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Libro de Proverbios, 8 20, de la Biblia. "Yo camino por la senda de la justicia, por los senderos de la equidad."

miércoles, 13 de junio de 2012

88.-Los Argonautas;Helenismo.-a


Luis Alberto Bustamante Robin; Jose Guillermo Gonzalez Cornejo; Jennifer Angelica Ponce Ponce; Francia Carolina Vera Valdes;  Carolina Ivonne Reyes Candia; Mario Alberto  Correa Manríquez; Enrique Alejandro Valenzuela Erazo; Gardo Francisco Valencia Avaria; Alvaro Gonzalo  Andaur Medina; Carla Veronica Barrientos Melendez;  Luis Alberto Cortes Aguilera; Ricardo Adolfo  Price Toro;  Julio César  Gil Saladrina; Ivette Renee Mourguet Besoain; Marcelo Andres Oyarse Reyes; Franco Gonzalez Fortunatti; Patricio Ernesto Hernández Jara;  Demetrio Protopsaltis Palma; Katherine Alejandra Del Carmen  Lafoy Guzmán; 

Los Argonautas.

  


Los Argonautas, en la mitología griega, fueron los héroes que navegaron desde Págasas hasta la Cólquide en busca del vellocino de oro, comandados por Jasón. Sus avatares fueron contados en varios poemas épicos de la Antigüedad cuyos detalles en muchas ocasiones difieren entre sí.
El nombre de Argonautas procede del latín argonauta y este del griego αργοναύτης, de αργος / argos (nombre de la nave) y ναύτης / nautes" (marinero). Argo era el nombre de la nave en la que viajaron, bautizada en honor a su constructor Argos, aunque también se relacionaba etimológicamente este nombre con ἀργός, que significa «rápido».
La historia de los argonautas es una de las leyendas griegas más antiguas e incorpora numerosos elementos comunes en las historias populares: un héroe al que se le envía a un viaje peligroso para desembarazarse de él, imponiéndole una tarea imposible de llevar a cabo, pero de la que sale victorioso gracias a la ayuda de aliados inesperados.

Los acontecimientos del mítico viaje de los Argonautas fueron narrados en numerosas obras literarias de la Antigüedad. Homero cita a la nave Argo como la primera que fue capaz de atravesar las rocas Errantes, navegando desde la Cólquide, pero no hace mención alguna al vellocino de oro. También hace una breve mención del viaje Hesíodo. El relato completo más antiguo que se ha conservado la expedición es la Pítica IV, de Píndaro, que pertenece al siglo V a. C.
 Hubo otros poemas más antiguos que debían narrar el viaje, uno de ellos atribuido a Eumelo de Corinto, que suele datarse en el siglo VIII a. C. y otro llamado Naupactias, que debió ser anterior al siglo V a. C. pero de ellos únicamente se conservan algunos fragmentos. Al siglo V a. C. también pertenece la Medea de Eurípides que, aunque narra sucesos posteriores al viaje, ofrece en su desarrollo algunos detalles acerca de él.
Al siglo III a. C. pertenece el relato que se considera más completo de la expedición, las Argonáuticas de Apolonio de Rodas. Entre los siglos I a. C. y II d. C., la Biblioteca histórica de Diodoro Sículo, las Argonáuticas de Valerio Flaco, —aunque esta obra quedó inacabada—, la Biblioteca mitológica de Apolodoro y las Fábulas de Higino también ofrecen relatos detallados acerca del mito. Más tardías son las Argonáuticas órficas, quizá del siglo IV.
Algunas de estas obras emplearon como fuente obras de mitógrafos cuyas obras no se han conservado, como Cleón de Curio, Herodoro, Ferécides, Teólito de Metimna, Demarato o Dionisio Escitobraquión.
En las representaciones artísticas, destacan por su antigüedad y por su calidad artística las metopas del Monóptero del Tesoro de Sición de Delfos, que se han fechado en torno a 570 a. C. y tienen representaciones de Frixo y de la nave Argo, donde se incluye a Orfeo. Los Argonautas también se representaban participando en los juegos fúnebres en honor de Pelias en el famoso cofre de Cípselo, según informaciones de Pausanias, pero esta obra artística no se ha conservado. Dentro de la cerámica, se conocen representaciones de aspectos puntuales del mito desde los siglos VII-VI a. C.

Barco.

En la mitología griega, el Argo (en griego Ἀργώ) es la nave en la que navegaron desde Yolco en busca del vellocino de oro Jasón y sus compañeros argonautas. La mejor fuente del mito son las Argonáuticas de Apolonio de Rodas.
El Argo fue construido por Argos, y por tanto bautizado en su honor. La proa del Argo tenía los dones del habla y la profecía porque había sido hecho de madera de roble procedente del oráculo de Dodona. El Argo y su tripulación fueron especialmente protegidos por la diosa Hera.

Argonáuticas (Apolonio de Rodas)

Las Argonáuticas (Αργοναυτικά) es la obra más importante de Apolonio de Rodas que nos ha llegado. Es una epopeya que trata sobre la historia de Jasón y los argonautas, y narra en cuatro libros el viaje de la nave Argo hasta el norte de la Cólquide a través de la Propóntide y del mar Negro (libros I–II), la obtención, con la ayuda de Medea, del vellocino de oro (libro III), y el regreso a Yolco, en Tesalia, a través del Danubio, el Po, el Mediterráneo y el norte de África (libro IV).
Es la única obra épica anterior a la Eneida de Virgilio que podría compararse con la de Homero en tamaño y extensión, y la primera epopeya que concede un lugar importante al amor de Medea por Jasón.
Una tradición tardía, y probablemente falsa, habla del enfrentamiento de Apolonio de Rodas con Calímaco, lo que viene a representar el resultado de la enconada controversia que había entre los escritores de largas obras épicas y los autores de poemas cortos muy elaborados.


  

Vellocino de oro.


El vellocino de oro (en griego antiguo: χρυσόμαλλον δέρας, chrysómallon déras) (en Georgiano: ოქროს საწმისი, oqros satsmisi) era, en la mitología griega, el vellón o zalea del carnero alado Crisómalo (Χρυσομαλλος, Krysomallos). Aparece en la historia de Jasón y los argonautas, quienes partieron en su búsqueda para lograr que Jasón ocupase justamente el trono de Yolco en Tesalia. Se decía que el carnero era hijo de Poseidón y de Teófane.
Atamante, rey de la ciudad de Orcómeno en Beocia (una región del sudeste griego), tomó como primera esposa a la diosa nube Néfele, con quien tuvo dos hijos, Hele y Frixo. Más tarde se enamoró y se casó con Ino, la hija de Cadmo. Ino tenía celos de sus hijastros y planeó matarlos (en algunas versiones, persuadió a Atamante de que sacrificar a Frixo era la única forma de acabar con una hambruna). Néfele o su espíritu se apareció ante los niños con un carnero alado cuya lana era de oro. Los niños huyeron montando el carnero sobre el mar, pero Hele cayó y se ahogó en el estrecho del Helesponto, llamado así en su honor. El carnero llevó a Frixo hasta la Cólquida, a la lejana (oriental) playa del mar Euxino. Frixo sacrificó entonces al carnero y colgó su piel de un árbol (en varias versiones un roble) consagrado a Ares, donde fue guardada por un dragón. Allí permaneció hasta que Jasón se hizo con ella. El carnero se convirtió en la constelación de Aries.

Interpretaciones

Se han realizado intentos de interpretar el vellocino de oro no solo como un objeto extravagante en un mito, sino como el reflejo de un objeto o práctica cultural real. Así, por ejemplo, se ha sugerido varias veces que la historia del vellocino de oro significaba la llegada de la ganadería a Grecia desde el este, o que aludía al trigo dorado o al sol.
Otra interpretación se apoya en las referencias de algunas versiones a la tela púrpura o teñida de púrpura. El tinte púrpura extraído de caracoles del género Murex y especies relacionadas era muy caro en tiempos antiguos, y la ropa hecha de tela teñida con él era señal de gran riqueza y elevada posición (de ahí la asociación del púrpura con la realeza). La relación del oro con el púrpura es por tanto natural y ocurre frecuentemente en la literatura.
Una interpretación más extendida relaciona el vellocino de oro con un método para extraer oro de los ríos que está bien avalado (pero solo desde cerca del siglo v a. C.) en la región de Georgia al este del mar Negro. Zaleas de oveja, a veces extendidas sobre marcos de madera, se sumergían en la corriente de agua y las pepitas de oro que bajaban desde río arriba se recogían en ellos. Los vellocinos se colgaban entonces en los árboles para secarlos antes de sacudirles o peinarles el oro.
El antiguo origen del mito, en tiempos anteriores a la literatura, significa que todas las interpretaciones existentes son muy posteriores y en mayor o menor grado racionalizaciones que sufren del muy incompleto conocimiento de la cultura en la que surgió. La mayoría han sido criticadas en la literatura arqueológica. Un intento de construir una explicación más plausible, mediante su ubicación en lo que se conoce de esa cultura, señala, curiosamente, a una de las primeras propuestas, en concreto que el vellocino de oro representa la idea de la realeza y la legitimidad: de ahí el viaje de Jasón en su busca, para restaurar el legítimo gobierno de Yolco.

Toisón de oro

En el siglo xv, el vellocino de oro fue elegido como símbolo para la cadena o condecoración de la Orden del Toisón de Oro (en francés ‘toison’ significa ‘vellón’).​ Esta orden de caballería fue creada en 1430 por Felipe el Bueno, duque de Borgoña. El vellocino que pendía del collar de la nueva orden se convirtió en el símbolo de Jerusalén, ciudad santa situada a oriente, al igual que Cólquida, que debía ser reconquistada por el duque y sus caballeros mediante una cruzada, para devolverla al seno de la Iglesia de Roma.
La Orden del Toisón de Oro subsiste aún hoy dividida en dos ramas, cada una con su gran maestre: el rey de España y el jefe de la Casa de Habsburgo.



  


La Paradoja de Teseo es una paradoja de reemplazo que se pregunta si cuando a un objeto se le reemplazan todas sus partes, este sigue siendo el mismo. Este es un antiguo concepto de la filosofía occidental, habiendo sido discutido por Heráclito y Platón entre los años 500 y 400 a.C.

Leyenda griega

Según una leyenda griega recogida por Plutarco:

"El barco en el cual volvieron (desde Creta) Teseo y los jóvenes de Atenas tenía treinta remos, y los atenienses lo conservaron hasta la época de Demetrio de Falero, ya que retiraban las tablas estropeadas y las reemplazaban por unas nuevas y más resistentes, de modo que este barco se había convertido en un ejemplo entre los filósofos sobre la identidad de las cosas que crecen; un grupo defendía que el barco continuaba siendo el mismo, mientras el otro aseguraba que no lo era". 

Esto se puede traducir en la siguiente pregunta: ¿estaríamos en presencia del mismo barco si se hubieran reemplazado cada una de las partes del barco una a una?
Existe además una pregunta adicional: si las partes reemplazadas se almacenasen, y luego se usasen para reconstruir el barco ¿Cuál de ellos, si lo es alguno, sería el barco original de Teseo?

Resoluciones propuestas.

Las causas de Aristóteles

De acuerdo con el sistema filosófico de Aristóteles y sus seguidores, hay cuatro causas o razones que describen una cosa; estas causas pueden ser analizadas para conseguir una solución a la paradoja. La Causa Formal o forma es el diseño de una cosa, mientras que la Causa Material es la materia de la que está hecha la cosa. El Barco de Teseo, en un sentido limitado, podría ser descrito como el mismo barco, debido a que la causa formal, o diseño, no cambia, incluso aunque el material usado para construirlo pueda variar con el tiempo. 
De la misma manera, un río tiene la misma causa formal aunque la causa material (el agua contenida en él) cambie con el tiempo. Otra de las causas de Aristóteles es el fin o Causa Final, el cual es el propósito previsto de una cosa. El Barco de Teseo podría tener el mismo fin, esto es, transportar a Teseo, incluso pese a que su causa material pudiera cambiar con el tiempo. 
La Causa Eficiente es cómo y por quién está hecha una cosa, por ejemplo, cómo artesanos fabricaron y montaron alguna cosa; en el caso de El Barco de Teseo, los trabajadores que construyeron el barco en primer lugar podrían haber usado las mismas herramientas y técnicas para reemplazar los tablones en el barco.

  

Nosotros también cambiamos. 

La metáfora del barco de Teseo puede aplicarse a nosotros mismos de modo casi literal (casi, insistimos): gran parte de las células de nuestro cuerpo se renueva cada pocos años. Por ejemplo, las células de las costillas de una persona de 40 años tienen unos 15 años de media. Incluso en el cerebro hay regiones que siguen generando nuevas neuronas en la edad adulta.

No solo cambia nuestro cuerpo y pasamos de bebés pequeñitos a personas duras y arrugadas: también pueden cambiar nuestras ideas y nuestro comportamiento. Por ejemplo, es habitual sentirse muy ajeno a un tuit escrito hace unos años, y no nos cuesta creer al padre de familia que habla de una juventud delictiva y concluye diciendo que ya no es la misma persona que entonces. A Parfit esta visión relativa acerca de nuestra propia persona le proporcionaba cierta tranquilidad. Saber que la identidad es frágil, escribía, “hace que me preocupe menos de mi propio futuro y de mi muerte, y más por los demás”. No pasa nada si el barco de Teseo se hunde.

Han sido muchos los filósofos que se han preguntado qué es lo que cimenta nuestra identidad, una idea más huidiza de lo que puede parecer a primera vista. John Locke proponía en su Ensayo sobre el entendimiento humano que esta identidad personal es sobre todo psicológica y está basada en nuestra percepción y en la continuidad de nuestra memoria y de nuestra experiencia. Un poco como el barco original de Teseo: hay continuidad, aunque no todas las piezas sean las originales.

De un modo similar, aunque menos concluyente, Hume comparaba la mente en su Tratado de la naturaleza humana con “una especie de teatro donde distintas percepciones aparecen sucesivamente”. No somos más que “un haz o colección de diferentes percepciones que se suceden las unas a las otras con una rapidez inconcebible y que se hallan en un flujo y movimiento perpetuo”.

No somos un barco

Vicente Sanfélix, catedrático de Filosofía en la Universidad de Valencia, apunta que la conclusión de que nuestra identidad es más cambiante y etérea de lo que creemos no es la única a la que permite llegar el relato del barco de Teseo. El filósofo recuerda que un barco, un artilugio, no es lo mismo que una persona:
“Podemos decir que al objeto la identidad se la da el conjunto de los componentes -explica-. Pero en el caso de la persona es al revés: somos nosotros los que damos identidad a este conjunto”
Recurre a un ejemplo que también pone Locke: si nos amputan un brazo, no dejamos de ser nosotros mismos ni somos “menos” persona que antes de la operación.

Es decir, las interpretaciones que nos llevan a vernos como el barco de Teseo, como ocurre con las de Parfit, “tratan a los seres humanos como artefactos, en sintonía con una sociedad cada vez más mecanicista en la que las personas se tratan unas a otras como objetos”. Esta concepción del cuerpo humano (y de la mente) como una máquina muestra que nuestras ideas acerca de nosotros mismos y de lo que constituye una persona dependen “de un determinado contexto social”, y pueden suponer “una defensa implícita de unos valores culturales” y de un punto de vista político determinado.

Tampoco podemos olvidar que hay un componente social en la construcción de la identidad. Si pierdo la memoria o de repente me creo Gengis Khan, mi familia y mis amigos sí sabrían quién soy y difícilmente podré convencerles de lo contrario, aunque asegure recordar mis últimos 900 años de vida. El Estado también puede acreditar en parte si soy o no un emperador, con documentos como el pasaporte y el DNI.

Este componente social en la construcción de mi identidad también explica que los atenienses siguieran considerando que el barco de Teseo era el mismo barco aunque lo hubieran reconstruido por completo: estaban todos de acuerdo en que se trataba de esa embarcación (y tenía cierto sentido proponerlo, no era como si estuvieran señalando a una cabra).

Es decir, cimentamos nuestra identidad en muchos elementos que por sí solos pueden parecer endebles una vez los examinamos: nuestra memoria, nuestras sensaciones, nuestras relaciones sociales… Pero todos juntos muestran un armazón consistente que por lo general no nos da problemas. Al menos hasta que se inventen las máquinas de teletransporte.

Sanfélix explica que nuestras intuiciones suelen funcionar razonablemente bien. Frases como “este es el barco de Teseo” o “este soy yo” no suelen darnos problemas. “A no ser que las sometamos a estrés”, apunta. Cuando examinamos qué elementos componen estas ideas, a menudo llegamos a “un calambrazo filosófico, por usar la expresión de Wittgenstein”, que pone a prueba nuestras creencias.

La filosofía (a veces con ayuda de los experimentos mentales) puede ayudar a poner de relieve la relación entre los conceptos que usamos, una relación que a menudo pasa desapercibida porque la damos por hecha. Sanfélix lo compara con volver a nuestra ciudad natal tras una ausencia y verla “con ojos de extranjero”: al distanciarnos de nuestro sistema conceptual, “vemos con más claridad cómo pensamos” y si nuestras ideas están o no justificadas.


Biblioteca Personal.

Tengo un libro en mi colección privada .- 


Itsukushima Shrine.


  

Helenismo.

Período de tiempo de alcance históricamente difuso, que comienza con la muerte de Alejandro Magno (en el 323 a.C., año también de la muerte de Aristóteles) y llega hasta finales del s. II d.C. En ocasiones se asigna el comienzo de la época helenista a los años de la conquista del imperio persa por Alejandro Magno y su acabamiento a los años del apogeo del imperio romano, alargando incluso el período grecorromano hasta la caída del imperio romano. El helenismo es propiamente el fenómeno de difusión del espíritu griego (lengua y cultura) en el ámbito del mundo oriental, difusión que supone una universalización de esta cultura, vehiculada por el griego como idioma común (κοινή, koiné), dentro no obstante de un proceso histórico de descomposición del imperio macedónico, que pasa por las fases de desmembración, conquista de Grecia por Roma y el surgimiento del imperio romano. Esta época de profundas transformaciones sociales está marcada por la aparición de las llamadas a) escuelas helenísticas y b) el florecimiento de la ciencia griega, así como por c) la decadencia de la ciencia helenística.

Escuelas helenísticas

Comprende el conjunto de escuelas de filosofía helenístico-romana que se desarrollan primero en Grecia y luego en Roma, desde finales del s. IV hasta finales del s. II d.C., cuando comienza a cobrar impulso la filosofía cristiana naciente.

El vasto imperio que Alejandro Magno deja a su muerte se lo reparten sus sucesores, los diádocos, tras una serie de disputas y luchas que duran 42 años. Los territorios de Grecia y Macedonia quedan bajo el poder de los antigónidas, dinastía fundada por Antígono Gonata, que puede mantenerse en el poder hasta que los romanos, en el año 148 a.C., hacen de Macedonia una provincia romana. Egipto es dominado por la dinastía de los lágidas, de Lagos, padre de Ptolomeo I Soter (el salvador), general de Alejandro, primero de los Ptolomeos en nombrarse rey de Egipto; su monarquía dura hasta que Octavio, en el año 30 a.C., convierte Egipto en provincia romana. Mesopotamia, Persia y Asia menor constituyeron el reino de los seléucidas, dinastía fundada por Seleuco I Nicator (el vencedor), que se proclama rey en el 305; su extenso imperio dividido en satrapías, con la capital primero en Seleucia y luego en Antioquía, acaba con la conquista de Siria por los romanos en el año 64 a. C.

En este tiempo se produce un profundo cambio cultural en el mundo griego: las ciudades griegas, las poleis, ceden su importancia y funcionalidad a una gran monarquía que se gobierna desde una capital lejana; la ciudad helenística es una ciudad de súbditos gobernados por funcionarios, más que una sociedad de ciudadanos interesados en la vida pública; no interesa tanto la ciudad, como la propia autarquía, y la filosofía deja de ser sistemática y se convierte en forma de vida orientada a la felicidad del individuo. Como contrapartida, surge un nuevo espíritu cosmopolita, que hace que las personas cultas se consideren «ciudadanos del mundo» y comienzan a caer las barreras y los prejuicios racistas entre griegos y bárbaros. Por su parte, la universalización de la cultura griega paga el impuesto de tener que mezclarse con las culturas locales, y Atenas deja de ser el centro del saber: Pérgamo, Rodas y sobre todo el Museo de Alejandría ocupan su lugar, y junto al sincretismo religioso aparece también, sobre todo llegada ya la dominación romana, el eclecticismo filosófico.

Las principales escuelas filosóficas helenísticas son el cinismo, que representa la última evolución de las escuelas socráticas menores; el epicureísmo, fundado por Epicuro de Samos, quien instala en Atenas hacia 306 a.C. su escuela llamada «el jardín» (kepos); el estoicismo, fundado en torno al 300 a. C. por Zenón de Citio, que ubica su escuela en el pórtico (stoa) pintado por Polignoto; el escepticismo, que más que una escuela es una forma de pensar que difunde Pirrón de Elis antes de que se fundaran las dos escuelas filosóficas anteriores; y el eclecticismo, introducido por Filón de Larisa en la Academia platónica, dominante en los siglos II y I, y que se mantiene con fuerza durante el período romano, con su gran figura, Cicerón.

La mayoría de estas escuelas filosóficas tiene su período romano, que alarga su pervivencia. Entre los filósofos epicúreos, destaca Lucrecio (Titus Lucretius), autor del poema De rerum natura, [De la naturaleza de las cosas], una de las obras universales de la literatura y obra también de divulgación de las doctrinas físicas, cosmológicas y éticas del epicureísmo. En Roma florecen también los últimos estoicos, y es el estoicismo la más difundida de las filosofías entre los romanos, tanto en la época de la república como en tiempos del imperio. El escritor y político Lucio Anneo Séneca, preceptor de Nerón, el esclavo Epicteto y el emperador Marco Aurelio, destacados filósofos estoicos los tres, atestiguan que esta escuela filosófica se había difundido en Roma en todos los estamentos sociales.

La ciencia griega

La ciencia griega, que tuvo sus orígenes con la filosofía de los primeros jonios, florece de un modo espectacular durante el s. III y mediados del II a.C., en torno al Museo de Alejandría; es el período alejandrino de la ciencia helenística. Tras el esplendor del Liceo, con el impulso que Aristóteles da a la filosofía de la naturaleza y a la biología, Alejandría se convierte, por obra de los Ptolomeos y de algunos sabios peripatéticos, en especial de Estratón de Lámpsaco, que abandona Atenas para dirigir la actividad científica del Museo, en centro de la investigación científica en el mundo conocido.
 En el Museo, las investigaciones se orientaron por especialidades: matemáticas, astronomía, mecánica, geografía, ingeniería, medicina, filología, zoología y botánica, y los sabios helenistas no son ya, en su mayoría, ni propiamente filósofos ni poseedores de un saber universal; liberados tanto de las concepciones religiosas como de las generalidades filosóficas, se especializan en sus respectivas investigaciones teóricas, y recurren a la observación y a la experiencia. 
El desarrollo de las matemáticas fue excepcional en Grecia también en este período, y las ciencias empíricas llegaron durante el período alejandrino a su mayor esplendor, pero nunca el saber teórico de los griegos unió el espíritu especulativo con la observación sistemática de la realidad y los hechos, ni fue en general la ciencia griega una ciencia aplicada. 
La tecnología fue ignorada, fundamentalmente por razones de tipo social. La esclavitud, por un lado, que abarataba la mano de obra en cualquier tipo de trabajo, y el rechazo del hombre libre al trabajo manual hicieron innecesarias las máquinas e impidieron que la ciencia griega abandonara su actitud habitual de ciencia teórica o contemplativa (ver texto ).

La decadencia de la ciencia helenística

El esplendor de la ciencia helenística dura aproximadamente un siglo y medio. El período grecorromano de la ciencia griega transcurre entre la mitad del s. II a.C. y el s. II d.C. (B. Farrington lo alarga hasta la caída del imperio romano, a comienzos del s. V d.C.), pero es un período de decadencia creciente; aparecen no obstante dos nuevas ciencias, la trigonometría y el álgebra, y las figuras de Ptolomeo, Estrabón y Galeno no son poco relevantes. Alejandría continúa siento el centro intelectual y cultural, de importancia decreciente: en el 145 a.C., se produce un enfrentamiento de Ptolomeo Physkon con los sabios griegos, que se ven obligados a abandonar temporalmente Alejandría; durante la campaña de César en Egipto, en el 47 a.C., se produce el incendio de la Biblioteca, que destruye buena parte de sus 700.000 libros (en realidad, rollos), y el año 30 Egipto se convierte, por obra de Octavio, en provincia romana.
Claudio Ptolomeo de Alejandría es el último gran astrónomo griego, que vive entre los años 100 y 170 d.C. Su obra, Composición matemática, o Sintaxis matemática, bautizada por los árabes como Almagesto (la más grande), desarrolla y completa el sistema astronómico de epiciclos y ecuantes de Hiparco y construye el modelo de universo geocéntrico vigente hasta Copérnico. En geografía sigue igualmente a Hiparco y el principio mantenido por éste de determinar astronómicamente los lugares geográficos.
Destacado geógrafo de esta época es Estrabón, nacido en Amasia, en el Ponto, en el 64/63 a.C., y que vivió en Alejandría y en Roma. En los diecisiete libros de su Geografía describe con claridad de estilo las costumbres y la historia de los principales países incluidos en el imperio romano y la situación general de la ciencia en su tiempo.

Galeno (ca.129-200 d.C.), nacido en Pérgamo, médico personal de emperadores romanos, reúne en una obra inmensa -casi cien tratados de medicina y filosofía- una verdadera enciclopedia del saber médico, que se inspira en diversas fuentes: en la medicina anatómica y fisiológica de los médicos de Alejandría, en la biología de Aristóteles, en las doctrinas hipocráticas de los humores, en doctrinas del platonismo medio, en el pneuma de los estoicos y en el finalismo platónico y aristotélico. Sus escritos fueron autoridad médica hasta el Renacimiento; Vesalio imitó su técnica anatómica.
Según Benjamin Farrington, la ciencia griega había llegado, no sólo en tiempos de Ptolomeo y Galeno, sino sobre todo durante el período alejandrino, «al umbral de la ciencia moderna» (ver cita).
El helenismo tuvo también su encuentro con el cristianismo, y aunque a menudo se ha hecho responsable al cristianismo de la decadencia de la ciencia griega, más bien se mantiene que es la decadencia de la ciencia griega y el espíritu científico una de las condiciones que favorecen la aparición de las religiones. El cristianismo buscó un difícil equilibrio con el helenismo. Por un lado, al presentarse como única religión verdadera, tuvo que enfrentarse con las diversas filosofías helenísticas a las que se opuso también como única filosofía verdadera. Por otro lado, el cristianismo, fenómeno religioso en principio, por el hecho de tener que propagarse en un mundo helenístico dado a la especulación, tuvo que revestirse de formas intelectuales y argumentos racionales para discutir o dialogar con los helenistas. 
El cristianismo no sólo adoptó para sus escritos sagrados el griego común (koiné) y las formas literarias del mundo griego, sino que también aceptó conceptos filosóficos fundamentales, como el logos de los estoicos (que se convierte en el Verbo, o la Palabra) y también orientaciones filosóficas generales, como el neoplatonismo, y hasta las costumbres éticas helenísticas de reglamentar la conducta humana distinguiendo entre vicios y virtudes. De la oposición con el helenismo y de su intercambio cultural con el mismo surgió la primitiva justificación racional del cristianismo, embrión de la filosofía cristiana.
Alejandría fue perdiendo su carácter de capitalidad de la ciencia, pero se mantuvo todavía como centro filosófico de importancia. Allí se desarrolla, en la primera mitad del s. I d.C., la filosofía de Filón, que intenta armonizar el pensamiento griego con el pensamiento judío, y, entre los siglos II y III d.C., la escuela de Ammonio Saccas, maestro de Plotino y de Orígenes.

Bibliografía sobre el concepto

Ricken, F., Filosofía de la edad antigua. Herder, Barcelona, 2009.
Guthrie, W.K.C., Historia de la filosofía griega. Gredos, Madrid.
Gomperz, T., Pensadores griegos (3 vol.). Herder, Barcelona, 2010, 1 ed.

  

Filosofía helenística y el arte de vivir: cómo aplicar sus enseñanzas a la vida diaria.

En los últimos años, ha resurgido la filosofía helenística en clave moderna. Pensadores tan antigüos sirven hoy para repensar aquello juicios que entorpecen en desarrollo de una vida plena. En este artículo descubrirás las enseñanzas que nos dejaron.
La filosofía helenística considera que la vida puede ser mejorada a través del estudio y la práctica del saber. En este artículo, exploraremos la conexión que hay entre dicha filosofía y el arte de vivir, entendiendo a la actividad filosófica como un modo de vida.
Nuestro propósito es que los lectores tengan una comprensión más profunda en cuanto al tema y cómo esta corriente puede ser utilizada a su favor.

Filosofía helenística.

La filosofía helenística fue un movimiento que surgió en la época de Alejandro Magno. Se desarrolló durante los siglos III y II a. C en Grecia. Como tal, esta forma de pensamiento se caracterizó por la búsqueda de la felicidad y el bienestar del individuo.
La misma, surgió durante la pérdida de autonomía de las ciudades griegas. En su lugar, aparecen los imperios caracterizados por sus grandes extensiones de tierra. En este contexto, el ciudadano pasa a convertirse en un individuo aislado y abrumado por la inmensidad en la que pronto se ve sumergido.
Por ello, la aparición de las escuelas helenísticas fue muy importante: ante el individuo solitario nace una nueva forma de filosofar. Así, fundamenta un cierto modo de vida acorde a los tiempos que corren, facilitándonos una manera de sobrellevar el mundo que los rodea.
Entre las principales escuelas destacan el epicureísmo, el cinismo y el estoicismo. Cada una de ellas proponía un determinado modo de vida, pero todas tenían en común ver a la filosofía como una cura para aquello que aquejaba a los seres humanos.

Epicureísmo.

Su principal exponente fue Epicuro de Samos, quien sostenía que la filosofía era el medio para alcanzar la felicidad. Según este pensador, filosofar era una dinámica urgente para eliminar ciertos temores que impiden una vida feliz. Estos miedos estaban relacionados con la muerte, los dioses y el sufrimiento.
Epicuro planteó la filosofía como medicamento, es decir, que el discurso podía curar nuestros males. En este sentido, los argumentos claros y coherentes que la corriente proporciona nos ayudan a superar miedos fundados en la ignorancia.
Que nadie, cuando es joven, demore en filosofar, ni, cuando es viejo, se canse de filosofar, pues nunca es ni demasiado pronto ni demasiado tarde para obtener la salud del alma.
-Epicuro-

Cinismo.

Su creador fue Antístenes, aunque el iniciador del movimiento fue Diógenes de Sinope. Su filosofía consistía en cuestionar las costumbres ni las reglas sociales. En su lugar, buscaban despertar las conciencias de las personas a través de un modo de vida conforme a la naturaleza y alejados de los lujos.
Asimismo, consideraban que una personalidad fuerte era básica para resistir en los momentos de sufrimiento; para desarrollar esta personalidad resistente proponían ejercicios. Por ejemplo, una forma de soportar mejor el frío es exponerse a él, de manera que nuestro organismo pueda adaptarse más rápidamente a los cambios de temperatura.

Estoicismo.

Su fundador fue Zenón de Citio, aunque también se reconoce esta corriente filosófica por filósofos como Marcos Aurelio y Epicteto, quienes enfatizaban la importancia de aceptar las cosas que no podemos cambiar. De esta forma, las emociones negativas eran el resultado de pensamientos irracionales corregibles a través de la reflexión y el autocontrol.
La filosofía helenística fundó sus bases en ser una cura contra los problemas que aquejaban a la sociedad.

Filosofía como arte de vivir

En la antigüedad había una relación muy fuerte entre pensar y actuar, en otras palabras, el pensamiento guiaba los modos de vida. En este sentido, la filosofía era entendida como un estilo de vida o el arte de vivir. El discurso filosófico era adoptado como una elección de vida y también como una opción existencial. Se elegía existir según los dictados de la disciplina filosófica.
De acuerdo con ello, surge con las escuelas helenísticas considerar a la filosofía como una práctica de la sanación. Esto significa que, mediante la argumentación clara, concisa y sin ambigüedades era posible encontrar la felicidad o el bienestar humano. Así, podemos encontrar los inicios de la terapia en este modo de concebir la corriente.
Tal como ocurre con la terapia psicológica en la actualidad, se trataba de resolver los problemas reales y concretos que aquejaban a los individuos. Hoy en día decimos que tenemos sentimientos de angustia, tristeza y ansiedad. Sin embargo, en la antigua Grecia no existían todos esos términos.
En este caso, eran los miedos aquellos que causaban enfermedades del pensamiento debido a juicios malos, erróneos y corruptos.

Filosofía helenística y sus enseñanzas en la cotidianidad
Por supuesto, podemos extraer ciertas prácticas procedentes de la filosofía helenística para mejorar nuestras vidas. Ellas están muy relacionadas con la técnica psicológica que conocemos como terapia. Pero es posible hacer un uso cotidiano de su esencia.

Diálogo y autoreflexión

En primer lugar, se trata de establecer diálogos con otros y con uno mismo. Cuando ponemos en palabras nuestros pensamientos, los interlocutores pueden rastrear aquellas reflexiones erróneas. De igual manera, podemos hacer una autocrítica para conseguir lo mismo, pero sin la necesidad de un otro que nos escuche.
¿Qué logramos realizando esto? Traemos a la conciencia, comprendemos y criticamos nuestra realidad. ¿Cuántas veces nos habrá pasado que nos «encierran» los pensamientos y no podemos ver más allá de ellos? Adquirir una actitud crítica hacia nosotros mismos sirve para corregirnos y adoptar pensamientos favorecedores.

Uso de la argumentación

En segundo lugar, utilizar la argumentación racional y lógica sirve para identificar las falacias encontradas en los discursos. Se trata de encontrar un nuevo sentido que alivie a nuestra conciencia. Por ejemplo, si el problema es que pensamos mucho sobre el futuro, entonces deberíamos concentrarnos en el presente: ¡vivir un día a la vez!

Actitud prudente

En tercer lugar, una actitud prudente, tanto en lo referido al entorno social como al material. No tomar el discurso de los demás como una verdad cerrada y alejarnos de los lujos puede simplificar nuestra vida.
Si bien es necesario entablar diálogos con los demás, hay que ser precavidos sobre las cosas que nos dicen. Aquí tenemos que hacer uso de toda nuestra capacidad de discernimiento y argumentación, para diferenciar si los discursos son correctos o incorrectos.
Escucharnos a nosotros mismos es tan importante como escuchar a otros, de acuerdo con esta corriente del pensamiento.

Filosofía no solo para académicos

Como nos podemos dar cuenta, la filosofía no es solo para los académicos. Es una excelente disciplina, recomendada a todos aquellos que buscan una vida mejor y más plena.
En este sentido, la filosofía helenística nos enseña que debemos escuchar a los demás y a nosotros mismos de manera crítica. El discurso tiene el poder de sanar aquellas inquietudes que nos acechan en la cotidianidad. Por eso, acercarnos a esta filosofía es una vuelta al origen de la psicoterapia.

  

HELENISMO LÍQUIDO.

Nuestra época carece de brújulas: es un tiempo de confusión y desconcierto. Es por ello que Eduardo Infante propone comprenderla a partir de los principales rasgos del helenismo en ‘No me tapes el sol. Cómo ser un cínico de los buenos’ (Ariel).

30 SEPTIEMBRE 2021
    
‘Alejandro Magno fundando Alejandría’, por Placido Costanzi


El cinismo nació durante el helenismo, una época que en esencia no se diferencia mucho de la nuestra. Aquellos hombres comparten con nosotros una misma sensación de hastío y desconcierto con una sociedad en tránsito hacia un destino incierto. Este fue un tiempo en el que las sólidas certezas que daban basamento al viejo mundo comenzaron a licuarse, generando con ello una percepción compartida de inestabilidad, caída y derrota. El helenismo supuso para los griegos el doloroso fracaso de un sueño: el de la polis como lugar público donde el individuo podía alcanzar la perfección y la felicidad. Autonomía y plenitud se diluyeron entre los dedos del hombre griego mientras observaba atónito cómo su democracia devenía en autoritarismo. El cinismo fue la reacción valiente de aquellos que no se dejaron vencer por las circunstancias y que entendieron que tanto la libertad como la felicidad son, en último término, una responsabilidad personal.

Los hombres del helenismo comparten con nosotros una misma sensación de hastío y desconcierto con una sociedad hacia un destino incierto


Helenismo –o helenización– significa, simplemente, «hablar griego» o «comportarse como los griegos». 
El término es un neologismo creado por la historiografía contemporánea. Fue acuñado por el historiador alemán Johann Gustav Droysen en el siglo XIX para aludir al fenómeno de difusión de la civilización helénica más allá del mar Egeo, así como a la fusión cultural entre Oriente y Grecia, impulsada por Alejandro Magno. Este mundo llegó a su ocaso en la contienda naval de Accio (ocurrida en el año 30 a. C.), en la que se enfrentaron la flota de Cayo Julio César Octaviano –futuro Augusto– y la de Marco Antonio y su amada Cleopatra, última gobernante de la dinastía ptolemaica, fundada por Ptolomeo I Sóter, uno de los tres generales que se repartieron el imperio legado por Alejandro Magno. 
Como observó agudamente el filósofo francés Blaise Pascal: «Si la nariz de Cleopatra hubiera sido más corta, la historia del mundo habría sido diferente». Un insignificante azar siempre puede cambiar el curso de los acontecimientos. Lo cierto es que la desaparición de la nariz de la reina egipcia supuso el final definitivo del último de los reinos helenísticos que quedaba en pie. Tras la contienda, Egipto perdió su soberanía y se convirtió en provincia del nuevo imperio romano.

La expedición que realizaron los ejércitos de Alejandro desde el 334 al 323 a. C. generó una crisis radical en la sociedad griega: marcó el derrumbe definitivo del mundo clásico y el inicio de un nuevo periodo caracterizado por la inestabilidad y la incertidumbre. Se desvaneció el sueño de crear un imperio universal que tuviese a lo griego como elemento civilizador. Según Plutarco, cuando Alejandro se estaba muriendo, respondió a la pregunta «¿A quién pretendes legar el imperio?» con la siguiente sentencia: 
«Al más digno (aristos)». La escena da buena cuenta de los futuros enfrentamientos entre sus tres generales más queridos, que al final decidieron repartirse así su imperio: para el primero, los reinos de Macedonia y Grecia; para el segundo, los reinos de Asia Menor, Siria, Mesopotamia y el antiguo Imperio persa; para el tercero, el reino de Egipto. Sus generales abandonaron el proyecto cosmopolita y se enzarzaron en una sucesión interminable de guerras y luchas de poder. Estas nuevas instituciones políticas eran débiles, inestables e incapaces de asumir la tarea de construir una «sociedad buena».
 Las ciudades perdieron su autonomía, y aunque las constituciones reconociesen formalmente su ciudadanía, el ejercicio del poder convertía al ciudadano en un siervo.

Más que una lengua, una religión o una cultura común, lo que daba identidad al griego era formar parte de una comunidad de hombres libres

La polis, el modelo de ciudad-estado como comunidad perfecta en la que los individuos pueden alcanzar su plenitud, se fue resquebrajando hasta derrumbarse. Los ciudadanos perdieron de facto la capacidad de gobernarse a sí mismos, primero a manos de los nuevos monarcas y posteriormente cuando Grecia pasó a engrosar la lista de provincias del Imperio romano. Se generalizó una sensación de abatimiento entre la población. La utopía política había muerto. La libertad y la autonomía parecían ser ya tan solo la lejana reminiscencia de un paraíso perdido.

Una muerte temprana

La pérdida del autogobierno devino en una crisis de identidad. Más que una lengua, una religión o una cultura común, lo que daba identidad al griego era formar parte de una comunidad de hombres libres. La democracia era lo que le distinguía del bárbaro. Mientras el resto de los pueblos eran siervos de un solo hombre por su incapacidad para pronunciar una sílaba –esto es, «no»–, el griego se sentía orgulloso de ser un ciudadano que, junto a sus vecinos, determinaba las normas con las que alcanzar el bien común.
Con las nuevas monarquías, su vida pasaba a estar en manos de un poder superior, arbitrario y fortuito. Se popularizó el culto a la diosa Tyche o Fortuna, una divinidad cruel, caprichosa e imprevisible que juega con nuestras existencias, encarnación de las circunstancias que no podemos gobernar. Aquellos hombres convivían con la sensación de no tener el control sobre su destino y de que todo futuro, incluso el más cercano, era incierto. La comunidad se deshilachó, aumentaron las desigualdades y se asistió a un divorcio entre ética y política. Ambas disciplinas habían estado fuertemente imbricadas en el mundo griego por compartir un mismo objetivo: la felicidad. La ética se ocupaba de la vida buena y la política, de la sociedad buena. La primera debía someterse a la segunda, es decir, los proyectos personales debían estar condicionados a los proyectos comunitarios, porque para un griego, una vida plena solo puede disfrutarse en una ciudad buena. Pero esta idea de que el individuo solo puede alcanzar la felicidad integrándose dentro de la comunidad cívica sufrió el escepticismo del griego que le tocó vivir el hundimiento de la polis. Los nuevos estados se desentendieron del bienestar de sus ciudadanos. El nuevo individuo ya no esperaba que la política le hiciese feliz, porque entendió que construirse una vida buena es una responsabilidad individual. Si Aristóteles afirmaba que vivir al margen de la política era solo posible para las bestias y para los dioses, los nuevos tiempos –también los de ahora– obligan al individualismo.

El helenismo fue una época como la nuestra: de desarraigo, pérdida de autonomía, desencanto, incertidumbre, transitoriedad y precariedad

Este escepticismo político tuvo su reflejo en los escenarios de los teatros griegos. La comedia clásica poseía una función social: la de representar historias que hiciesen reflexionar a los ciudadanos sobre los males que hacen peligrar a la polis. La función de la comedia era criticar todo aquello que perjudica a la comunidad de ciudadanos: la crispación, el egoísmo individualista, la corrupción o la traición, y señalar con el dedo a los culpables. Las diferentes piezas teatrales llevaban a escena los grandes problemas del momento, como la guerra, la justicia o la educación, con la intención de que los ciudadanos hubiesen reflexionado previamente sobre ellos antes de reunirse en la asamblea para encontrar soluciones a través del diálogo.

Esto también cambió en la época helenística. La comedia nueva, como las actuales plataformas de contenidos audiovisuales, perdió la función de crítica política para centrarse en el puro entretenimiento. En los teatros de las nuevas monarquías dejaron de tratarse temas políticos. Nadie se atrevió a señalar con el dedo y a cuestionar a los que detentan el poder. Las circunstancias cambiaron: el súbdito perdió el derecho de discernir sobre las políticas que deben gobernar a la comunidad. Las decisiones que afectan a todos se tomaron a partir de entonces desde el palacio, un lugar casi tan alejado del ágora como nuestros actuales mercados financieros.

El helenismo fue una época como la nuestra: de crisis, desarraigo, hundimiento, derrumbe, decepción, pérdida de autonomía, escepticismo, desencanto, desilusión, frustración, inestabilidad, fluctuación, incertidumbre, transitoriedad, precariedad… En definitiva, un tiempo en el que todo lo que hasta ahora era sólido empezó a descomponerse. El mundo que vivieron los pensadores cínicos no dista mucho en esencia del que nos ha tocado a nosotros y que describió de manera brillante Zygmunt Bauman en Modernidad líquida. Hoy, al igual que en la época helenística, el ágora ha quedado desierta. Ese lugar donde se buscan, se dialogan y se negocian soluciones públicas para los problemas privados ha quedado vacío. También el hombre de hoy ha ido perdiendo autonomía y derechos de manera progresiva y sistemática; su condición de ciudadano ya apenas lo protege frente a un poder cada vez más ajeno, distante e incontrolable. Aunque nuestras diferentes constituciones afirmen que somos ciudadanos libres, el hecho es que todos vivimos con la sensación de que cada día es más difícil tomar las riendas de nuestro destino y elegir aquello que verdaderamente deseamos hacer.

El fracaso de las democracias modernas es muy semejante al de las polis griegas. Nuestra era nació impulsada por un programa emancipador que pretendía devolvernos la libertad perdida. Los parlamentos reavivaron el autogobierno de las antiguas asambleas griegas. Las constituciones de nuevo cuño protegieron los derechos de todos los individuos, reconstruyeron la comunidad y diseñaron un programa para edificar una «sociedad buena». La razón se fue abriendo camino entre la superstición y el dogmatismo, y su florecimiento dio como fruto el progreso social y económico. Pero nuestro tiempo ya es otro y, tal como describe Bauman, asistimos al colapso gradual y a la lenta decadencia de la ilusión de la modernidad. Hoy nos levantamos conscientes de que, por mucho que nos esforcemos, jamás podremos construir la sociedad buena y justa que los hombres de otros tiempos soñaron.

La precariedad, la transitoriedad y la inestabilidad son símbolos de nuestro tiempo

Al igual que ocurrió durante el helenismo, la felicidad ha quedado reducida a una responsabilidad individual. Cada cual debe decidir el modelo de existencia y los valores por los que regirse. Si no es capaz de tomar una decisión, el mercado ofrece una amplia variedad para consumir. Ya nadie espera que la comunidad le solucione los problemas, porque «nuestros problemas» han dejado de ser «nuestros» para convertirse en «tus problemas» y, por tanto, deben ser resueltos individualmente. Los proyectos comunitarios que sumaban a los individuos han muerto. Podemos estar juntos, pero no unidos. El interés general ha quedado reducido a un agregado de egoísmos y el bien común ha sido sustituido por la voluntad de la mayoría, una de las múltiples formas que tiene la tiranía.

En ambas épocas, la helenística y la nuestra, la pérdida de marcos de referencia genera en el individuo la sensación de que todo se mueve y se desplaza, de que nada es seguro. Y cuando el futuro se vuelve impreciso no parece sensato sacrificar el interés individual por un proyecto común. La precariedad, la transitoriedad, la inestabilidad, la incertidumbre, la desprotección y la inseguridad son símbolos de nuestro tiempo. La antigua diosa Fortuna vuelve a gobernar nuestras vidas.

Las polis griegas quedaron sometidas primero a la voluntad de los nuevos monarcas y luego al poder de Roma, como nuestros parlamentos están subyugados a la tiranía de los mercados financieros. Asistimos a una disolución de los vínculos cívicos y a una crisis de valores muy similar a la acaecida en tiempos del cinismo. Al igual que entonces, los ideales políticos, éticos y religiosos se resquebrajan y vuelve a surgir una población desesperanzada, sumisa, obediente, callada, incapaz de organizarse y de oponer resistencia, derrotada, desarticulada, dúctil, maleable y manejable. En un mundo así, la filosofía cínica vuelve a ser un referente y una guía de existencia. El cinismo puede hoy curarnos, como ya lo hizo antes, de la insensatez y del debilitamiento moral, ayudarnos a recuperar la libertad y la fuerza de voluntad –arrebatada, perdida–, y permitirnos vivir serenos en mitad de un mundo que naufraga. Ser un buen cínico, tanto antes como ahora, exige negarse a hacer de la existencia un producto estandarizado por el mercado y tener el coraje de hacer de la vida una obra de arte: dotar a cada acción, por cotidiana que esta sea, de un máximo de autonomía, originalidad y autenticidad. En un mundo de súbditos, un cínico se levanta libre, autárquico y plenamente feliz.

Este es un fragmento de ‘No me tapes el sol. Cómo ser un cínico de los buenos‘ (Ariel), por Eduardo Infante.

  

(Alejandro III de Macedonia; Pella, Macedonia, 356 a.C. - Babilonia, 323 a.C.) Rey de Macedonia cuyas conquistas y extraordinarias dotes militares le permitieron forjar, en menos de diez años, un imperio que se extendía desde Grecia y Egipto hasta la India, iniciándose así el llamado periodo helenístico (siglos IV-I a.C.) de la Antigüedad

Fue Rey de Macedonia; Faraón de Egipto;Gran rey de Media y Persia; y Rey de Asia; 

Rey de Asia (en griego antiguo: Κύριος τῆς Ἀσίας, romanizado: Kýrios tēs Asías, lit. 'Señor de Asia') es un título creado para Alejandro Magno después de su victoria en la batalla de Gaugamela en el año 331 a. C.

  

El encuentro de Israel con el Helenismo.

Dra. Rosa M. Boixareu i Vilaplana

El pasado 8 de mayo, en el marco de la Escuela de Teología del Maresme, en el casal de la parroquia de San José de Mataró, tuvo lugar la primera de las sesiones del ciclo La influencia del Helenismo en la Biblia intitulada “El encuentro de Israel con el Helenismo” de la que se presenta un resumen.

A lo largo de su historia, los textos bíblicos han tenido diversidad de influencias debido a su situación geográfica, que hace que el territorio sea un lugar estratégico, de paso necesario entre el noreste-oeste y un sur (Egipto), importante para todo tipo de movimientos: comerciales, culturales, militares, etc. Siendo esto así, por lo menos: cananeos, egipcios, asirios, fenicios, babilonios, persas, griegos y romanos dejaron su huella de una forma u otra.

Nos fijamos en el llamado período Helenístico. Es decir, del 323 al 64 aC, varios siglos en los que el contacto y convivencia, sobre todo en el caso del judaísmo alejandrino, dio lugar a un traspaso de características culturales, principalmente por parte de la cultura dominante: la helénica. Fue, en Alejandría, donde la numerosa y cualificada comunidad judía se vio más influenciada. Hay que tener presente que un gobierno ptolemaico se mantuvo en el poder de Egipto hasta el año 30 aC.: un tiempo que da para mucho. En la tierra de Israel, el dominio se reparte entre ptolomeos y seléucidas. El conflicto estalla cuando, a mediados del siglo II, Antíoco IV decreta la desjudaización del territorio con la aprobación de los judíos pro helénicos. Macabeos y Daniel dan testimonio de ello. Tiempos convulsos, anárquicos, complejos. Flavio José nos habla de tres sectas religiosas judías importantes de la época: fariseos, saduceos, esenios. Todo ello con el fin de dibujar un marco histórico en el que se da una notable influencia helénica en las costumbres, estilos, pensamientos y también en los textos bíblicos.

En pocas palabras, el helenismo es la expansión de la cultura griega por los territorios conquistados por Alejandro Magno, una mezcla ecléctica con elementos culturales locales. Las escuelas filosóficas griegas (estoicos, epicúreos, cínicos, eclécticos, escépticos) son formas de vida (ethos) orientadas al comportamiento y felicidad del individuo. Bien, también el judaísmo, en los libros de esta época, apela a un estilo de vida orientado al comportamiento y la felicidad. ¡Ah! Pero con una diferencia primordial: esta felicidad, y manera de hacer, es fruto del cumplimiento de la voluntad de su Dios, que se expresa y se interpreta, sobre todo, en la Torá como fidelidad, agradecimiento y celebración por parte del individuo y de la comunidad: esta es la auténtica sabiduría y piedad.

El helenismo supuso para Israel transformaciones de orden político, económico, social, y una nueva orientación cultural con influencia ideológica. Nombres, inscripciones, moneda, tumbas, gimnasio... Capiteles de estilo jónico, corintio, dórico, también tumbas del valle del Cedrón. Herodes construye en Jerusalén edificios al estilo griego y romano. En el aspecto social, las clases altas y el sacerdocio son más bien prohelénicas y la clase media-baja fiel a la religión tradicional. En el terreno literario, hay autores semitas que escriben en griego, la Carta Aristeas, Josep y Asenet, etc.; Qumrán, textos legales, fondos bibliográficos; entre otros autores, está Flavio José, Filón de Alejandría, quien construye puentes entre judaísmo y helenismo, por ejemplo. El fenómeno cultural de la traducción de la LXX (Torá) se lleva a cabo entre Alejandría y Jerusalén, principalmente, siendo el testimonio más evidente de la helenización del judaísmo. La literatura apocalíptica y sapiencial tienen muy buena presencia en esta época en la que surge la literatura judía intertestamentaria escrita en griego, a menudo, con patrones semíticos.

Qué no cambia: Realidad y manifestación de Yahvé como Dios único, creador y señor de lo creado; la relación con Dios es concreta en el cumplimiento de la Torá y la relación entre la divinidad y su pueblo en la Alianza. Los signos visibles de identidad del judaísmo siguen siendo: la circuncisión, la observancia del sábado y el cumplimiento de las normas alimentarias y de purificación. Se desarrolla el concepto de resurrección y retribución más allá de esta vida, se pasa de la responsabilidad colectiva a la individual, etc. Las mutaciones se perciben en el análisis de las obras del siglo III al siglo I a. C., canónicas o no, de su contenido teológico, en contraste con estratos más antiguos del Antiguo Testamento. Una forma diferente de entender la religión y la relación con su Dios se hace compatible con formas más tradicionales.

Se prepara un nuevo tiempo en el que un judío llamado Jesús deconstruye el sentido de la teología y la religiosidad de su pueblo: Mt 5,17-19. Este es el marco vital de los hechos que se narran en los escritos neotestamentarios.


Piedra de Rosetta.


  

Piedra de Rosetta tenían el mensaje inscrito compuesto en tres escrituras diferentes que desempeñaron importantes roles sociales durante la dinastía ptolemaica. El griego antiguo llegó a ser ampliamente utilizado en el Antiguo Egipto por las clases altas durante dicha dinastía, y es lo que sirvió para que los investigadores descifraran los jeroglíficos egipcios y la escritura demótica. Lo más probable es que fuera escrito por un consejo de sacerdotes en la ciudad de Menfis y lo hicieron en el año 196 a.C, durante el noveno año de reinado de Ptolomeo V Epífanes, coronado oficialmente a los 13 años, aunque heredó el trono con tan solo cinco.


La piedra de Rosetta exhibida en el Museo Británico de Londres

La piedra de Rosetta es un fragmento de una antigua estela egipcia de granodiorita inscrita con un decreto publicado en Menfis en el año 196 a. C. en nombre del faraón Ptolomeo V. El decreto aparece en tres escrituras distintas: el texto superior en jeroglíficos egipcios, la parte intermedia en escritura demótica y la inferior en griego antiguo. Gracias a que presenta esencialmente el mismo contenido en las tres inscripciones, con diferencias menores entre ellas, esta piedra facilitó la clave para el desciframiento moderno de los jeroglíficos egipcios.

La estela se talló en el período helenístico y se piensa que originalmente estuvo expuesta dentro de un templo, posiblemente en la cercana Sais. Probablemente se trasladó al final de la Antigüedad o durante el sultanato mameluco de Egipto y finalmente se usó como material de construcción en un fuerte cerca de la localidad de Rashid (Rosetta), en el delta del Nilo. Allí la halló el 15 de julio de 1799 el capitán francés Pierre-François Bouchard durante la campaña francesa en Egipto. 
Debido a que fue el primer texto plurilingüe antiguo descubierto en tiempos modernos, la piedra de Rosetta despertó el interés público por su potencial para descifrar la, hasta entonces ininteligible, escritura jeroglífica egipcia y, en consecuencia, sus copias litográficas y de yeso comenzaron a circular entre los museos y los eruditos europeos. Los británicos derrotaron a los franceses en Egipto y la piedra se transportó a Londres tras la firma de la Capitulación de Alejandría en 1801. Se ha expuesto al público desde 1802 en el Museo Británico, donde es la pieza más visitada.
La primera traducción completa del texto en griego antiguo apareció en 1803. En 1822, el egiptólogo francés Jean-François Champollion anunció en París el descifrado de los textos jeroglíficos egipcios, pero los lingüistas tardarían todavía un tiempo en leer con seguridad otras inscripciones y textos del antiguo Egipto. Los principales avances de la decodificación fueron el reconocimiento de que la estela ofrece tres versiones del mismo texto (1799), que el texto demótico usa caracteres fonéticos para escribir nombres extranjeros (1802), que el texto jeroglífico también lo hace así y tiene similitudes generales con el demótico —Thomas Young en 1814— y que, además de usarse para los nombres extranjeros, los caracteres fonéticos se usaron asimismo para escribir palabras nativas egipcias —Champollion entre 1822 y 1824—.
Más tarde, se descubrieron dos copias fragmentarias del mismo decreto, y en la actualidad se conocen varias inscripciones egipcias bilingües y trilingües, incluidos dos decretos ptolemaicos, como el Decreto de Canopus de 238 a. C. y el Decreto de Menfis de Ptolomeo IV, c. 218 a. C. Por ello, aunque la piedra de Rosetta ya no es única, fue un referente esencial para el entendimiento actual de la literatura y la civilización del Antiguo Egipto, y el propio término «piedra de Rosetta» es hoy usado en otros contextos como el nombre de la clave esencial para un nuevo campo del conocimiento.

Una posible recreación de la estela original.

Descripción.

La piedra de Rosetta tiene 112,3 cm de altura, 75,7 cm de ancho y 28,4 cm de espesor,​ mientras que su peso se estima aproximadamente en 760 kilogramos.​ Presenta tres inscripciones: la superior en jeroglíficos del antiguo Egipto, la central en escritura demótica egipcia y la inferior en griego antiguo.​ La superficie frontal está pulida y las inscripciones ligeramente incisas en ella, los laterales están suavizados y la parte posterior está toscamente trabajada, sin duda porque no estaba a la vista en su ubicación original.
La estela se describe como «una piedra de granito negro, con tres inscripciones... encontrada en Rosetta» en un catálogo moderno de los objetos descubiertos por la expedición francesa a Egipto.
 En algún momento después de su llegada a Londres, las inscripciones de la estela se rellenaron con tiza blanca para hacerlas más legibles, mientras que el resto de la superficie se cubrió con una capa de cera de carnaúba destinada a protegerla de los dedos de los visitantes,​ lo que le dio un color negro a la piedra; esto llevó a su identificación errónea como basalto negro.
 Estas adiciones se retiraron en una limpieza que se le practicó en 1999 y que reveló el gris oscuro original, el brillo de su estructura cristalina y las vetas rosas que recorren su esquina superior izquierda. Las comparaciones con la colección Klemm de piedras egipcias ubicada en el Museo Británico mostró su gran parecido con la roca de una pequeña cantera de granodiorita en Gebel Tingar, en la orilla occidental del Nilo y al oeste de Elefantina, en la región de Asuán, cuyas piedras de granodiorita presentan esta peculiar veta rosácea.

Estela original.

La piedra de Rosetta es un fragmento de una estela más grande, aunque no se han encontrado otras partes en el lugar en que se halló.9​ Debido a que le faltan fragmentos, ninguno de sus textos está completo. El más dañado es el superior, escrito en jeroglífico, del que solo son visibles catorce líneas, todas interrumpidas en su lado derecho, y doce de ellas incompletas en el lateral izquierdo. El siguiente registro escrito en demótico ha sobrevivido mejor, pues tiene treinta y dos líneas, catorce de las cuales están ligeramente dañadas en el lado derecho. El texto inferior en griego cuenta con cincuenta y cuatro líneas, veintisiete de ellas completas y el resto gradualmente dañadas por la rotura diagonal de la esquina inferior derecha de la estela.
La extensión completa del texto jeroglífico y el tamaño total de la estela original puede estimarse sobre la base de la comparación con otras estelas que han perdurado, incluidas otras copias del mismo decreto. El anterior decreto de Canopo, creado en el 238 a. C. durante el reinado de Ptolomeo III, tiene 219 cm de alto y 82 de ancho, y contiene treinta y seis líneas de texto jeroglífico, setenta y tres de demótico y setenta y cuatro de griego con textos de similar longitud. Con esta comparación se puede estimar que se han perdido catorce o quince líneas del texto jeroglífico de la piedra de Rosetta, unos 30 cm.
​ Además de las inscripciones, seguramente contenía una escena que representaba al faraón presentándose a los dioses coronada por un disco solar alado (Behedety), como en la estela de Canopus. Estos paralelismos y un signo jeroglífico para «estela» en la misma piedra —O26 de la lista de Gardiner— sugieren que originalmente tenía un remate superior redondeado​ y que su altura alcanzaba los 149 cm.

  

El decreto de Menfis y su contexto.

Ptolomeo V. Tetradracma

Ptolomeo V Epífanes (Griego: Πτολεμαίος Επιφανής) (210-181 a. C.) fue rey de Egipto desde los cinco años. Pertenece a la dinastía ptolemaica. Fue el último de los grandes reyes lágidas, tras él las luchas dinásticas y civiles (junto al intervencionismo romano) caracterizaron el fin de la dinastía ptolemaica.

La estela se elaboró tras la coronación de Ptolomeo V y se le inscribió un decreto que establecía el culto divino al nuevo gobernante, dictado por un congreso de sacerdotes reunidos en Menfis. 
La fecha que se da del mismo, «4 Xandicus» del calendario macedonio y «18 Meshir» del egipcio, se corresponde con el 27 de marzo de 196 a. C., noveno año del reinado de Ptolomeo V. Esto se confirma al producirse el nombramiento de cuatro sacerdotes que oficiaron en el mismo año: Aëtus, hijo de Aëtus, fue sacerdote del culto divino de Alejandro Magno y los cinco Ptolomeos hasta el propio Ptolomeo V. Los otros tres sacerdotes, nombrados por orden en la estela, dirigían el culto de Berenice Evergetes, esposa de Ptolomeo III, Arsínoe II Filadelfo —hermana y esposa de Ptolomeo II— y Arsínoe Filopator, madre de Ptolomeo V.
​ Sin embargo, se da una segunda fecha en el texto griego y en el jeroglífico, correspondiente con el 27 de noviembre del 197 a. C., aniversario oficial de la coronación de Ptolomeo V. La inscripción en demótico está en contradicción con este dato, pues incluye una lista de días de marzo para el decreto y el aniversario,16​ y aunque no se sabe el porqué de estas discrepancias, está claro que el decreto se publicó en 196 a. C. y tenía la intención de restablecer el dominio de los faraones ptolemaicos sobre Egipto.
El decreto data de un período turbulento en la historia de Egipto. Ptolomeo V Epífanes (faraón entre el 204 y el 181 a. C.), hijo de Ptolomeo IV Filopator y su hermana y esposa Arsínoe, se convirtió en gobernante a la edad de cinco años tras la muerte repentina de sus padres, ambos asesinados, de acuerdo a fuentes coetáneas, en una conspiración que involucró a la amante de Ptolomeo IV, Agatoclea. Los conspiradores gobernaron Egipto como guardianes de Ptolomeo V hasta que, dos años después, estalló una revolución liderada por el general Tlepólemo, y Agatoclea y su familia fueron linchados por una turba en Alejandría. Tlepólemo fue sustituido como tutor en el 201 a. C. por Aristómenes de Alicia, que era primer ministro en la época del decreto de Menfis.

Las potencias extranjeras agravaron los problemas internos del reino lágida. Antíoco III el Grande y Filipo V de Macedonia hicieron un pacto para dividir las posesiones ultramarinas de Egipto, pues Filipo se había apoderado de varias ciudades e islas de Tracia y Caria, mientras que la batalla de Panio (198 a. C.) había causado la transferencia de Celesiria, con Judea incluida, de los Lágidas a los Seléucidas. Mientras tanto, en el sur de Egipto existía un estado de revuelta que había comenzado bajo el reinado de Ptolomeo IV​ y que estuvo liderada por Horunnefer y luego por su sucesor Anjunnefer.
​ Tanto la guerra como la revuelta interna seguían activas cuando el joven Ptolomeo V fue oficialmente coronado en Menfis a la edad de 12 años —siete años después del inicio de su reinado tutelado— y cuando se publicó el decreto de Menfis.

La estela de Rosetta presenta ciertas similitudes con otras estelas de donación que representan al faraón gobernante concediendo una exención de impuestos a los sacerdotes residentes.
​ Los faraones habían elaborado este tipo de estelas durante dos mil años, pues las más antiguas datan del Imperio Antiguo. Aunque en las primeras etapas el propio faraón emitía estos decretos, el de Menfis fue publicado por los sacerdotes, garantes de la cultura tradicional egipcia.
​ El decreto deja constancia de que Ptolomeo V regaló plata y grano a los templos,​ y que en su octavo año de reinado, durante una inundación especialmente alta del Nilo, ordenó embalsar las aguas sobrantes para beneficio de los agricultores.
 A cambio de estas acciones, los sacerdotes elevaron plegarias en el cumpleaños del faraón, el día de coronación se celebraría anualmente y todos los sacerdotes de Egipto le servirían junto a los otros dioses. El decreto concluye con la instrucción de que una copia se colocara en cada templo inscrita con el «lenguaje de los dioses» (jeroglífico), el «lenguaje de los documentos» (demótico) y el «lenguaje de los griegos» que usaba el gobierno ptolemaico.

Asegurar el favor de la casta sacerdotal era esencial para los faraones ptolemaicos a fin de conservar un control efectivo sobre el pueblo. Los Sumos Sacerdotes de Menfis, ciudad en que fue coronado el faraón, eran particularmente poderosos por ser la máxima autoridad religiosa de la época y tener influencia en todo el reino.27​ Dado que el decreto se publicó en Menfis, la antigua capital de Egipto, en lugar de en Alejandría, centro de gobierno de la dinastía, es evidente que el joven faraón quería ganarse su apoyo activo.
​ Por lo tanto, aunque el gobierno de Egipto se servía del griego desde las conquistas de Alejandro Magno, el decreto de Menfis, al igual que los dos anteriores decretos, incluyó textos en egipcio para mostrar su relevancia para el pueblo indígena, sometido a la minoría helénica, por medio de la escritura sagrada vinculada a las tradiciones nativas.
No existe una traducción definitiva del decreto a ninguna lengua moderna debido a las pequeñas diferencias entre los tres textos originales y a que se continúa desarrollando el conocimiento de las escrituras antiguas. A continuación se ofrece una transcripción de los textos del decreto, traducida de la completa versión inglesa ofrecida por Edwyn R. Bevan en The House of Ptolemy (1927), basada en el texto griego y con comentarios sobre las variaciones entre este y los dos textos egipcios. La versión de Bevan, resumida, comienza así:

  

En el reinado del joven —quien ha recibido la realeza de su padre— señor de las coronas, glorioso, que ha consolidado Egipto y es piadoso hacia los dioses, superior a sus enemigos, quien ha restablecido la vida civilizada de los hombres, señor de las Fiestas de los Treinta Años, como Hefesto el Grande; un faraón, como el Sol, el gran faraón de las regiones alta y baja, descendiente de los Dioses Filopatores, a quien Hefesto ha aprobado, a quien el sol le ha dado la victoria, imagen viviente de Zeus, hijo del Sol, Ptolomeo eterno amado por Ptah; en el noveno año, cuando Aëtus, hijo de Aëtus, era sacerdote de Alejandro…;
Los sumos sacerdotes y los profetas y los que entran en el sagrario para vestir a los dioses, y los portadores de plumas y los escribas sagrados, y todos los demás sacerdotes... estando reunidos en el templo de Menfis en este día, declararon:

Desde que reina el faraón Ptolomeo, el eterno, el amado de Ptah, el dios Epífanes Eucaristos, el hijo del rey Ptolomeo y la reina Arsínoe, dioses Filopatores, han sido muy beneficiados tanto los templos como los que viven en ellos, además de todos los que de él dependen, siendo un dios nacido de dios y diosa —como Horus, hijo de Isis y Osiris, quien vengó a su padre—, y siendo benevolentemente dispuesto hacia los dioses, ha dedicado a los ingresos de los templos dinero y grano, y ha invertido mucho dinero para la prosperidad de Egipto, y ha consolidado los templos, ha sido generoso con todos sus medios, y de los ingresos y los impuestos que recibe de Egipto una parte ha sido condonada completamente y otra reducida a fin de que el pueblo y todo lo demás sea próspero durante su reinado… ;

Ha parecido bien a los sacerdotes de todos los templos en la tierra aumentar considerablemente los honores existentes al faraón Ptolomeo, el eterno, el amado de Ptah… y se celebrará una fiesta por el faraón Ptolomeo, el eterno, el amado de Ptah, el Dios Epífanes Eucaristos, anualmente en todos los templos de la tierra desde el primero de Tot durante cinco días en los que se deben lucir guirnaldas, realizar sacrificios y los otros honores habituales; y los sacerdotes deberán ser llamados sacerdotes del Dios Epífanes Eucaristos además de los nombres de los otros dioses a quienes sirven, y su clero se inscribirá a todos los documentos formales y los particulares también podrán celebrar la fiesta y erigir el mencionado altar, y tenerlo en sus casas, realizando los honores de costumbre en las fiestas, tanto mensual como anualmente, con el fin de que pueda ser conocida por todos los hombres de Egipto la magnificencia y el honor del Dios Epífanes Eucaristos el faraón, de acuerdo con la ley.

Este decreto se inscribirá en una estela de piedra dura en caracteres sagrados, nativos y griegos y se colocará en cada uno de los templos de primer, segundo y tercer rango junto a la imagen del rey eterno.

  

Casi con toda seguridad, la estela no se elaboró en la localidad de Rashid (Rosetta), donde se halló, y probablemente proceda de un templo situado en el interior del territorio egipcio, seguramente la ciudad real de Sais.​ El templo del que procedía debió cerrarse en torno al 392 d. C. cuando el emperador del Imperio romano de Oriente, Teodosio I, ordenó la clausura de todos los templos paganos. En algún momento la estela se partió y su fragmento más grande es lo que hoy se conoce como piedra de Rosetta.
Los antiguos templos egipcios se utilizaron más tarde como canteras para nuevas construcciones y la estela probablemente se reutilizó como tal. Más tarde se incorporó a los cimientos de una fortaleza que construyó el sultán mameluco Qaitbey (c. 1416/18-1496) para defender el brazo bolbitino del Nilo en Rashid,,33​ donde permaneció otros tres siglos.
Desde el descubrimiento de la piedra de Rosetta, se han hallado otras dos inscripciones del decreto de Menfis: la estela Nubayrah y una inscripción encontrada en el Templo de Filé. A diferencia de aquella, los jeroglíficos de estas otras estaban relativamente intactos y egiptólogos posteriores como Ernest Wallis Budge los usaron para complementar las partes perdidas de la misma.

  

Demótica.

Concepto
Escritura demótica en una réplica de Rosetta Stone


La palabra demótica o, en su forma masculina, demótico, es un adjetivo que se le aplica a las simplificaciones de las antiguas lenguas egipcias. El egipcio, se le denominó demótico a aquel que se originó hacia la última etapa del Antiguo Egipto, en el que se utilizaba escritura ideográfica demótica para escribirlo, y que fue diferenciado por primera vez por Herodoto, para distinguirlo de la escritura hierática y jeroglífica. 
Escritura demótica


El egipcio demótico proliferó gracias a que era utilizado con fines literarios y económicos, mientras que el hierático sólo se mantenía por temas de religión. Entre estos existía un importante contraste: mientras el primero se grababa en piedras y trozos de madera, el papiro y ostraca, materiales mucho más delicados, eran especialmente reservados para el último. Sin embargo, esto, no impidió que se convirtiera en la escritura dominante en tierras egipcia, alcanzando su máxima apogeo hacia el 600 a.C. 
 A inicios del siglo iv fue reemplazado por el idioma griego en los textos oficiales; su último uso conocido fue en el año 452 de nuestra Era, grabado sobre los muros del templo dedicado a diosa Isis, en Filé.

  

Jeroglíficos 

Los jeroglíficos egipcios fueron un sistema de escritura inventado por los antiguos egipcios. Fue utilizado desde la época pre-dinástica hasta el siglo iv. Los antiguos egipcios usaron tres tipos básicos de escritura: jeroglífica, hierática y demótica; esta última corresponde al período tardío de Egipto.

La escritura jeroglífica constituyó, probablemente, el sistema organizado de escritura más antiguo del mundo, y era utilizada principalmente para inscripciones oficiales en las paredes de templos y tumbas. Con el tiempo evolucionó hacia formas más simples, como el hierático, una variante más cursiva que se podía pintar en papiros o placas de barro. Más tarde, y debido a la creciente influencia griega en el Cercano Oriente, la escritura evolucionó hacia el demótico, fase en la que los jeroglíficos primigenios figuran bastante estilizados, produciéndose la inclusión de algunos signos griegos en la escritura.

Historia y evolución

Se estima que la escritura jeroglífica se comenzó a utilizar hacia 3300 a. C., aproximadamente en la misma época en la que surgió la escritura cuneiforme en Mesopotamia. Fue empleada durante más de 3600 años, pues la última inscripción conocida fue grabada el 24 de agosto de 394 y se encuentra en el templo de File.

Desde la época del Imperio Antiguo la escritura jeroglífica egipcia fue un sistema en el que se mezclaban logogramas, signos consonánticos (simples, dobles, triples e incluso de cuatro o más consonantes) y determinantes (signos mudos que indicaban a qué familia conceptual pertenece una palabra). A partir de la dinastía XVIII los escribas empezaron a usar cierto número de signos consonánticos dobles silábicos (sȝ, bȝ, kȝ etc.) para transcribir los nombres semíticos o de dicho origen, pero este tipo de escritura quedó exclusivamente restringido a tal ámbito.

Los símbolos eran también figurativos: representaban algo tangible, a menudo fácil de reconocer, incluso para alguien que no conociese el significado del mismo, ya que, para diseñar la escritura jeroglífica, los egipcios se inspiraron en su entorno: objetos de la vida cotidiana, animales, plantas, partes del cuerpo, etc. Durante el Antiguo, Medio y Nuevo Imperio se calcula que existían alrededor de 700 símbolos jeroglíficos, mientras que en la época greco-latina, su número aumentó a más de 6.000.

Los jeroglíficos se grababan en piedra y madera, o bien, en el caso de la escritura hierática y demótica, con cálamo y tinta sobre papiros, ostraca, o soportes menos perdurables.

El empleo de los jeroglíficos grabados se limitaba a los dominios en los que la estética o el valor mágico de las palabras adquirían relevancia: fórmulas de ofrendas, frescos funerarios, textos religiosos, inscripciones oficiales, etc.
La escritura hierática era de grafía más sencilla, reservada a documentos administrativos o privados y generalmente utilizada sobre papiro, ostracon (fragmentos cerámicos) e incluso tablillas de madera. Los egiptólogos las distinguen de los llamados jeroglíficos lineales, que se pintaban sobre los sarcófagos de madera y en los textos del "Libro de los Muertos". Los jeroglíficos lineales conservan el aspecto figurativo de los jeroglíficos grabados, pero los trazos son mucho menos precisos que en estos últimos.
A partir de la época saíta (dinastía XXVI) la escritura hierática fue parcialmente reemplazada por una nueva escritura básica: la demótica. Se trataba de una simplificación extrema de la hierática reservada a las actas administrativas y a los documentos de la vida cotidiana, de ahí su nombre de escritura "popular". La escritura hierática se usará preferentemente para transcribir textos religiosos o sacerdotales, conjuntamente con la escritura jeroglífica, de ahí su nombre de escritura "sacerdotal".
 En la época ptolemaica el griego se irá imponiendo progresivamente como lengua administrativa: del año 146 a. C. en adelante los contratos escritos exclusivamente en demótico pierden todo valor legal.
El copto es el último estadio de la lengua y escritura egipcias. Aún se emplea en nuestros días, pero solo como lengua litúrgica. Se escribe utilizando el alfabeto griego junto con siete caracteres demóticos para transcribir fonemas no existentes en griego. Aparte de esto, la escritura egipcia no ha sido empleada nunca más para transcribir ninguna lengua moderna




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