedente del erudito historiador y lingüista Mayans y Siscar, cuya marca de posesión es manuscrita: «Exbibliotheca majansiae», y Francisco de Bruna (1719-1807), Oidor de la Audiencia de Sevilla. Investigaciones recientes, sin embargo, han puesto de manifiesto que el sello tradicionalmente atribuido a Mayans, pertenece realmente al llamado deán de Teruel, en realidad chantre, Joaquín Ibáñez García.
Por su parte, Francisco de Bruna es un buen ejemplo del hombre ilustrado propietario de una librería ilustrada de 3500 ejemplares entre los cuales hay 225 impresos y 35 manuscritos, buen número de incunables y demás volúmenes interesantes. 
Fue Carlos IV quien mandó traer las bibliotecas de dos colegios mayores desaparecidos: San Bartolomé de Salamanca, extinguido en 1798 y el Colegio Mayor de Cuenca, también en Salamanca, igualmente suprimido.
Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar y embajador en Inglaterra, llegó a poseer una inmensa biblioteca que ubicó en su palacio de Valladolid adaptando a tal efecto cuatro amplias salas. 
Un descendiente suyo vendió en 1806 la biblioteca al rey Carlos IV para incremento de la Real Biblioteca. Fue una gran aportación pues, además de los cuantiosos volúmenes, había un buen número de correspondencia manuscrita y particular.
​ En torno a este año de 1806 se produjeron así ingresos muy relevantes en la Real Biblioteca, ordenando dicho volumen de piezas el bibliotecario Juan Crisóstomo Ramírez Alamanzón.
Fernando VII trajo consigo desde el exilio la mayoría de los libros que le prestó o donó su hermano infante Carlos durante su estancia en Valençay. Predominaban los de temas piadosos y también los dedicados al aprendizaje de la lengua francesa, gramáticas o libros de viajes, entre otros.
Bajo el reinado de Fernando VII se quitaron muchos pergaminos de las encuadernaciones, pues se consideraban que estaban en rústica y era indigno de la biblioteca real, y se cambiaron en el llamado taller de Juego de Pelota por unas pastas valencianas con orlas doradas muy características hoy de la Real Biblioteca por su altísimo número; muchas de ellas las ejecutó el encuadernador de Cámara Santiago Martín. Hasta la muerte de Fernando VII estuvo la Librería de Cámara en el ángulo este, el más soleado, el que da a la catedral de la Almudena, pero la viuda reina gobernadora, María Cristina de Borbón, decidió quedarse esa ala, llamada de san Gil, y trasladar los libros de uso real. 

En 1832 se trasladó así la biblioteca a la planta baja del ángulo noroeste. Siendo reina Isabel II se puso de moda hacer regalos de libros especiales, curiosos, lujosos o raros. Solían ser muy llamativos con encuadernaciones de terciopelo, broches y cantoneras de metal y muchos adornos en las cubiertas. La moda continuó hasta la época de Alfonso XII que fue cuando el Bibliotecario Mayor, señor Zarco del Valle planteó la cuestión de rechazar tales regalos. Destaca entre todos esos libros un ejemplar llamado vulgarmente Libro de los Isidros, un tomo de gran envergadura que solía enseñarse a los visitantes en el día de la fiesta de San Isidro.
Tiene el citado libro encuadernación de terciopelo color morado con repujados de plata, escudos reales y letras de a pulgada. Es tan voluminoso que son necesarios dos hombres para poderlo manejar. Su título es Cien páginas sobre la Idea de un Príncipe político cristiano y su autor es José María de Laredo, jurisconsulto y juez de paz de Madrid, que lo escribió en 1863. Se extendió de tal manera la fama de este libro que llegó a ser muy codiciado y motivo de un hurto el 13 de noviembre de 1900, desapareciendo parte de sus adornos externos. En 1906 el platero de la Casa Real restauró las tapas maltrechas por el robo.

siglo xxi

En el reinado de Alfonso XII empezó ya la preocupación por hacer un recuento y catalogación de los fondos de la biblioteca. En el tiempo que se lleva de siglo xxi este trabajo está ya bastante bien resuelto con la edición de catálogos, por una parte los antiguos, pues algunos se editaron en la primera mitad del siglo xx, destacando los de Crónicas generales de España, a cargo de Ramón Menéndez Pidal, el de Lenguas de América, a cargo de Miguel Gómez del Campillo y el de Manuscritos de América, a cargo de Jesús Domínguez Bordona. 
Con la actual dirección de López-Vidriero, desde 1991, se han editado otros diversos, con criterios de descripción vigentes hoy en día. Asimismo, existe un boletín de noticias, Avisos, que sale a la luz cada cuatro meses que edita documentos de manuscritos de la Real Biblioteca y reseñas de libros.
En los últimos años se ha digitalizado casi toda la colección de manuscritos y otras piezas de especial significación. Por último, hay que mencionar el desarrollo de dos bases de datos insertas en la página web de la Real Biblioteca, una sobre marcas de posesión y en general ex libris, con más de 1200 registros en la actualidad,y otra sobre encuadernación donde hay muestra del alto número de encuadernadores que trabajaron para la Familia Real, a través de sus mismos trabajos ligatorios.
​ Finalmente, cabe destacar la exposición «Grandes encuadernaciones de Patrimonio Nacional», realizada entre abril y septiembre de 2012, donde además de piezas de otros centros de Patrimonio Nacional, se exhibieron un alto número de ellas procedentes de la Real Biblioteca, dándose a conocer al gran público la significación de la Real Biblioteca para el estudio de la historia de la encuadernación.





Itsukushima Shrine.

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